Pensé durante un minuto.
– En su casa, supongo -me volví hacia la secretaria-. Alan Humphries no ha estado aquí, ¿verdad? ¿No? Creo que es más rápido que yo. O conoce mejor a Burgoyne.
Nos marchamos. Llevé a Rawlings abajo por la escalera más cercana.
– Conoce usted muy bien este sitio -dijo suspicaz-. ¿Sabe dónde vive Burgoyne?
Cuando asentí, añadió irónico:
– El doctor y usted eran buenos amigos, ¿no? Así que está usted segura que no le importará que vaya a molestarle.
– No estoy segura de nada -le solté, con los nervios de punta-. Si esto se convierte en una cacería de patos salvajes, le habré costado a la ciudad de Chicago su salario de una mañana entera y podrá usted pasarme la cuenta.
– Bueno, relájese, señora W. Si eso es todo lo que le preocupa, es una suma tan pequeña que no merece la pena ni que piense en ello. Me lo estoy pasando muy bien -habíamos llegado a la puerta principal y nos dirigíamos al aparcamiento-. ¿Mi coche o el suyo?
– El suyo, por supuesto. Si uno de los polis locales le para por exceso de velocidad, siempre puede reclamar cortesía profesional o algo así.
Se rió y nos acercamos a su MonteCarlo a una velocidad que parecía lenta y relajada, pero que me hacía trotar ligeramente para mantenerme a su altura. Abrió las puertas y puso el coche en marcha. Se marchaba antes de que yo hubiese tenido tiempo de cerrar la puerta.
– Muy bien, señora W. Estoy en sus manos. Indíqueme.
Le dije cómo ir hacia la carretera 72. Rawlings conducía rápidamente pero bien; descansé un poco. Durante nuestro corto paseo, le di un resumen de mi análisis sobre encubrimientos en obstetricia y la muerte de Malcolm.
Estuvo un momento callado, pensando, y luego dijo alegremente:
– Muy bien, la perdono. Si me hubiese contado todo esto el miércoles, yo le hubiera dicho que no eran más que cuentos. Aún no estoy convencido del todo, pero esos dos tipos que se escapan tienen pinta sospechosa… ¿Conoce a alguien que conduzca un Pontiac Fiero? Nos está siguiendo desde que entramos en la autopista.
Me di la vuelta para mirar.
– Oh, es Murray. Me imagino que nos vio marchar y no quiere perderse el final de la historia.
Rawlings giró por el desvío que conducía a la casa de Peter y se metió por el camino de entrada. El Maxima de Peter estaba allí, y detrás había un Mercedes gris oscuro último modelo.
Con los neumáticos chirriando, Murray entró detrás de nosotros.
– ¿Qué pretendes, Warshawski, dejándome allí tirado cuando todo se va a aclarar? -me gritó enfadado, cerrando la puerta de su coche de un portazo.
Sacudí la cabeza. Era demasiado complicado para explicárselo en veinticinco palabras o menos.
Rawlings ya estaba en la puerta.
– Vayamos, Ryerson. Su amor propio herido no cuenta en este momento.
Cuando nos vio correr de los coches a la casa, Peppy vino dando saltos hacia nosotros, con la larga cola peluda ondeando como un gallardete al sol. Me reconoció, dio un corto ladrido encantada, y volvió rápidamente al jardín, donde cogió una pelota de tenis vieja. Me alcanzó de nuevo cuando estábamos abriendo la puerta de atrás. Su inocente alegría y el día radiante me hicieron sentir un nudo en la garganta. Parpadeé con fuerza, le di unas palmaditas y le dije que se quedase allí. Rawlings y Murray me siguieron en silencio al interior de la casa.
Estábamos en la cocina, un escaparate electrónico cuyo acero inoxidable brillaba silencioso al sol del verano. Avanzamos por el suelo de cerámica italiana hasta el tranquilo comedor, pasamos junto a oscuras sillas suntuosas y esculturas modernas hasta llegar al vestíbulo que conducía al despacho de Peter. La puerta estaba cerrada.
Rawlings apoyó la cabeza contra la pared en la parte ciega de la puerta. Yo tomé posiciones allí. El abrió la puerta de un golpe y entró. Yo llevaba mi Smith & Wesson en la mano y le seguí rápidamente al interior de la habitación. Tan bien coreografiado como si hubiésemos estado ensayando durante tres años. Al comprobar que no se oían disparos, Murray nos siguió.
