Me sobresalté al darme cuenta que le estaba chillando a Lotty en mi cabeza, chillándole con una rabia que no tenía nada que ver con ella y sus pequeñas manías del Times. Tenía que ponerme furiosa contra alguien.
Lotty contestó a la primera llamada. El doctor Hatcher acababa de telefonearla desde Beth Israel hacía sólo unos minutos. Las noticias habían tardado un poco en llegar al hospital porque la amiga que lo había encontrado era una artista, no un miembro de la comunidad médica.
– La policía quiere hablar conmigo mañana por la mañana. Yo era su supervisor, junto con el doctor Hatcher. Supongo que querrán que les digamos a quién conocía. Pero, ¿cómo puede haber hecho esto alguien que le conociera? ¿Estás libre? ¿Podrás venir conmigo? Incluso en un caso así, no me gusta hablar con la policía.
Lotty había crecido en la Viena dominada por los nazis. De algún modo, sus padres consiguieron mandarla a ella y a su hermano con unos parientes a Inglaterra, pero los hombres de uniforme seguían haciéndola sentirse incómoda. Yo accedí a regañadientes; no porque no quisiese ayudar a Lotty, sino porque quería mantenerme apartada de los Alvarado y de la niña muerta, y eso significaba mantenerse apartada de Malcolm también.
En el momento en que me estaba metiendo en la cama, sonó el teléfono. Era Carol, preocupada por Tregiere.
– Diego, Paul y yo hemos estado hablando, Vic. Necesitamos que nos des ideas. No crees que pueda haberlo hecho Fabiano, ¿verdad? ¡Es que estaba tan frenético la otra noche…! No creerás que pueda haber matado a Malcolm por lo de Consuelo y la niña, ¿no?
Me sonreí a mí misma sardónicamente. Nadie iba a dejar que me quedase al margen del asesinato.
– La verdad, Carol, no creo que lo hiciera. ¿Hasta qué punto le importaba Consuelo en realidad? Y el niño…, él fue el que más insistió en lo del aborto, ¿recuerdas? No quería tener un hijo, no quería responsabilidades. Yo creo que en conjunto estará encantado con la nueva situación.
– Tú pensarás así, Vic, claro, porque tú eres muy racional. Pero aunque mucha gente haga bromas acerca del machismo [6], para algunos hombres es algo real. Pueden muy bien pensar que un hombre de honor debe actuar de una determinada manera, volverse loco y hacerlo de verdad.
Yo sacudí la cabeza.
– Me lo puedo imaginar muy bien fantaseando sobre ello, pero no haciéndolo. Pero si queréis, hablaré con él. ¿No anda por ahí con una de esas bandas callejeras? Pregúntale a Paul; él lo sabe.
Se oyó el murmullo de una conversación junto al teléfono, y luego la voz de Paul.
– Los Leones. No es precisamente uno de los miembros principales; les hace los recados. No creerás que les encargó un asesinato, ¿no?
– Yo no creo nada. Voy a ir a hablar con la policía mañana por la mañana. Hasta ahora, sólo sé lo que he visto por televisión. Y eso puede querer decir cualquier cosa.
Colgó de mala gana. Yo miré el teléfono con el ceño fruncido. No sólo por los Alvarado, sino por la idea de volver a la basura que había dejado atrás cuando abandoné el puesto de abogado de oficio. Todo volvía a su lugar a darme la bienvenida.
V
Dormí sin descansar, perseguida de nuevo por la niña de Consuelo. Había llovido mucho. Las calles del sur de Chicago estaban inundadas, y yo llegaba con dificultad hasta la casa de mis padres. Al entrar en la sala de estar, veía una cuna en un rincón con un bebé dentro. Estaba muy callado, no se movía, me miraba con grandes ojos negros. Yo me daba cuenta de que era mi hijo, pero no tenía nombre; que sólo tendría vida cuando yo le hubiese dado mi nombre.
Me desperté sobresaltada a las cinco, empapada en sudor. Me quedé tumbada con los párpados ardiendo, sin sueño, y luego fui a dar una carrera por el lago. Sólo pude trotar un poco.
El sol había salido una media hora antes. El lago y el cielo estaban bañados de una luz rojo cobriza, un color rabioso que hacía pensar en el fin del mundo, y el aire era pesado. El agua, tan quieta como un espejo.
Había un pescador a unos seis metros de las rocas, que no me prestaba atención. Me quité los zapatos y los calcetines y me eché al agua con los pantalones cortos y la camiseta. Algún efecto del viento y del agua había removido por la noche los fríos fondos del lago y los había subido a la superficie. Di un respingo cuando el agua helada rozó mi piel y me heló la sangre, y volví corriendo a la orilla. El pescador, pensando sin duda que el ahogamiento era un fin demasiado bueno para los que molestan a las percas, siguió concentrado en su caña.
El agua helada me dejó temblando a pesar del cálido aire, pero me despejó la mente. Cuando recogí a Lotty en su apartamento, una milla al norte del mío en Sheffield, me sentía bastante capaz de enfrentarme a lo mejor de Chicago.
Fuimos hacia las oficinas centrales del Área Seis por Belmont, junto a Western. Lotty estaba muy elegante, aunque abatida, con un traje de seda azul marino que no le había visto nunca. Su ropa habitual consistía en un uniforme como de niña de escuela con blusa blanca y falda oscura.
– Me lo compré en mil novecientos sesenta y cinco, cuando me dieron la ciudadanía. Sólo me lo pongo cuando tengo que hablar con funcionarios del Estado, así que está casi nuevo -me explicó, con algo parecido a una sonrisa.
Yo misma me había vestido en plan muy profesional, con un traje color trigo y una blusa de seda casi del mismo color. A pesar de nuestros elegantes aspectos, tuvimos que esperar casi cuarenta y cinco minutos para que nos recibieran. Nos sentamos junto al escritorio de la entrada, viendo cómo los oficiales llegaban con las primeras capturas del día. Leí todas las descripciones de SE BUSCA cuidadosamente, y luego me enfrasqué en las citaciones.
El genio de Lotty iba empeorando a medida que pasaban los minutos, y su nerviosismo desaparecía. Se dirigió al sargento de la entrada, le informó de que las vidas de algunas personas estaban en una balanza mientras ella permanecía allí sentada, y volvió a las sillas de plástico apretando la boca.
– Es así en la mayoría de las consultas de los ginecólogos, por si no has estado nunca -le expliqué-. Porque sólo tratan a mujeres, y el tiempo de las mujeres no tiene valor en sí, no importa si el paciente medio espera más de una hora.
– Deberías venir a mi consulta -dijo Lotty de mal humor-. Yo no hago esperar a la gente. No como estos cretinos.
Finalmente, un oficial joven se acercó a nosotras.
– El detective Rawlings siente que hayan tenido que esperar ustedes tanto, pero tenía que interrogar a otro sospechoso.
– ¿Otro sospechoso? ¿Somos sospechosas, entonces? -le pregunté mientras le seguíamos por un gastado tramo de escaleras.
– No tengo ni idea de lo que el detective quiere hablar con ustedes, señoras -dijo el oficial secamente.
El detective Rawlings nos saludó en la puerta de una pequeña sala de interrogatorios. Era un hombre negro, robusto, de mi edad, aproximadamente. El edificio no tenía aire acondicionado, y él se había aflojado la corbata y se había quitado la chaqueta. Con lo temprano que era, y ya tenía el cuello y las axilas empapadas de sudor. Tendió una mano, más o menos entre Lotty y yo.
– ¿Doctora Herschel? Siento haberle hecho esperar. La cita que tenía a las siete y media se prolongó más de lo esperado.