– Parece ser que el médico Choi Ki-Moon, al que Su Excelencia tuvo la bondad de ayudarme a condenar por asesinato, ha sido exculpado por la confesión espontánea del verdadero asesino -anunció el magistrado dejando sobre el buró algunos documentos.
Di lanzó una mirada y rogó al responsable de la cárcel que le pusiera al corriente de los hechos.
Choi Ki-Moon, que disponía de cierta riqueza, había sido encarcelado en el patio conocido como de los «nobles», donde los detenidos gozaban de ciertas comodidades en comparación a la masa de bandidos corrientes. Podían pasear durante el día, realizar visitas y no permanecían encerrados en sus celdas salvo durante la noche. Las reglas de la sociedad china, basada en la separación de castas, también se aplicaban en la cárcel. Los funcionarios caídos en desgracia, los letrados y los ricos no se mezclaban con la gente común, e incluso allí se los trataba conforme a su rango. El señor Choi estaba instalado tan cómodamente como era posible a la espera de que la Secretaría Imperial ratificara su condena. Había entablado amistad con un tal Lo Baio, condenado a su vez por un sórdido asesinato.
– Usted recordará seguramente que ese Choi Ki-Moon había alegado en su defensa que su mujer tenía un amante -cortó en seco el juez Wei-. Había sugerido que se trataba de un suicidio motivado por un desengaño amoroso. Este detalle importa para la comprensión de lo que seguirá.
Di agradeció esta explicación y respondió que lo recordaba perfectamente. El responsable de la cárcel dio la palabra al carcelero, que había tratado a los dos presos de cerca. Este hombre rechoncho, vestido de cuero y que llevaba brazaletes de cuero de fuerza en ambas muñecas estaba impresionado al hallarse en un ministerio en la tesitura de hablar delante de un personaje de rango tan elevado. Empezó asegurando a Su Excelencia, con voz vacilante, que siempre había hecho honor de tratar como convenía a los mandarines que le enviaban. Parecía estar prometiéndole a Di ocuparse bien de él si llegaba el día en que le tocara a él, una perspectiva nada halagüeña que arrancó una sonrisa irónica al juez Wei.
El carcelero, con todo, poseía ciertas dotes de observación. Una larga práctica con los detenidos le había enseñado a captar de inmediato las relaciones que se establecían tras los barrotes. Lo Baio estaba obsesionado con su salud, convencido de que su destino era morir en el calabozo antes de llegar a ser ejecutado. Era natural, por tanto, que se acercara a ese médico que el cielo le enviaba en su desolación. Choi Ki-Moon y él pasaron largas horas charlando, disputando partidas de go y paseando por el patio. Intercambiaron libros y el médico prodigó amablemente a su nuevo amigo algunos consejos médicos. En varias ocasiones el carcelero le oyó infundir moral a Lo Baio asegurándole que no había situación desesperada, un discurso bastante extraño entre esas gruesas paredes.
– Todo esto suena muy bonito -interrumpió Di, impaciente-, pero dónde está esa novedad que cuestiona el juicio de este honorable magistrado -dijo señalando al juez Wei, que se puso tenso.
– Un juicio inspirado por su Excelencia -corrigió Wei inclinando la cabeza como si le devolviera el cumplido.
El responsable de prisiones se arrojó al suelo, que golpeó varias veces con la frente. Hizo un ligero gesto indicándole al carcelero que lo imitara, lo que el otro hizo con desgana.
– ¡Ay! -exclamó el matón en jefe-. Mi miserable persona se cubre de vergüenza. Apenas hace un instante, mis hombres han encontrado a Lo Baio en su celda, ¡muerto! ¡Cerca de su cuerpo encontraron un frasco de veneno que nadie sabe cómo consiguió!
Di respondió que seguía sin comprender el vínculo entre ese ultraje a la justicia imperial y su brillante veredicto. El juez Wei retiró de la pila de documentos un pergamino arrugado, cubierto con una letra torpe y firmada por el difunto.
