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El parqué parecía ser prerrogativa de los ejecutivos en Friendship. El linóleo secretarial terminaba bruscamente en la puerta de la oficina de Peter, y comenzaba la madera cara. El suelo tenía un aspecto muy gracioso en la unión, pero no podemos dejar que el personal contratado olvide dónde está su lugar. Y con la puerta cerrada, no se veía nada. Peter no había amueblado su oficina con la opulencia de Humphries. Un escritorio moderno corriente, cubierto también por montones de papeles, se hallaba en el centro de la habitación. Unas cuantas sillas para los pacientes estaban repartidas por allí; la suya era una silla giratoria recubierta de plástico de un modelo corriente. La única contribución personal a la decoración era una gran foto de su sabueso.

Una vez me hube vuelto a poner los guantes de goma, empecé con los papeles que estaban encima del escritorio, hojeándolos rápidamente para comprobar que no hubiera en ellos ninguna referencia a Consuelo. Cuando acabé con el montón de encima, me puse a mirar en los cajones.

Peter lo guardaba todo: recuerdos de niños cuyos partos había atendido, correspondencia con compañías farmacéuticas, notas de MasterCard de que se había excedido en su límite… En una carpeta con el cartel «papeles personales» encontré el contrato original entre Friendship y él hacía cinco años. Alcé las cejas al ver las condiciones. Desde luego que eran más atractivas que un internado de perinatología en Beth Israel. Lo puse a un lado para fotocopiarlo.

En el fondo del último cajón había un informe acerca de Consuelo. Estaba escrito con letra muy pequeña e ilegible; la suya, supuse, pues nunca había visto su letra. No tenía sentido a mis inexpertos ojos.

A las 14,30 llamó el doctor Abercrombie.

A las 15,00 empezamos administración IV de sulf. de mg.

Me abrí paso a través de la incomprensible letra y vi el momento en que el bebé nació, los esfuerzos por hacerle sobrevivir, la muerte a las 18,10. Después, la muerte de Consuelo al día siguiente a las 17,30.

Fruncí las cejas sin entender nada. Más para Lotty. Me debatí ante la duda de si llevarme los originales, corriendo el riesgo de que Peter los echase de menos o poner en marcha la fotocopiadora del pasillo, con la posibilidad de que una enfermera o un médico pasasen por allí y me interrogasen. De mala gana, decidí que no robaría los archivos. No podía devolverlos por correo.

Me detuve en el escritorio de la secretaria para coger las llaves de la fotocopiadora, luego apagué las luces y cerré las puertas tras de mí sin echar la llave. El pasillo seguía desierto cuando me acerqué a conectar la copiadora. Había media docena de cerraduras sin etiquetar en la parte trasera, pertenecientes sin duda a los diferentes despachos del piso. Fui probando con la llave; funcionó en la cuarta, y la máquina se puso en marcha.

Una fotocopiadora parada puede tardar unos cinco minutos o más en calentarse. Mientras esperaba que ésta lo hiciera, me fui por el pasillo a buscar unos servicios. El de mujeres estaba junto a la escalera. No había hecho más que abrir la puerta cuando oí a alguien que subía por la escalera. No podía volver a apagar la fotocopiadora; tampoco quería que me encontrasen en medio del pasillo con un montón de carpetas de Friendship. Me metí en el aseo sin encender la luz.

Los pasos se acercaron y siguieron sin detenerse, y se dirigieron hacia el extremo del pasillo. Un hombre, por el sonido de las pisadas. Abrí la puerta y miré. Era Peter. ¿Para qué demonios iba al hospital a estas horas de la noche?

Vi nerviosa cómo metía la llave en la cerradura. La giró distraído, no pudo abrir, frunció las cejas y volvió a girar la llave. Encogió los delgados hombros y entró. Vi aparecer unas líneas de luz por debajo de la puerta. Esperé durante una infinidad de tiempo. ¿Llamaría a seguridad cuando se diese cuenta de que su oficina también estaba abierta?

Me puse a cantar «Batti, batti», de Don Giovanni, que me llevó unos cinco minutos. Pronuncié las palabras con cuidado dos veces. Diez minutos, y nada. Ignorando el impulso que me había llevado hasta el servicio, me deslicé pasillo abajo, recuperé la llave de la fotocopiadora y bajé por las escaleras hasta el ala principal del hospital.

Me fui rápidamente por el pasillo, me metí en el coche, y rodeé el edificio hasta que encontré el aparcamiento de personal. En las afueras, si trabajas, tienes que ir conduciendo al trabajo. El aparcamiento estaba lleno de coches de los del turno de noche. No podía meterme dentro sin una tarjeta de plástico que abriese la barrera, pero entré andando y encontré finalmente el coche de Peter en el extremo más alejado.

Volví a mi coche y me alejé por la carretera hacia un lugar en el que no podía ser vista, pero desde donde veía la entrada del aparcamiento. A las tres salió Peter. Le vi entrar en el aparcamiento, esperé hasta que salió el Maxima y le seguí a discreta distancia hasta que me aseguré de que se iba hacia su casa.

Mi camisa de seda volvía a estar empapada de sudor. Eres tonta, me dije a mí misma, ¿por qué te empeñas en ponerte cosas de seda en tus correrías de verano?

En ese momento ya no me preocupaba que nadie pudiese interceptarme. Me fui tranquilamente hasta el ala de la oficina de Peter. Seguía desierta. Una vez más, utilicé la llave de la secretaria para poner en marcha la Xerox. Cuando se encendió la luz verde, copié los papeles, los metí en mi maletín, volví a abrir la oficina de Peter y devolví lo que me había llevado.

Al volver a poner las llaves que había cogido prestadas en el ganchito del escritorio de la secretaria, vi lo que le había hecho volver a la oficina: su conferencia acerca de las embolias por fluido amniótico. Había una nota de su apretada letra encima del montón de papeles: «Listo para mecanografiar y pasar a 35 mm. Perdone que se lo haya traído en el último momento.» La conferencia sería el viernes próximo. No le había dejado a la pobre secretaria más que dos días para ordenar las diapositivas.

Sentí el impulso de coger muestras de los folletos de alegres colores y los metí junto con los otros papeles en mi repleto maletín. Cerré las puertas con cuidado tras de mí y me marché.

Era hora de tomarme un whisky, un baño, y a la cama. Cerca de la entrada a la autopista encontré un Marriott, que incluso a esa hora tardía podría suministrarme las tres cosas. Me llevé del bar un Black Label doble y lo subí a mi habitación. Cuando acabé de remojarme bien en la bañera, me había terminado el whisky. La práctica hace que consigas realizar con precisión ese tipo de ejercicios. Caí en la cama y dormí el sueño perfecto del honrado trabajador.

XXVII

La pista que se desvanece

Me desperté a las once, fresca y relajada. Me estiré en la enorme cama durante unos minutos, sin querer romper el encanto de aquel bienestar. Dicen que cometer con éxito determinadas empresas criminales produce esa sensación al despertar. La gente a la que yo representaba cuando era abogado de oficio no tenía éxito, así que nunca pude verificarlo directamente.

Al fin, salí de la cama y entré en el cuarto de baño a lavarme. Las paredes estaban cubiertas de espejos, brindándome un espectáculo poco apetecible de mi barriga y caderas. Tenía que ir pensando en dejar las tortitas y las raciones dobles de bacón. Llamé al servicio de habitaciones para que me trajesen fruta, yogur y café, antes de llamar a Lotty a la clínica.

– ¡Vic! Me he estado preguntando la última media hora si debía llamar a Murray Ryerson o no. ¿Estás bien?