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Era Sergio. Hubiese reconocido su voz en cualquier parte. Debí haber llamado a la policía, pero iba a ser difícil que me hicieran caso, y más aún conseguir que vinieran sin armar escándalo. Con la otra mitad de mi mente intentaba averiguar por qué Humphries había venido al hospital a hablar con Sergio, en lugar de encontrarse con él en alguna carretera desierta. Y si era Sergio el del Buick, ¿por qué no me mató mientras estaba durmiendo sobre el volante de mi coche?

Humphries le contestaba.

– No sé quién es tú informante, ni por qué iba él a estar enterado del asunto. Pero puedo asegurarte de que a la policía no les he dicho nada. Me han soltado, como puedes ver.

– No he nacido ayer, tío. No te sueltan con una acusación de asesinato encima. Te sueltan si les dices a los polis lo que quieren oír. Y les encantaría oír que hay un hispano que va a cargar con la acusación, y además sueltan a un hombre de negocios blanco, rico. ¿Lo coges?

– Creo que hablaríamos mejor si me quitases ese cuchillo de la garganta.

Tuve que reconocérselo a Humphries: se mantenía muy sereno bajo semejante presión.

– Tenemos un problemilla, ¿sabes? -continuó-. Después de todo, fuiste tú el que mató a Malcolm Tregiere, no yo.

– Puede que lo hiciéramos, puede que no. Pero si lo hicimos, tío, fuiste tú el que nos lo encargaste. Y eso es conspiración de asesinato. Te echan un montón de años con un cargo así, tío. Y créeme, te vamos a arrastrar con nosotros si nos cogen. Además, está el asuntillo ese de mi amigo Fabiano. Oh, sí, ya sé que te lo cepillaste. Es el tipo de gilipollez que haría un blanco como tú. Así que antes de que hables de nada con la poli, más vale que te enteres que no vamos a tirarnos al suelo y hacernos los muertos por ti.

Humphries no dijo nada. Luego dio un respingo.

– ¿Qué coño quieres?

– Vaya, tío, ahora empezamos a hablar. Lo que yo quiero. Lo que quiero es oírte decir las palabras mágicas: yo maté a Fabiano Hernández.

Silencio, y luego otro respingo.

– Venga, tío. Que tenemos toda la noche. Nadie va a oírte si chillas.

Finalmente, Humphries dijo con voz estrangulada:

– Vale, yo maté al chaval, pero era un canalla, un perdedor, un inútil. Si habéis venido aquí a vengar su muerte, estáis arriesgando vuestras vidas por un pedazo de mierda.

Yo hice una inspiración profunda, saqué el revólver, empujé la puerta y me metí en la habitación.

– ¡Quieto! -grité, apuntando a Sergio.

Estaba de pie ante Humphries, con el cuchillo en la mano. Tatuaje estaba detrás de Humphries, sujetándole los brazos. Otros dos Leones se encontraban a los lados, empuñando revólveres. La gran ventana de detrás del escritorio de Humphries estaba rota. Debían haberla roto y sorprendido a Humphries cuando apareció por allí.

– ¡Soltad los revólveres! -ladré.

En lugar de obedecer, me apuntaron a mí. Yo disparé. Uno cayó al suelo, pero le fallé al otro. Me tiré al suelo cuando me disparó, y la bala se incrustó en el lugar donde acababa de estar. Sergio dejó a Humphries. Por el rabillo del ojo, vi cómo lanzaba el brazo hacia atrás para tirar el cuchillo. Se oyó un revólver y él se derrumbó sobre el cuero del escritorio. Le disparé de nuevo al otro pistolero. Dejó caer su revólver al ver caer a Sergio.

– ¡No dispare! ¡No dispare! -chilló con voz de falsete.

Rawlings cruzó el cristal roto de la ventana y entró en la habitación.

– ¡Maldita sea, Warshawski! ¿Por qué irrumpió usted así en la habitación?

Me volví a poner en pie, con los brazos temblando.

– ¡Rawlings! ¿Era usted el que iba en el Buick? Creí… creí que era Sergio. ¿No conducía usted un Chevy esta mañana?

El oro brilló un instante.

