– Si no estuviese tan rota y deshecha yo misma, no habría hablado de manera tan brusca. Pero, Lotty, tú no hiciste que Consuelo tuviese diabetes. Tú no la embarazaste. La cuidaste lo mejor que supiste. Por dentro, estás pensando: «Si hubiera hecho esto en lugar de aquello, si hubiese ido yo en lugar de mandar a Malcolm…» Pero no puedes. No puedes salvar al mundo entero. No te metas en un rollo de médicos acerca de lo sabia que eres y de lo todopoderosa en lo que eso debía haberte convertido. Quéjate. Llora. Grita. Pero no me hagas una escena por culpa de la señora Alvarado.
Las cejas negras se unieron sobre la poderosa nariz. Se dio la vuelta sobre los talones. Por un momento pensé que se iba a marchar, pero en lugar de ello se acercó a la ventana, tropezando con una zapatilla de correr desparejada al acercarse.
– Deberías hacer limpieza aquí de vez en cuando, Vic.
– Sí, pero si la hago, mis amigos no tendrán nada de qué quejarse.
– Ya encontraremos alguna cosa -movió la cabeza unas cuantas veces, aún de espaldas a mí. Luego se volvió y tendió las manos-. Hice bien en venir, Vic. Ya no lloro ni grito. Hace tiempo que perdí la costumbre. Pero necesitaba lamentarme un poco.
Me la llevé al salón, lejos de la cama deshecha, a una silla grande como aquellas en las que Gabriela solía acogerme cuando yo era una niña. Lotty se sentó conmigo durante un largo rato, con la cabeza apoyada en la blandura de mi pecho, el mayor consuelo, tanto para el que lo da como para el que lo recibe.
Después de un rato, dio un profundo suspiro y se enderezó.
– ¿Un café, Vic?
Me acompañó a la cocina mientras yo ponía el agua a hervir y molía los granos.
– Malcolm me llamó anoche, pero sólo podía hablar un momento. No pudo darme más que unos datos por encima. Dice que le pusieron ritodrina para retrasar el parto antes de que él llegara. Añaden esteroides para ayudar a que los pulmones del bebé desarrollen lípidos por si pueden conseguir retrasar el parto durante veinticuatro horas. Pero no funcionó y la presión de la sangre de ella empeoraba, así que decidieron sacar al niño, hacer lo que pudieran y concentrarse en su diabetes. Parece que es lo correcto. No sé por qué no funcionó.
– Ya sé que habrás atendido muchos partos de alto riesgo. Pero en alguno tiene que ocurrir este tipo de imprevisto.
– Oh, sí. No he llegado a considerarme omnipotente hasta ese punto. Y ella podía resentirse de aquella operación de vesícula de hace dos años. Yo estaba vigilándola muy de cerca por si acaso… -su voz falló y se frotó la cara con cansancio-. No sé. Quiero ver cuanto antes el informe de la autopsia. Y a Malcolm. Dice que ha dictado la mayor parte del informe en su coche mientras volvía. Pero quería comprobar algunas cosas con Burgoyne antes de terminarlo -hizo una breve mueca-. Estaba de guardia en Beth Israel anoche, después de haber pasado el día en Schaumburg. ¡Quién volviera a ser joven e interno de nuevo!
Cuando Lotty se fue, vagué desanimada por el apartamento, recogiendo ropa y revistas, sin ganas de correr, sin saber muy bien qué hacer conmigo misma. Soy detective, investigadora privada profesional. Así que eso es lo que hago: detectar cosas. Pero en ese momento no podía hacer nada. Nada que encontrar, nada que suponer. Una chica de dieciséis años había muerto. ¿Qué más había que saber?
El día iba avanzando lentamente. Llamadas rutinarias, el informe de un caso que había que terminar, varias cuentas que pagar. El calor opresivo seguía, haciendo que cualquier actividad pareciese inútil. Por la tarde hice una visita de pésame a la señora Alvarado. Estaba sentada inmóvil con una docena más o menos de amigos y parientes acompañándola, incluyendo a una desanimada Carol. Como era necesaria una autopsia, el funeral se pospuso hasta la semana siguiente. Iba a ser un funeral doble, por Consuelo y por la niña. No era un acto al que yo estuviese deseando asistir.
