Humphries siguió protestando durante un rato. Rawlings le ignoró y se acercó al escritorio para telefonear a su superior en Chicago. Cuando el administrador intentó salir mientras Rawlings hablaba por teléfono, Murray y yo bloqueamos la puerta.
– Sólo quiero buscar otro teléfono -dijo Humphries altanero-. Me imagino que podré llamar a mi abogado, ¿no?
– Espere a que acabe el detective -dije yo-. Por cierto, me parece que se alegrará cuando empiece usted a llamarle «detective» o «sargento» en lugar de «oficial». En su caso, insultar no le servirá de nada.
– Mire, señorita Warshawski -dijo Humphries rápidamente-, ha estado usted viendo a Burgoyne a menudo en las últimas semanas. Ya sabe usted que no estaba…
– No sé -le interrumpí-. En realidad, no sé cómo pensaba usted que era.
– Pero toda esa mierda que ha estado soltando, acerca de mí y de un mexicano…, ¿cómo le ha llamado usted? ¿Sergio? Me vendría muy bien que usted testificase acerca de su estado de alucinamiento. Es una lástima que no se me ocurriera pedir a nuestro psiquiatra que le hiciese un estudio. Aunque probablemente debió observar algún cambio durante las reuniones del personal. Pero piense seriamente sobre ello, señorita Warshawski. Después de todo, usted es la persona que más tiempo estuvo con él durante las últimas semanas.
– Vaya, pues no sé, señor Humphries. Me pregunto cuánto significa para usted: ¿Una nueva ala V. I. Warshawski aquí en Friendship? ¿O la participación en los beneficios de Peter durante un año? ¿Qué opinas, Murray?
– ¿Qué opina de qué? -era Rawlings, muy brusco.
– Oh, el señor Humphries me va a dedicar un ala de Friendship si testifico que el doctor Burgoyne estaba mal de la cabeza últimamente.
– ¿Ah, sí? ¡Qué lástima que no sea usted más que una investigadora privada! Si no, podríamos añadir intento de soborno a los cargos.
Nos fuimos al salón a esperar a la policía local. Rawlings le dijo a Humphries que podría llamar a su abogado cuando llegasen a Chicago. El administrador se lo tomó con buen humor, manteniendo una actitud constante de engatusamiento. Por lo que se ve, había decidido que las buenas palabras conseguirían más que las amenazas, pero Rawlings era inasequible a ambas.
La policía local apareció con tres coches, con las luces y las sirenas encendidas. Cinco oficiales subieron corriendo por el camino de entrada. A Peppy no le gustaron las alarmas ni los uniformes; les persiguió hasta la casa ladrando como loca. Yo abrí la puerta y le sujeté el collar mientras entraban.
– Buena chica -le murmuré junto a la suave oreja cuando hubieron entrado-. Eres una buena perra. Pero, ¿qué vas a hacer ahora? Tu amo está muerto, ¿sabes? ¿Quién te dará de comer y jugará contigo al escondite?
Me senté fuera con ella, sujetándola contra mí, sintiendo el largo y sedoso pelo entre mis dedos. Las luces y los hombres uniformados la habían puesto nerviosa, y se me acercó, incómoda.
Unos diez minutos después llegó una ambulancia ululando. Conduje a los camilleros hasta el interior de la casa y me quedé con la perra. Salieron poco después con el cuerpo de Peter metido en una bolsa negra. En cuanto reaparecieron, Peppy empezó a temblar y a dar gañidos. Se puso a tironear y acabó por conseguir soltarse cuando la ambulancia se alejaba. Se lanzó hacia ella, ladrando frenética, con ladridos agudos y dolientes. Siguió a la ambulancia hasta la carretera. Cuando se perdió de vista, volvió lentamente, con la cabeza y la cola gachas y los costados palpitantes. Se tumbó en el camino de entrada, en el lugar en que se unía a la carretera, con la cabeza en el suelo.
