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Dos detalles advirtieron al mandarín que acababa de cometer un error. Primero, el asesino que le seguía los talones no llevaba al cinto el puñal del que los bandidos nunca se separan; segundo, en su vida había encontrado otro granuja que llamara a gritos a la policía cuando veía que no podía dar un golpe.

– ¡Te vas a arrepentir de haberme atacado! -rugió su víctima retorciéndose-. ¡Estoy al servicio del gobierno!

Di retiró el pie.

– Pues ya somos dos -dijo mientras el desconocido se sentaba sobre su trasero.

El hombre dejó de sacudirse el polvo y levantó la vista hacia su agresor. Se había esperado a un ladronzuelo de los que proliferaban en la ciudad, pero no encontrarse de narices con el viceministro al que le habían pedido que vigilara. Por su parte, Di comprendió que tenía delante a una de las famosas sombras movedizas que el gran secretario Zhou solía pegar a la espalda de los altos funcionarios de la metrópolis. Con los ojos abiertos como platos, el espía se arrojó sobre la suciedad que acababa de abandonar y se prosternó.

– Suplico a Su Excelencia que no envíe una queja a mi señor sobre mi imperdonable comportamiento.

Di supuso que el fallo no consistía en haber pasado el día persiguiéndolo sino en haber sido sorprendido como un crío robando unos cucuruchos de almendras. En cuanto el mandarín le aseguró que no diría nada, el policía decidió devolverle de inmediato la deuda de gratitud que acababa de contraer.

– Ya que Su Excelencia ha tenido la bondad de olvidar mi estupidez, voy a avisarle de un hecho que le será muy útil para continuar con su misión.

Di esperó complacido averiguar algún detalle determinante para su investigación.

– Debo advertirle a Su Excelencia que el gran secretario Zhou está muy descontento con las idas y venidas de su investigador especial. Desea fervientemente que Su Excelencia concentre sus esfuerzos en el cuerpo médico. Yo me ocupo de mantener la boca cerrada sobre su visita al caserío del Norte. Se enfadará si llega a enterarse de que ha estado paseando en medio de las cortesanas. Le diré, en cambio, que ha empezado a interrogar a los médicos. Con eso, le doy a Su Excelencia algo de tiempo para llevarle resultados a mi señor, que ya está perdiendo la paciencia.

El viceministro dio las gracias al espía y continuó su camino, convencido de que el hombre reanudaría el seguimiento en cuanto hubiera una distancia conveniente. Taciturno, consideró que la primera parte de su investigación le había granjeado la fama de un conspirador caído en desgracia; la segunda lo convertía en un obseso sexual que buscaba a las mujeres antes que cayera el sol. Unos día más y habría perdido la cara sin remedio. Ya era hora de tomar las riendas de su misión y, más importante aún, de su vida.

5

El mandarín Di descubre una escuela de medicina única en el mundo. Y se ve obligado a desmentir uno de sus propios juicios.

Y a que se empeñaban en enviarlo de vuelta con los médicos, Di decidió dirigirse al más famoso de todos. Mandó que se anunciara su visita al órgano central de la medicina china, el Gran Servicio Médico de Chang'an.

El arte de sanar estaba en pleno auge desde la instauración de la nueva dinastía. Unos cincuenta años antes, el padre del emperador actual había fundado esta institución única en el mundo, encargada de supervisar los estudios científicos y organizar la investigación. Sus miembros se dedicaban a describir con precisión todas las enfermedades que pasaban por delante de sus ojos: lepra, viruela, rubéola, disentería aguda y crónica, cólera, hidropesía, sarna, carencias diversas, tuberculosis pulmonar y ósea, adenopatía cervical, diabetes, tumores, sin olvidar lo que interesaba expresamente al investigador especiaclass="underline" las afecciones venéreas. Imbuido de admiración, entró en el santuario del saber.

El Gran Servicio estaba constituido por un conjunto de pabellones construidos dentro de un recinto al que se accedía por un único pórtico monumental coronado por una máxima a mayor gloria del saber. Su apariencia era casi tan solemne como el templo más visitado. Al cruzar el umbral, Di quedó sorprendido al ver que le habían preparado una recepción. El patio estaba lleno de personas que le dieron la bienvenida con una reverencia. Un hombrecillo que sonreía mostrando toda su dentadura le manifestó la alegría de todos al conocer a la cabeza pensante del Departamento de Aguas y Bosques. La dirección lo había designado para mostrarle hasta el más insignificante mecanismo de su instituto.

– Nuestro Gran Servicio Médico -explicó su guía- está dirigido por veinte médicos-jefe. -Un grupo de hombres entrados en años se inclinó con un mismo movimiento. Di no tuvo tiempo de contarlos, pero quedó convencido de que había efectivamente veinte, cien enfermeras y cuarenta estudiantes (el resto de los presentes en el patio saludó a su vez).

Di y su cicerón enfilaron por el paseo cubierto que rodeaba el amplio patio. Entre dos puertas, el personal y sus alumnos agrupados en filas saludaron con una reverencia su paso, con una sonrisa en los labios.

– En medicina general, tenemos diez acupuntores, cuatro maestros masajistas y dieciséis masajistas.

Di respondió con un ligero asentimiento a la cuarentena de individuos que acababan de doblarse en dos. Se dirigieron a continuación al pabellón siguiente.

– Once muchachos estudian los tratamientos del cuerpo, tres el tratamiento de tumores y abscesos, tres pediatría, dos el cuidado de los ojos, orejas, boca y dientes, y uno solo se ocupa durante dos años de un dominio que no se puede revelar.

– ¡Muy interesante! -murmuró Di, lleno de curiosidad por averiguar cuál sería esa materia secreta.

¿Qué podía enseñarse tan importante en sólo dos años? De golpe tuvo una espantosa visión que le hizo estremecer.

Su guía lo llevó al departamento de acupuntura. En él se estudiaba el recorrido del chi, las arterias, los orificios del cuerpo y los puntos donde se clavaban las agujas. Para obtener el diploma correspondiente, los estudiantes debían dominar tres manuales y superar un examen en ocho partes. Nada tenían que envidiar a un letrado, al que se le exigía que conociera de memoria las conversaciones de Confucio y que disertara sobre su interpretación.

El tercer pabellón estaba dedicado al masaje y acogía a quince alumnos. El instructor les enseñaba el arte del estiramiento, una forma taoísta de automasaje, método que supuestamente sanaba ocho tipos de enfermedades al eliminar la acumulación de chi en los órganos y en los miembros.

Cuando terminó de pasearlo por ese templo de la ciencia aplicada, Di ya sabía todo acerca de su funcionamiento y nada de lo que había venido a averiguar. Como le habían llevado a dar una vuelta alrededor del gran edificio central sin invitarle a entrar, supuso que era ahí donde se encontraba la parte más interesante de la visita. Dobló por ese lado, dejando a su guía correr tras sus pasos.

– ¡Su Excelencia no ha visto nuestros jardines botánicos!

– ¡Gracias! ¡Otro día! -respondió Di sin volverse.

Nervioso, el hombrecillo empezó a relatarle los pormenores de su topografía sin dejar de correr tras sus pasos. Sin quererlo, Di se enteró de que el emperador había concedido al Gran Servicio cuarenta y dos acres de la mejor tierra que se podía encontrar en la capital. Los maestros jardineros plantaban y recogían algunas de las seiscientas cincuenta y seis esencias inventariadas oficialmente, que adolescentes entre 15 y 19 años se encargaban de cultivar. Estas informaciones no impidieron al mandarín subir la escalinata, empujar una ancha puerta y salir a una espaciosa sala donde encontró reunidas a varias personas sumidas en un silencio religioso. Al otro extremo se erigía una efigie del dios Sau, protector de la medicina, fácilmente reconocible por su enorme cabeza y por el melocotón que sostenía en la mano derecha. Ese fruto milagroso, que supuestamente maduraba cada tres mil años, simbolizaba la inmortalidad.