Al día siguiente fui a la clínica para echarle a Lotty una mano. En ausencia de Carol, había contratado a una enfermera en una agencia, pero la mujer no tenía la experiencia de Carol, ni conocía a los pacientes, por supuesto. Yo tomé temperaturas y pesé a gente. Incluso con mi ayuda, la jornada no acabó hasta después de las seis.
Mientras Lotty me lanzaba un cansado «buenas noches», yo comenté:
– Esto me convence de que hice bien en escoger el derecho y no la medicina.
– Hubieses sido una buena patóloga, Vic -dijo ella muy seria-. Pero no creo que tengas temperamento para el trabajo clínico.
Fuera lo que fuese lo que quería decir, no me sonó como un cumplido. ¿Demasiado despegada y analítica para tratar con la gente? Fruncí la cara. ¡Vaya comentario acerca de mi carácter!
Me detuve en mi apartamento para cambiarme y ponerme un bañador y un mono, y me fui al parque de Montrose Avenue. No a la playa, donde los vigilantes no te dejan entrar en el lago más allá del nivel de las rodillas, sino a las rocas, donde el agua es clara y profunda. Después de nadar una media milla alrededor de las boyas que mantienen a los barcos alejados de las rocas, me puse a flotar de espaldas y contemplé cómo se ponía el sol tras los árboles. Cuando los naranjas y los rojos se fundieron en un rosa púrpura, nadé lentamente hacia la orilla. ¿Por qué vivir en Barrington si se puede disfrutar gratis del lago?
De vuelta a casa, prolongué mi estado larvario con una larga ducha. Pesqué una botella mediada de Taittinger del revuelto cajón de mi comedor que sirve como bar, y lo bebí sin enfriar, con algo de fruta y pan negro. A las diez, decidí volver a conectar con la ciudad poniendo el menos ofensivo de los telediarios de la televisión de Chicago.
El sofisticado rostro negro de Mary Sherrod llenaba la pantalla. Su aspecto era serio. Las noticias, tristes. Eché las últimas gotas de vino en mi vaso.
– Esta noche, la policía dice que no tiene ningún sospechoso en el brutal asesinato del doctor Malcolm Tregiere, de Chicago.
Hubo un primer plano del rostro fino y delgado de Malcolm (la foto de licenciatura de la escuela médica) y unas cuantas frases más. Un primer plano del apartamento de Malcolm. Yo había estado allí, pero no parecía el mismo. Su familia era de Haití, y el lugar que había alquilado en los alrededores de la parte alta de la ciudad estaba amueblado con muchos artefactos traídos de su lugar de origen. En la pantalla, aquello parecía los restos de un naufragio. Los pocos muebles se hallaban destrozados, las máscaras y los cuadros arrancados de la pared y rotos en pedazos.
La voz de Sherrod continuaba sin piedad.
– La policía sospecha que unos atracadores sorprendieron al joven doctor Tregiere, que acababa de pasar una jornada agotadora de guardia en el hospital Beth Israel, en la parte alta de la ciudad. Se encontraba en casa durmiendo durante el día, en el momento en que la mayoría de los apartamentos están vacíos. A las seis de esta tarde una amiga con la que estaba citado para cenar lo halló muerto, a causa de una paliza. En el momento de transmitir esta emisión no se sabe que haya habido ninguna detención.
La imagen cambió a una mujer histérica y anoréxica, encantada con las empanadas de salchichas light. Malcolm. Aquello no había sucedido. Pero no; aquello era tan real como la mujer sonriente y sus hijos frenéticos comiendo salchichas. Cambié el canal y puse el WBBM, el canal de noticias de Chicago. La historia era idéntica.
Sentí la pierna derecha húmeda. Miré hacia abajo y vi que había dejado caer el vaso de vino. El champán había empapado mis vaqueros y el vaso yacía en pedazos en el suelo. Cristal barato que no estallaba, sólo se rompía.
Lotty no debía saber nada, como no fuera que la hubiesen llamado del hospital. Tenía un ramalazo de intelectual arrogancia europea y nunca leía los periódicos de Chicago ni veía las noticias. Toda la información que recibía del mundo le llegaba a través del The New York Times y el The New Statesman. Ya habíamos discutido sobre ello en otras ocasiones. Eso está bien si vives en Nueva York o Manchester. ¿Pero es que Chicago no existe a tu alrededor? ¿Vas por ahí con la nariz levantada y la cabeza en las nubes porque eres demasiado buena para la ciudad que te da de comer?