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– ¿Le mató una banda?

Se encogió de hombros.

– Podría ser, pero no lo creo. No tiene la firma habitual. Le dispararon de cerca, una sola vez, cuando se marchaba del bar al que solía ir, El Gallo. Alguien que le conocía. Puede haber sido Sergio. Le estamos interrogando. Pueden haber sido los hermanos de la chica Alvarado que murió. Hablamos con ellos. Usted y él no se llevaban de lo mejor. Quiero saber si fue usted.

– Confieso. Furiosa con él por haber demandado a mi buena amiga la doctora Herschel, le disparé y lo maté con la esperanza de que su familia no se diese cuenta de que la demanda era parte de su herencia y de que podrían continuar con ella por su cuenta.

– Sí, ríase, Warshawski. A alguien le convenía que ese tipo muriera, y la policía ha estado indagando toda la noche. Podía haber sido usted. Si yo creyera de verdad que usted le había disparado, estaríamos hablando en la comisaría, no bebiendo su café sin testigos. Buen café, por cierto.

– Gracias. Tueste vienés. He estado aquí. Durmiendo. Una coartada penosa, ya que estaba durmiendo sola. No me llamó nadie.

– ¿Es usted de las que se va pronto a la cama y se levanta temprano? No coincide con su carácter.

– Normalmente, no -le dije seria-. Pero debido al estrés de los últimos días, estaba falta de sueño. Volví a casa a las nueve y media y dormí hasta que sonó el teléfono.

– Lleva usted revólver, ¿verdad? ¿Qué calibre?

– Un Smith & Wesson de nueve milímetros semiautomático.

Me miró muy tranquilo.

– Necesito verlo.

– No me diga por qué. Lo adivino. Le han disparado con un Smith & Wesson de nueve milímetros semiautomático.

Su mirada se cruzó con la mía durante un segundo y luego asintió sin ganas.

Fui al dormitorio y traje el revólver.

– No lo he disparado desde hace días, desde que fui a hacer prácticas la semana pasada. Pero querrá comprobarlo usted mismo. ¿Puede darme un recibo?

Lo escribió gravemente y me lo tendió.

– No tendré que advertirle que no abandone la ciudad, ¿verdad?

– No, detective. Al menos si se refiere usted al área de Chicago, no solamente a los límites de la ciudad.

Su sonrisa se convirtió en mueca.

– El teniente Mallory no sabe lo peor. Gracias por el café, Warshawski.

XXV

Material médico

Estaba harta del desastre de mi cocina. Nada para desayunar, como no fueras una rata o una cucaracha, y no demasiado exigente además. Cerré la puerta trasera y me fui a Belmont Diner. ¿Y qué si había tomado patatas fritas para cenar la noche anterior? Comí tortitas con grosellas, una ración doble de bacón, cantidad de mantequilla y melaza, y café. Después de todo, una vez muerta, tienes toda una eternidad para ponerte a dieta.

Fabiano Hernández, muerto. Como dijo Stewart Alsop, tenía que haber muerto antes. Ahora era demasiado tarde para que le sirviese a nadie de nada. Leí la noticia en el Herald Star, pero no le dedicaban mucho espacio, apenas un párrafo en «Chicago Beat», ni siquiera la primera página de la sección. Matan al menos a un adolescente diario en Chicago, y Fabiano no había sido una estrella del baloncesto, ni un buen estudiante al que se le pudiese dedicar un sentido artículo.

Entre la última de las tortitas y la tercera taza de café se me ocurrió la manera de meterme en Friendship. No era precisamente una idea genial, pero pensé que podría funcionar. Pagué y volví a casa. Si la policía me siguió cuando fui a desayunar y volví, bienvenidos fuesen. No me verían morir de hambre a causa del remordimiento y la culpabilidad.

Me cambié y me puse un traje de verano color verde oliva pálido y la blusa de seda dorada que había llevado la noche anterior. Sandalias marrones de cuero, un maletín de cuero, y parecía el modelo de una academia de cursos empresariales.