– El Buick es mi coche. No pensé que usted lo fuese a reconocer. Ya sabía que iba a hacer algo y decidí venir para ver por dónde salía esta vez. ¿Cómo cree que pudo atravesar la autopista a ochenta? Porque llevaba escolta policial… Bueno, Humphries. Perdón, señor Humphries. Creo que esta vez ya tenemos bastante como para empapelarle. Como ya le dije hace unas horas, tiene usted derecho a permanecer callado. Pero si no quiere hacer uso de ese derecho…

Humphries sacudió la cabeza. Le salía sangre de los cortes que le había hecho Sergio en el cuello.

– Ya me sé la retahíla. Déjelo. Si ha estado fuera todo este tiempo, ¿por qué no entró cuando el hispano este me estaba amenazando con cortarme el cuello?

– No se preocupe, Humphries. Por mucho que me hubiese gustado no le habría dejado matarle. Creo que me pasa lo mismo que a él. Quería oírle decir las palabras mágicas. Que mató usted a Fabiano Hernández. La señora W. también lo ha oído. Así que creo que tenemos material suficiente como para complacer al juez.

Me acerqué a Sergio. Rawlings le había dado en el hombro. Una bala del treinta y ocho hace bastante pupa en el hombro, pero el chico viviría. El León al que yo disparé yacía en la alfombra persa, gimiendo patéticamente y ensuciando la lana. Tatuaje y el otro permanecían huraños a un lado.

– No sé, Humphries -decía Rawlings-. Puede que sea mejor que vaya usted a la cárcel. Tener que ver todos los días estas manchas de sangre en la alfombra y el escritorio le partiría el corazón. Y ahora, ¿hay algún médico por aquí?

XXXV

El último baño del verano

El sol de finales de verano resplandecía glorioso, calentando la arena, bailando sobre el agua. Los niños gritaban como locos, conscientes de que era el último día de sus vacaciones de verano. Los maridos y las esposas compartían las cestas de picnic y disfrutaban del último fin de semana en la playa. Se oían al fondo varias radios sintonizadas con el partido de los Cubs, otras, con la emisora de rock local. Harry Caray y Prince luchaban entre sí por el control de las ondas. Yo miraba al frente sin fijar la vista.

– ¿Qué pasa, muñeca? ¿Por qué no te vas al agua? Puede que sea la última oportunidad antes de que cambie el tiempo.

El señor Contreras descansaba en una tumbona de plástico, bajo una gran sombrilla. Había venido conmigo a Pentwater, una pequeña ciudad junto al lago, en Michigan, con la condición de que se mantuviese todo el tiempo a la sombra. Esperaba que se hubiera dormido. Como convaleciente, era más agotador que cuando estaba sano.

– No te estarás comiendo el coco todavía con lo de ese médico, ¿verdad? Créeme, no merecía la pena.

Volví la cara hacia él y le hice un gesto con la mano derecha, pero no dije nada. No podía expresar mis sentimientos. No había conocido a Peter lo suficiente como para comerme el coco por él. Sus huesos y su cerebro sobre el escritorio me vinieron a la mente. Horroroso, sí. Pero no era responsabilidad mía.

Debería encontrarme en la gloria. Humphries y Sergio estaban los dos detenidos sin fianza. Sergio en el hospital penitenciario hasta que se le curase el hombro. El Herald Star del fin de semana había dedicado un artículo a Dick, mostrándole en su lado más pomposo. Había llamado para ponerme verde cuando llevamos a Humphries a la Veintiséis y California por segunda vez en veinticuatro horas. Tal vez, como dijo Lotty, mi reacción hacia él había sido infantil, pero me lo pasé muy bien. Andaba de cabeza con las leyes criminales y no quería admitir que no se las conocía tan bien como yo.

Tessa vino a visitarme el sábado por la mañana, antes de que me fuese al campo, para agradecerme que hubiese agarrado a los asesinos de Malcolm y arrepentida por haber dudado alguna vez de mí. Llegó a la vez que Rawlings, que quería hablar conmigo de la declaración. Me hubiese gustado recordarle su ofrecimiento de invitarme a cenar, pero Tessa y él se marcharon juntos a comer. Aquello no me preocupaba mucho. Rawlings era divertido, pero no es bueno que un detective intime demasiado con uno de la policía. Así que, ¿por qué me sentía como envuelta en un capullo de letargo, apenas capaz de mantenerme despierta?