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– Sí, sí, muy bien. No conseguí acabar en el hospital hasta cerca de las cuatro, así que me metí en un hotel de por aquí cerca. Volveré a última hora de la tarde. ¿Estás libre por la noche? ¿Puedo llevarte unos papeles?

Acordamos vernos en el Dortmunder de nuevo a las siete; luego llamé a mi servicio de contestador. Murray Ryerson y el detective Rawlings querían hablar conmigo. Llamé primero a Murray.

– ¿Qué encontraste? -me dijo a modo de saludo, después de hacerme esperar unos cinco minutos.

– No lo sé hasta que Lotty lo vea esta noche. Hemos quedado en el Dortmunder para cenar y conferenciar. ¿Quieres unirte a nosotras?

– Lo intentaré… Espera un segundo.

Mientras volvía a esperar, un golpe en la puerta me anunció el desayuno. No lo había previsto y estaba aún desnuda. Miré dudando a mi alrededor. La única ropa que tenía era la que llevaba el día anterior. Me puse la falda, me enrollé una toalla por arriba y le abrí al camarero.

Cuando volví al teléfono, Murray bramaba en él.

– Jesús, Vic, pensé que un misterioso desconocido te había eliminado. No sabía ni a dónde mandar a los marines.

– A Schaumburg. ¿Ha habido suerte por tu parte?

– Me ayudaría el saber qué es lo que estoy buscando. Si tu amigo Burgoyne es compadre de Tom Coulter, el de la salud pública, no hay manera de demostrarlo. Nadie de la oficina de Coulter parece haber oído hablar de Burgoyne. La mujer de Coulter no lo conoce. Se puso bastante furiosa con las preguntas acerca de los amigos de su marido. Parece que se va a beber seis noches de cada cinco con su jefe, Bert McMichaels. Los dos vuelven bastante tocados.

– ¿Quién es McMichaels? -dije lo más claramente que pude con la boca llena de frambuesas.

– Acabo de decírtelo, Warshawski: el jefe de Tom Coulter. ¿Schaumburg te afecta al cerebro? Y no comas mientras estás hablando, o viceversa. ¿No te enseñó tu madre modales elementales?

– Sí, sí -me tragué rápidamente las frambuesas con un sorbo de café-. Quiero decir que cuál es el puesto de McMichaels.

– Oh -Murray se interrumpió un momento para consultar sus notas-. Es director delegado de regulación sanitaria. Está por debajo del doctor Strachey, que está al mando de la sección de Recursos Humanos del departamento.

– ¿Y cómo consiguen el trabajo esos tipos? No los eligen, ¿verdad?

– ¿Quieres que te lea los Derechos Civiles o qué? No, los nombra el gobernador y los aprueba la legislatura.

– Ya.

Estudié el resto de la fruta. Se me estaba ocurriendo una idea. Significaría volver a Friendship por la noche para comprobar… a menos que… dejemos que los dedos hagan el trabajo.

– ¿Sigues ahí? -preguntó Murray.

– Sí, y los pasos siguen contando. Mira, a esa gente la suelen recomendar, ¿verdad? Quiero decir, ¿es posible que Big Jim llame a la sociedad médica estatal y diga: dime quiénes son los diez mejores en sanidad pública, y me quedo con uno para ponerlo de rey en Recursos Humanos?

– Sé realista, Warshawski. Estamos aquí, en Illinois. Alguien de Springfield que está en el comité de sanidad pública o cualquiera que sea el nombre legal, tiene un amigo que quiere un trabajo y… -se calló, de repente-. Ya veo. El sueco tonto consigue al final comprender a la brillante polaca. Intentaré verte esta noche en el Dortmunder.

Colgó sin decir nada más. Sonreí sardónicamente y marqué el número de la oficina general del Área Seis. Rawlings se puso inmediatamente.

– ¿Dónde demonios está usted, Warshawski? Creo que le dije que no saliese del distrito.

– Perdone. Me fui a las afueras anoche y se me hizo demasiado tarde para volver a casa. No querría que uno de sus compinches de tráfico tuviese que despegar mi cuerpo de una farola en la Kennedy. ¿Qué pasa?