No me gustaba mucho andar por ahí sin mi Smith & Wesson. Si habían matado a Fabiano de un solo tiro y a quemarropa, aquello no entraba en la categoría de violencia indiscriminada. No como la muerte de Malcolm. Fabiano podía andar mezclado en toda clase de actos delictivos de los que yo no supiese nada. Pero había tenido que ver con los Leones, había puesto una demanda contra Friendship, y a mí me conocían en los dos sitios, y no parecían sentir el amor mezclado con odio que suelo inspirar. Ahora debería ser el doble de prudente. Quizá inscribirme durante unos días en un hotel. Y desde luego, asegurarme de que el señor Contreras siguiese en el hospital. Lo último que deseaba era que se fuese a meter entre una bala y yo.

Al bajar cautelosamente las escaleras de atrás con tacones y medias, me alegré de que mi uniforme habitual de trabajo fuesen los vaqueros. En verano, los pantys se pegan a las piernas y a la entrepierna, impidiendo que la piel respire. Al llegar al coche, me sentía como cocida.

No pensé que la policía fuera a molestarse en seguirme. La ley me toma por una persona razonablemente responsable y aunque el revólver con el que mataron a Fabiano era igual que el mío, Rawlings no sospechaba en serio de mí. Pero por si acaso, me fui hasta la clínica y le pregunté a Lotty si me cambiaba el coche durante el día.

Me saludó deprimida, casi temerosa.

– Vic, ¿qué está sucediendo? Ahora matan a Fabiano. ¿Crees que los hermanos de Carol lo habrán matado para intentar protegerme?

– Por Dios, espero que no. Además, si lo hubieran hecho, no te habría servido de nada. La ley considera una demanda jugosa como ésta como de su propiedad, y el estado la hereda. Puede que sea la única cosa que Fabiano deja, aparte del Eldorado. Los Alvarado son demasiado sensibles. No creo que arriesguen su futuro por la mera satisfacción de cargarse a Fabiano. Y no, yo no le maté.

Se ruborizó ligeramente bajo su oscura piel.

– No, no Vic. No pensaba en serio que lo hubieras hecho. Claro que puedes coger mi coche.

La seguí a la oficina para que me diera las llaves.

– ¿Me puedes dejar también una de tus batas? O una de las de Carol, que será más de mi talla. Y un par de esos maravillosos guantes de exploración.

Frunció los ojos.

– No creo que quiera saber para qué, pero te los dejo.

Sacó una bata blanca limpia del armario de su oficina y me llevó a una sala de consultas vacía, donde buscó una caja de guantes y me tendió dos pares.

Su venerable Datsun estaba aparcado en el callejón detrás de la clínica. Me acompañó, despidiéndome de una manera preocupada y nada propia de ella.

– Ten cuidado, Vic. Este verano me está resultando muy duro. No podría soportar que te pasase algo.

No solemos ser muy demostrativas, pero la atraje hacia mí y le di un beso antes de marcharme.

– Sí, yo también estoy un poco nerviosa. Intentaré hablar contigo esta noche, pero es posible que vuelva muy tarde. Si… bueno, si soy una estúpida o me descuido, dile a Murray a dónde he ido, ¿de acuerdo?

Asintió y volvió con sus pacientes. Sus estrechos hombros estaban un poco encorvados y aparentaba la edad que tenía.

Lotty se cree Sterling Moss y conduce su coche rápido y sin precaución. Desgraciadamente, su intrepidez no coincide con su pericia y al cabo de los años ha destrozado las marchas de su Datsun. Conducir entre el tráfico de la ciudad requería una paciencia y una atención tales que cuando llegué a la Northwest Tollway, no estaba muy segura de tener la espalda limpia. Tras continuar durante un par de millas, me apoyé en un hombro y contemplé cómo pasaban los coches. Nadie disminuía la velocidad, y cuando me reincorporé al tráfico no vi a nadie que me siguiera.