Cuando Rawlings salió al fin con Humphries y la policía local, ella levantó la cabeza esperanzada, pero la volvió a dejar caer cuando vio que Peter no salía con ellos. Nos fuimos hacia los coches; Murray y yo nos fuimos al hospital para recoger a Max y a Lotty; uno de los de la policía local, con Rawlings para escoltar a Humphries hasta Chicago. Rodeamos con cuidado a la perra. Al girar por una curva de la carretera, pude verla aún allí tendida, con la cabeza sobre el asfalto.
Murray se detuvo apenas para darme tiempo a bajar del coche antes de irse corriendo a la ciudad. Max y Lotty estaban esperando en la cafetería. Lotty, de mal humor por haber tenido que estar mano sobre mano durante dos horas, cambió de expresión rápidamente al ver mi cara.
Les conté brevemente lo que había ocurrido.
– Ahora os llevaré a casa. Tengo que acercarme al Área Seis para hacer mi declaración.
Lotty me cogió del brazo y me acompañó hasta mi coche. No hablamos mucho durante el viaje. En cierto momento, Max preguntó si ellos podrían presentar cargos contra Humphries.
– No lo sé -dije cansada-. Su defensa consiste en insistir en que Peter estaba loco y que todo eso de contratar a Sergio para matar a Malcolm no eran más que imaginaciones suyas. Todo depende, supongo, del modo en que reaccione Sergio.
Les dejé a ambos en el apartamento de Lotty y me fui a las oficinas centrales del Área Seis. Antes de salir del coche, guardé mi revólver en la guantera: a la policía no le gusta que los que vienen de fuera entren con armas en las comisarías. Cuando empezaba a subir los escalones de la comisaría, un Mercedes deportivo tomó la curva con gran chirrido de frenos. Me volví y esperé. Mi ex marido venía corriendo por la acera.
– Hola, Dick -le saludé-. Me alegro de ver que Humphries ha dado contigo. ¡En menudo hoyo se estaba metiendo en Barrington! Amenazas, intento de soborno… ¡De todo, vamos!
– ¡Tú! -el rostro de Dick se volvió púrpura-. ¡Maldita sea, tenía que haberme imaginado que tú estabas detrás de todo esto!
Le sujeté la puerta para que pasase.
– Por una vez tienes razón. He organizado todo esto prácticamente yo solita. Si no fuese por mí, tu cliente se hubiera ido a la tumba sin haber pagado ni un minuto de su tiempo a causa de la muerte de Malcolm. No es que me importase mucho Fabiano Hernández, pero al estado los asesinatos le parecen muy mal, sea quien sea el asesinado.
Dick me adelantó rápidamente. Le seguí al interior del edificio. El intentaba mantener un aire de digna ofensa mientras trataba de averiguar por dónde tenía que ir. Sus clientes habituales no solían llamarle para que fuese a la comisaría.
– El escritorio del sargento de guardia está todo derecho -le dije para colaborar.
Se acercó muy decidido al escritorio. Yo le seguía de cerca.
– Soy Richard Yarborough. Mi cliente, Alan Humphries, está aquí retenido. Tengo que verle.
Cuando el sargento le pidió una identificación, y luego le dijo que le tenían que cachear, Dick se puso furioso.
– Oficial, a mi cliente le han negado el derecho a que fuese asistido al menos durante una hora después de su detención. ¿Y ahora yo voy a ser humillado simplemente porque quiero que sus derechos legales se respeten?
– Dick-murmuré-, las cosas se hacen así por aquí. No saben que tú estás por encima de toda sospecha. Ha habido casos de abogados menos escrupulosos que han pasado armas a sus clientes… Lo siento, sargento; el señor Yarborough suele frecuentar más la calle La Salle.
Dick se mantuvo rígido de furia mientras le cacheaban. Dejé que el sargento creyese que venía con él, abrí mi bolso y me cachearon a mi vez. Nos dieron nuestras tarjetas de visitantes y entramos.
– Tenías que haberte traído a Freeman contigo -le dije mientras subíamos las escaleras-. Él se maneja mejor en las comisarías. No debes ponerte en contra del sargento de guardia, es la persona clave para conseguir cualquier información: hojas de cargos, cómo se encuentra tu cliente, dónde está…
Dick me ignoró majestuoso hasta que llegamos a la habitación en la que estaba Humphries. Luego me miró con su expresión más desagradable.