– Pensé que le gustaría saber, señora Warshawski, que como su revólver no ha sido disparado desde hace tiempo, pensamos que usted no lo utilizó para matar a Fabiano Hernández.

– ¡Qué alivio! Eso me quitaba el sueño. ¿Algo de Sergio?

Hizo un sonido de disgusto.

– Se ha conseguido una coartada de cemento. No es que eso quiera decir nada. Entramos en su garito de Washtenaw y encontramos crack suficiente como para que cualquier juez esté de acuerdo con nosotros en que no es un ciudadano modelo, pero ni rastro de un Smith & Wesson.

Recordaba demasiado bien el garito de Washtenaw. Me hubiese gustado poder contribuir a cargármelo, y así se lo dije a Rawlings.

– No me había dado cuenta de que tenía algo que agradecerle hasta ahora mismo. En cualquier caso, acérquese a la comisaría y recoja su revólver si quiere. Y en el futuro, si va a pasar la noche fuera de Chicago, quiero saberlo.

Olí la camisa que había llevado ayer. Si me la volvía a poner, no estaba segura de poder aguantar todo el camino de vuelta a casa. La pequeña guía de Marriott de servicios del hotel incluía una «Galería de tiendas». Escogí una tienda de prendas deportivas y les expliqué mi difícil situación.

– ¿Podrían mandarme a alguien con dos o tres jerseys, de la talla doce o mediana? Rojos, amarillos o blancos, en cualquiera de esos colores.

Se sintieron encantados de poder ayudar. Media hora más tarde, vestida con una camiseta blanca de canalé y vaqueros negros, con la apestosa ropa de trabajo metida en la bolsa de la lavandería, pagué la cuenta y me fui de vuelta a la ciudad. Mi descanso nocturno y todos los demás extras ascendían a doscientos dólares. Menos mal que estaba la pequeña fábrica de cajas de Downers Grove. Iba a tener que ingresar algo antes de que llegase la factura de American Express.

La primera parada en la ciudad fue para recoger el revólver de la comisaría de policía. Rawlings no estaba, pero había dejado el recado en el escritorio del sargento de guardia. Tuve que mostrar tres carnés diferentes y firmar un par de recibos, lo cual me pareció muy bien. No quería que el primero que pasase por allí pudiera llevarse un revólver por puro capricho. Sobre todo, mi revólver. Aunque aparentemente, alguien lo había hecho; al menos, a su hermano gemelo.

Seguía llevando tacones y medias debajo de mis vaqueros nuevos, así que me detuve en casa a cambiarme y ponerme zapatos deportivos. Me llevó unos cuantos minutos más llamar a un servicio de limpieza para que viniesen a poner en orden mi casa, y luego me marché otra vez al centro. No podía concentrarme en mi trabajo en medio de tal hecatombe.

Mi oficina está orientada al este. Es relativamente fresca en el calor de la media tarde. En lugar de poner el aire acondicionado, abrí una ventana para que entrasen los ruidos y los olores de la ciudad. El estrépito de Wabash ponía un agradable fondo acústico a mi trabajo. Antes de empezar, marqué el número que había copiado de la carpeta que tenía Alan Humphries sobre Consuelo. No contestaron.

Saqué los papeles del maletín y los dividí en montones: el material médico para Lotty, los documentos financieros y administrativos para mí. Mientras los ordenaba, cantaba estrofas de «Silbando al trabajar», que me contagiaba la alegre industriosidad de Blancanieves y sus chicos.

Empecé con el contrato de trabajo de Peter, pues constaba de pocas páginas. Un salario base de 150.000 dólares al año para que se uniera al equipo de Friendship como jefe de obstetricia. Más el dos por ciento de todos los beneficios que proviniesen de los servicios obstétricos del hospital. Más una participación en los beneficios de las instalaciones de Schaumburg en conjunto, en una proporción que variaría según sus contribuciones al hospital y el número total de personas empleadas. Y, como guinda, un poquito de calderilla de lo que generase la concesión nacional. Un buen trabajo si podías conseguirlo.

La carta estaba firmada por Garth Hollingshead, presidente de la compañía nacional. En el párrafo final, Hollingshead comentaba: