Al pie de la estatua, un hombre de cierta altura, de edad indefinida y cuerpo escuálido, se encontraba junto a un paciente al que estaba tomándole el pulso de la muñeca izquierda. Después de comunicar sus observaciones a uno de sus ayudantes, cogió el tobillo derecho de un segundo paciente para tomarle el pulso en el pie. Todo el mundo seguía en suspenso esos gestos. Parecía un gran sacerdote en plena ceremonia.
– Es nuestro director, el ilustre Du Zichun -susurró el guía al oído del mandarín.
Explicó que los hombres a los que estaba auscultando tenían dolor de cabeza y fiebre y presentaban exactamente los mismos síntomas. Después de realizar su examen, Du Zichun prescribió a uno sudoríficos y al otro laxantes.
– ¿Está ensayando con dos métodos diferentes? -preguntó Di extrañado.
Uno de los discípulos que asistían a la clase había hecho el mismo razonamiento. Levantó la mano y preguntó al maestro el por qué de sus recetas.
– Aunque sus síntomas son los mismos -declaró Du Zichun-, uno está resfriado mientras que el otro tiene problemas de digestión provocados por una acumulación de comida en su abdomen.
En medio de los murmullos de admiración de la asamblea pasó al caso siguiente. Su guía explicó a Di que los médicos en jefe habían recibido el encargo de poner a punto una panoplia de técnicas para aliviar las innumerables dolencias que aquejaban a Su Majestad, el emperador en peor forma física que había tenido China en mucho tiempo. Debían probar tratamientos y operaciones sobre cortesanos del segundo círculo a fin de demostrar su perfecta inocuidad antes de tocar al Hijo del Cielo.
– El problema es que en realidad la perfecta inocuidad no existe tratándose de medicina -se lamentó el guía-. Es algo que el gobierno se niega a comprender.
Di vio pasar a un grupo de cortesanos atendidos de sus dolencias con la mayor precaución porque el emperador padecía o podría padecerlas un día. A uno le habían abierto una obstrucción del sistema urinario con ayuda de una pajita hueca. A otro le había curado de cataratas con una técnica operatoria muy audaz que un sacerdote taoísta había traído de la India misteriosa. Habían inventado asimismo un anestésico a base de cerveza medicinal.
– ¿Porque Su Majestad es un poco delicado? -supuso Di.
Pronunció estas palabras más alto de lo que hubiera deseado, y resonaron en la espaciosa sala donde nadie se atrevía a alzar la voz. El director detuvo el gesto para lanzarle una mirada de enojo. Cuando Du Zichun reanudó su examen, el guía se inclinó al oído del mandarín.
– La emperatriz en general prefiere llamar a un chamán, porque sus pases mágicos no hacen daño. Por desgracia, tampoco hacen ningún bien. Cuando las dolencias del emperador se agravan, entonces acude a nosotros, y la tarea resulta mucho más ardua.
A Di no le cabía la menor duda de que la emperatriz disponía de los recursos necesarios para motivar a los médicos a quienes confiaba su precioso esposo. Después de examinar al siguiente paciente, cada maestro de una especialidad propuso un tratamiento. «¡Bien, -pensó Di para su coleto-, como los siga todos, tendrá mérito si permanece con vida!»
Después de que Du Zichun emitiera su veredicto en forma de oráculo, los asistentes aplaudieron con fuerza con los pies.
– Su director parece ser muy querido -observó Di.
– Y lo es -respondió su guía-. Bajo esa frialdad aparente, Du Zichun es un hombre de corazón generoso. En estos momentos, además de la tarea que lo ocupa, se desvive día y noche por su esposa, que está en su lecho de muerte.
Di señaló que eso significaba que había enfermedades que el gran hombre no era capaz de curar.
Terminada la sesión, Di fue presentado al superior y a los sabios que lo acompañaban. Éstos no se engañaban acerca de las razones de su presencia. Su insignificante fama había llegado hasta aquí. Du Zichun le aseguró de entrada que estaba perdiendo el tiempo: entre ellos no había ningún delincuente.
A esta declaración le siguió un cierto malestar mientras sus émulos se miraban incómodos. A Di no le costó adivinar qué pensaba.
– Excepto, claro está, el condenado Choi Ki-Moon, que se pudre en la cárcel por el asesinato de su mujer -le corrigió.
Sin duda, el director no estaba acostumbrado a que alguien le contradijera. Un ligero rubor cubrió su cara.
– Choi Ki-Moon es un excelente médico al que vamos a echar mucho de menos.
Di adivinó que desde su punto de vista a un médico había que excusarle todo, incluido haber enviado solapadamente a su esposa legítima al otro mundo.
– Estaba a punto de ser absuelto -terció uno de ellos-: ¡Cuando, por lo que parece, la imprevista intervención de un simple ujier hizo cambiar de opinión al juez!
– ¿Adónde va China si los ujieres dictan justicia? -exclamó otro-. ¿Desde cuándo tienen el descaro de sojuzgar a hombres de ciencia?
– No sea usted ingenuo, mi querido colega -dijo un tercero-. He oído decir que el supuesto ujier era en realidad un funcionario de palacio disfrazado. Un fanático de la emperatriz, que había jurado la perdición de nuestro desdichado colega, víctima de un complot. Ella lo hizo condenar en el momento en que iban a ratificar su inocencia, ¡dese cuenta!
Uno de ellos carraspeó. Habían olvidado la presencia del mandarín.
– Tal vez nuestro eminente viceministro tenga una opinión más matizada de esta historia… -dijo el director.
– ¡Oh! Conozco bastante bien los entresijos de este caso -afirmó Di sin perturbarse-. Vean, el falso ujier era en realidad un ujier de verdad: ¡era el juez el que no lo era!
Se esforzó en mantener una expresión impenetrable ante las expresiones de perplejidad que suscitaron estas supuestas revelaciones. Empezaba a entrever el problema de su misión. El Gran Servicio Médico era la fortaleza mejor defendida del imperio, mucho más inexpugnable que las que se encontraban a lo largo de la Gran Muralla. Si quería penetrar sus secretos, necesitaba a toda costa un aliado entre los médicos.
Asu regreso al gongbu, enseguida pudo comprender que el rumor sobre su nuevo destino había corrido como un reguero. Ya no tenía ayudantes pisándole los talones, nadie le proponía que examinara al detalle ningún informe ni ratificara ninguna decisión. Sus adjuntos por fin habían tomado en sus manos las tareas corrientes. Atravesó los pasillos en medio de un silencio casi inquietante.
Apenas instalado en su gabinete, un escriba nervioso solicitó una entrevista. Había novedades en el caso Choi Ki-Moon. La Cancillería había solicitado que reexaminara su caso el hombre que había demostrado tan juiciosamente su culpabilidad, es decir, él.
El mandarín se preguntó qué novedad podía poner en duda el encarcelamiento de un asesino al que había conseguido condenar con tanta maestría.
– Me ocuparé de ello -dijo Di, tan mortificado como curioso.
Los testigos esperaban a ser recibidos. Se hizo entrar al carcelero encargado de vigilar a los condenados, a su superior directo, responsable de la cárcel, y al honorable Wei Xiaqing, el juez que había cerrado el caso. La mueca en su cara demostraba el profundo disgusto que le causaba volver a ver al viceministro. Seguía humillándole este funcionario que tenía en tan poco su dignidad como para andar vestido con ropas de ujier. La sonrisita crispada que tensó su boca cuando saludó indicaba que, pese a todo, estaba satisfecho por este giro que venía a desmentir el veredicto que le habían forzado a emitir.