Peter estaba sentado tras su escritorio, con un revólver en la mano derecha, un modelo idéntico a mi semiautomática. Alan Humphries estaba sentado en un sillón frente a él. El revólver de Peter apuntaba a Humphries; aunque Peter levantó la vista cuando irrumpimos en la habitación, no movió el revólver. Su rostro estaba cansado y el blanco de sus ojos se le veía demasiado. Nuestra entrada sorpresa no pareció sobresaltarle. Se encontraba en un estado más allá del susto o la sorpresa.
– Oh, Vic, eres tú.
– Sí, Peter, soy yo. Éste es el detective Rawlings, del departamento de Policía de Chicago. Murray Ryerson, del Herald Star. Queremos hablar contigo acerca de Malcolm Tregiere.
Sonrió levemente.
– ¿De verdad, Vic? Qué agradable. Me habría gustado hablarte de él. Era un buen médico. Iba a ser el tipo de médico que yo hubiera debido ser: el estudiante favorito de Lotty Herschel en perinatología, sanador de los enfermos, protector de los pobres e inocentes.
– Cállate, Peter -dijo Humphries bruscamente-. Estás fuera de ti.
– Si lo estoy, estoy en un buen sitio, Alan. ¿Sabes?, el dinero no es lo único que merece la pena. O quizá tú no lo sepas. Cuando Tregiere apareció por el hospital, supe que el juego había terminado. Se dio cuenta de todo lo que habíamos hecho. Y de lo que no. Fue demasiado educado como para decir nada, se limitó a ponerse a trabajar, e hizo todo lo que pudo por la chica y el bebé. Pero, claro, era demasiado tarde.
Hablaba con voz soñolienta. Eché una mirada a Rawlings, pero era un policía demasiado perspicaz como para interrumpir una confesión.
– Me enteré de que daría un informe a la doctora Herschel, así que fui a decirle a Alan que sería mejor que estuviésemos preparados para enfrentarnos al asunto. Pero Alan no quiso oír hablar de ello, ¿verdad, viejo amigo? Oh, no, no se podía interrumpir el futuro flujo de capital, o como mierda se diga en lenguaje financiero. Así que se quedó hasta tarde en el hospital, tratando de arreglarlo todo. Eso fue antes de que perdiéramos a la chica, a Consuelo, por supuesto, pero ella ya se nos había ido una vez a causa del sulfato de magnesio y su estado era de lo más inestable. Crítico, diríamos los médicos.
Mantenía el revólver apuntando a Humphries mientras hablaba. Al principio, el administrador intentó interrumpirle, intentó indicarnos por signos que le desarmásemos, pero cuando vio que no le hacíamos caso, se quedó en silencio.
– Luego Alan tuvo un golpe de suerte, ¿verdad, Alan? El marido de la chica apareció por allí a las tantas de la noche. Alan siempre ha tenido gran facilidad para conocer a la gente al primer vistazo, para juzgar su fuerza o su debilidad. Se lució conmigo, por ejemplo. Quiero decir que una vez que me tragué el cebo financiero de Friendship, resultó muy fácil empujarme a cada nuevo paso que tenía que dar, ¿verdad?
»Bueno, pues apareció el marido de la chica. Y Alan le dio cinco mil dólares para contentarle. Y se enteró de que tenía unos amiguetes en Chicago que andaban metidos en actividades un tanto antisociales, y que harían cualquier cosa por dinero. Como asaltar la casa de Malcolm Tregiere y robar sus notas. Y quizá saltarle los sesos. Dijiste que les habías dicho que esperasen hasta que se fuera de casa. Pero eso a ti no te hubiera servido de mucho, ¿verdad? El siempre podía haber vuelto a escribir sus notas. No; necesitabas que estuviera muerto.
– Desvarías, Burgoyne -dijo Humphries en voz alta, con la cara muy pálida-. ¿No ve, oficial, que está fuera de sí? Si le quita el revólver, podemos hablar tranquilamente. Peter está sobreexcitado, pero usted parece una persona inteligente, Rawlings. Estoy seguro de que podemos sacar algo en claro.
– Cállese, Humphries -dije yo-. Sabemos que tiene usted el número de teléfono de Sergio Rodríguez en la oficina. Puedo pedirle al detective que mande a un oficial allí y nos lo busque.