– ¿Conoces a ese hombre negro, al médico? -preguntó-. ¿Es un buen médico?
– Muy bueno. Si Lotty no pudiese atenderme, lo escogería a él en primer lugar.
Cuando Lotty abrió la clínica primero había sido «esa judía» [4], luego, el médico. Ahora, el vecindario dependía de ella. Acudían a ella para todo, desde los resfriados de los niños hasta los problemas de paro. Con el tiempo, supuse, también verían a Tregiere como «el médico».
Eran las seis y media cuando salió a vernos, acompañado por otro hombre con bata y un sacerdote de mediana edad. La tez de Malcolm, gris de cansancio. Se sentó junto a la señora Alvarado y la miró con seriedad.
– Éste es el doctor Burgoyne, que se ha estado ocupando de Consuelo desde que llegó aquí. No hemos podido salvar al bebé. Hicimos todo lo posible, pero la criatura era demasiado pequeña. No hubiese podido respirar, ni siquiera con un respirador.
El doctor Burgoyne era un hombre blanco de treinta y tantos años. Su pelo oscuro se le pegaba a la cabeza a causa del sudor. Le temblaba un músculo junto a la boca y manoseaba una gorra gris que se acababa de quitar, llevándola de una mano a otra.
– Pensamos que si hacíamos algo para retrasar el parto su hija se podría ver seriamente afectada -le dijo sombrío a la señora Alvarado.
Ella no hizo caso, preguntando ferozmente si el bebé había sido bautizado.
– Sí, sí -contestó el sacerdote de mediana edad-. Me llamaron tan pronto como nació el bebé. Su hija insistió. La llamamos Victoria Charlotte.
Mi estómago se encogió. Alguna antigua superstición a propósito de nombres y almas me hizo estremecer ligeramente. Sabía que era absurdo, pero me sentí incómoda, como si me hubiesen obligado a establecer una alianza con esa niña muerta sólo porque llevaba mi nombre.
El sacerdote se sentó en una silla al otro lado de la señora Alvarado y le cogió una mano.
– Su hija está siendo muy valiente, pero está asustada, y parte del miedo es debido a que cree que usted está enfadada con ella. ¿Quiere ir a verla y asegurarse de que sepa que usted la quiere?
La señora Alvarado no dijo nada, pero se levantó. Siguió al sacerdote y a Tregiere al remoto lugar en que se encontraba Consuelo. Burgoyne se quedó en la sala de espera, sin mirarme a mí ni a nada en particular. Dejó de trajinar con su gorra, pero tenía un rostro vivaz y expresivo, y fuese lo que fuese lo que estaba pensando, no era algo agradable.
– ¿Cómo está ella? -pregunté.
Mi voz le trajo bruscamente al presente. Se sobresaltó un poco.
– ¿Es usted de la familia?
– No. Soy su abogado. Y amiga de la doctora de Consuelo, Charlotte Herschel. Traje aquí a Consuelo porque estaba con ella en una fábrica que hay más allá por la carretera cuando se encontró mal.
– Ya. Bueno, pues no está muy bien. Su presión sanguínea bajó hasta un punto que me hizo temer su muerte. Por eso sacamos a la niña, para poder concentrarnos en mantener sus constantes. Ahora está consciente y bastante estabilizada, pero sigo considerando que su estado es crítico.
Malcolm entró en la habitación.
– Sí. La señora Alvarado quiere que la lleve a Chicago, a Beth Israel. Pero yo no creo que haya que moverla. ¿Y usted, doctor?
Burgoyne sacudió la cabeza.
– Si las constantes sanguíneas y la presión se mantienen durante otras veinticuatro horas, volveremos a hablar de ello. Pero ahora no… ¿Me perdona? Tengo que ver a otro paciente.
Se marchó con los hombros encogidos. Fuera la que fuese la actitud de la administración del hospital hacia el tratamiento de Consuelo, estaba claro que Burgoyne se lo había tomado a pecho.
Malcolm se hizo eco de mis pensamientos.
– Parece que ha hecho lo que ha podido. Pero la situación era muy caótica. Es muy difícil llegar en medio de un tratamiento y enterarse del camino que se ha seguido. Para mí es difícil, al menos. Me gustaría que Lotty estuviese aquí.
– Dudo que hubiese hecho más de lo que has hecho tú.
– Ella tiene más experiencia. Se sabe más trucos. Eso siempre marca una diferencia -se frotó los ojos, cansado-. Necesito dictar mi informe mientras tenga todo esto fresco en la cabeza… ¿Puedes ocuparte de la señora Alvarado hasta que la familia llegue? Estoy de guardia esta noche en el hospital y tengo que volver. He hablado con Lotty. Ella estará disponible si la situación de Consuelo cambia.
Yo accedí, no muy feliz. Quería marcharme del hospital por encima de todo, escapar de los olores y los sonidos de una tecnología indiferente al sufrimiento de las personas a cuyo servicio estaba. Pero no podía abandonar a los Alvarado. Seguí a Malcolm hasta la entrada, le devolví las llaves y le dije dónde encontraría su coche. Por primera vez en horas se me ocurrió pensar en Fabiano. ¿Dónde estaba el padre de la niña? ¿Cuál no sería su alivio cuando se enterase de que al final no había ningún bebé, de que no hacía falta ponerse a trabajar?
III
Me quedé en la entrada de urgencias durante un rato después de que Malcolm se fuese. Aquella ala del hospital se encontraba frente a un terreno abierto, y estaban construyendo unas casas a un cuarto de milla más o menos. Entrecerrando los ojos, se tenía la impresión de estar en el campo. Contemplé el suave cielo nocturno. El anochecer del verano, con su acariciante calidez, es mi momento favorito del día.
Finalmente, volví con lentos pasos por el pasillo que conducía a la sala de espera. Junto a la puerta me encontré al doctor Burgoyne que venía del otro lado. Se había vestido de calle, y caminaba con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.
– Perdone -le dije.
El levantó la cabeza, fijó los ojos en mí, dudando, y luego me reconoció.
– Ah, sí… La abogada de los Alvarado.
– V. I. Warshawski… Mire: necesito saber una cosa. Antes, la señora encargada de las admisiones me dijo que no estaban tratando a Consuelo porque pensaban que tendrían que trasladarla a un hospital público. ¿Es verdad eso?
Se sobresaltó. Me pareció ver las palabras «Demanda por negligencia» pasando a través de su cara como la cinta de un teletipo.
– Cuando llegó, pensé que lo mejor era estabilizar sus constantes para que pudiese ser trasladada a Chicago y que su médico se ocupase de ella en un entorno familiar. En seguida se vio que no iba a poder ser. Desde luego, a mí nunca se me ocurriría preguntar a una joven de parto y comatosa por su status financiero.
Sonrió forzadamente.
– La forma en que los rumores se extienden desde detrás de la puerta de la sala de operaciones hasta la portería es un completo misterio para mí. Pero siempre llegan. Y acaban distorsionados… ¿Puedo ofrecerle una taza de café? Estoy cansadísimo y necesito distraerme un poco antes de volver a casa.
Miré hacia el interior de la sala de espera. La señora Alvarado no había vuelto. Sospeché que la invitación a café era en gran parte un deseo de ser amistoso con el abogado de la familia para evitar preocupaciones acerca de negligencias y denegación de asistencia. Pero mi día con los Alvarado había acabado conmigo y agradecí unos minutos de conversación con otra persona.
El restaurante del hospital era mucho mejor que las sórdidas cafeterías de que disponen la mayoría de los hospitales de la ciudad. El olor de la comida me hizo darme cuenta de que no había comido nada desde el desayuno, doce horas antes. Tomé pollo asado y ensalada; Burgoyne picoteó un sandwich de pavo y bebió café.