– Había una carta de despedida, poderoso señor -dijo en el mismo tono falsamente neutro que empleaba para anunciar a los preventivos que iban a sacarles la piel a tiras-. ¿Le parece que lo lea?
Antes de que el viceministro pudiera responder, leyó en voz alta, articulando bien las palabras, los caracteres escritos en el papel. Di tuvo que soportar in extenso la confesión póstuma de Lo Baio. El suicida revelaba en ella que había sido amante de la señora Choi durante varios meses. Explicaba cómo se había introducido en la casa del médico en su ausencia utilizando un nombre falso para cortejar a la dama. Ésta había resultado más fácil de seducir por cuanto su matrimonio iba de capa caída y la esposa se sentía abandonada, de lo que se había lamentado a su familia.
– Triste individuo -comentó el juez Wei lanzando una mirada al viceministro por encima de la hoja para ver cómo se tomaba la noticia.
Lo Baio señaló que se había presentado con el nombre de Zhang Guang, el mismo que el esposo de su víctima mencionara durante el proceso. Un día, su amante le notificó su embarazo, un acontecimiento enojoso dado que Choi hacía lustros que no la tocaba. Lo, alias Zhang, barruntó el escándalo y le entregó un frasquito dándole a creer que una pequeña dosis de veneno diluido serviría como pócima abortiva. En realidad, había más que suficiente para matarla. Terminaba expresando su voluntad de darse muerte para evitar la ejecución y la tortura que le aguardaban por su otra fechoría. Esperaba que su última buena acción hacia Choi Ki-Moon, al que había llegado a apreciar, le valiera el perdón de los jueces de Arriba.
Perfecto. No había nada que añadir. Un silencio consternado cayó sobre la sala cuando Wei Xiaqing terminó la lectura.
– Un caso lamentable -concluyó en un tono de enterramuertos que huele la celebración de funerales.
Di estaba quieto como una estatua. Había algo que no le cuadraba en este giro de última hora, además de lo que le fastidiaba por su orgullo personaclass="underline" la descripción del amante cínico cuadraba a duras penas con sus remordimientos y suicidio final. Lamentaba no haber podido entrevistarse con este hombre en vida para decidir si sufría de un desorden de la personalidad con una obsesión por la muerte. Pero, en fin, ahí estaban las pruebas y eran indiscutibles, y no estaba tan pagado de sí como para enfrentarse a la evidencia. Dio las gracias a los testigos por haberse molestado y declaró que iba a poner orden en el caso sin demora.
– Será un placer recibir a Su Excelencia en mi tribunal cuando guste resolver otro caso difícil -dijo el juez Wei antes de retirarse-. Estoy seguro de que mostrará un brío igual al que ha desplegado en este caso…
Di sintió unas irrefrenables ganas de golpearle en la cabeza con su expediente de revisión. Se veía obligado a pronunciar la puesta en libertad del condenado, al que esta confesión limpiaba de todo cargo, y pidió que fuesen a buscarlo. Sus ayudantes ya habían previsto esta orden y Choi Ki-Moon no tardó en entrar en el despacho, arrodillándose ante la mesa para escuchar su veredicto.
Al verlo, Di tuvo una idea. No solamente iba a ordenar que lo liberasen, sino que tenía proyectos de futuro para él.
– Choi Ki-Moon, las confesiones de su vecino de celda lo descargan de todas las acusaciones formuladas en su contra por su familia política.
El médico se lanzó a pronunciar un discurso de agradecimiento a la clarividencia de Su Excelencia, pero Di lo detuvo con un gesto.
– El gongbu, interesado en compensar las molestias que ha padecido a resultas de esta condena infundada, ha decidido confiarle una misión que, estoy seguro, hará que olvide esta desdichada peripecia.
El coreano le contempló asombrado. No entraba en las costumbres de la justicia preocuparse por los perjuicios que había causado.