– ¿En su trabajo en el Departamento de Aguas y Bosques? -se extrañó Shen Lin, que no ignoraba nada de los detalles de su sacerdocio.
Por suerte, diez años de estudios confucianos habían sido un buen entrenamiento para no desarmarse.
– ¿No es la naturaleza un gran cuerpo sometido a los mismos equilibrios que el humano? -respondió como si recitara una sentencia taoísta.
– Es cierto, es cierto -admitió el sabio-. Celebro la sabiduría de Su Excelencia. Pero me temo que le ha de costar tomarle el pulso a sus árboles como nosotros hacemos con nuestros queridos pacientes.
Shen Lin debía ir a visitar a sus clientes, de modo que se pondrían en camino tan pronto dejara la pesada marmita. Al otro lado del portón le esperaba una dama elegante con aspecto de gobernanta. Le agradeció calurosamente en nombre de su señora que hubiese curado al heredero del clan, quien se recuperaba a la perfección. Le entregó una bolsa bordada de parte de la agradecida madre. Era una bonita labor en seda con motivos de ajenjo, uno de los «ocho tesoros», cuya imagen se consideraba que ahuyentaba las enfermedades.
– La señora desea que tenga a bien aceptar esta pequeña labor en prenda de su gratitud.
Shen Lin cogió el objeto sin entusiasmo. Lo que él necesitaba era dinero contante y sonante.
– Lo acepto -refunfuñó-, pero sin prejuicio de mis honorarios, que ascienden a tres taeles. [10]
– Perdón -repuso la gobernanta recuperando la bolsa de manos del viejo sabio. La abrió, sacó dos monedas de plata y se la devolvió.
– Había cinco. Ahora tiene su paga.
Saludó con una seca inclinación y dio media vuelta. Shen Lin se quedó con cara de perrillo al que acaban de robar un hueso. «Dos taeles perdidos para la ciencia», leyó Di en su expresión planchada.
– En la antigua China -farfulló el viejo mientras se colgaba la bolsa de su cinturón-, los que salvaban a los moribundos y aliviaban a los heridos eran considerados seres sagrados.
Di estaba convencido de que la antigua China había sido una época apasionante. Sin embargo, eran los apuros de la China contemporánea lo que le preocupaban.
Los tres hombres se pusieron en camino hacia la mansión del primer paciente. El honorable señor Shen caminaba a pasitos regulares, como un juguete de madera animado con bastones. De camino, se puso a explicar a sus compañeros de ruta las reglas de base de su oficio, como probablemente solía hacer con sus discípulos del Gran Servicio. La primera de ellas exigía que quien visitaba a la gente en su casa estuviera sano de cuerpo y mente, que realizara sus visitas de preferencia por la mañana y en ayunas, y no estuviera drogado ni fuera alcohólico.
– Eso es algo que nuestros jóvenes de hoy no entienden -gruñó para su barbita enmarañada.
Di vio en su imaginación a estudiantes de medicina llegando a los patios sin haberse recuperado de sus juergas nocturnas y sus correrías por el barrio del norte. Convencido de que pronto sería capaz de superar su examen de medicina, durante el trayecto conoció algunas de las ciento diez maneras de corregir un pulso. Shen Lin le explicó con detalle la sudación, los vómitos y la dieta al arroz y al agua. En todo caso, el anciano era seguramente un excelente profesor y poseía el arte de la metáfora.
– El cuerpo humano, con sus nervios, sus arterias, sus venas y sus músculos, se parece a un laúd armonioso cuyas cuerdas tienen cada una su propio sonido. Los diferentes pulsos de los pies, de las manos y del cuello son como los armónicos de un instrumento, que nos permiten evaluar su alteración.
En resumen, el médico debía trabajar sobre su paciente como un afinador. Empezaba examinando los órganos del rostro, «que eran como las ventanas por las cuales un médico hábil descubre mil cosas de interés». Las narinas indicaban el estado de los bronquios y de los pulmones, los ojos el del hígado, la boca el del estómago, y la lengua, que percibe los sabores, decía mucho del corazón. Lo raro era que las orejas informaban sobre la vejiga.
– Unos labios negruzcos, con tiritonas a lo largo del cuerpo, significan ausencia de espíritus vitales. En tal caso, el hombre está prácticamente muerto. Si las uñas están violetas o negras, está acabado.
– ¡Bien! ¡Esperemos que su cliente no tenga los labios ni las uñas negras! -zanjó Di.
Se detuvieron delante de un edificio de dos plantas cuya enseña a nombre de «Sr. OU» anunciaba el local de un prestamista. Una vez cruzado el edificio sobre la calle, se entraba en un patio cuadrado a cuyo alrededor se abrían los pabellones de una vivienda tradicional. Mientras la tienda era de aspecto sobrio, con sus estantes donde varios empleados disponían los objetos destinados a la reventa, los espaciosos apartamentos privados del patrón eran la prueba de su éxito. Conducidos hasta su habitación, encontraron al prestamista, un hombre gordo de edad madura y calvo, tendido sobre un kang [11] de cerámica azul donde parecía estar soportando algún martirio. Varios criados se mantenían al pie de la cama por si el enfermo requería sus servicios. El criado que acababa de introducir a los visitantes explicó que su señor se había despertado quejándose de intensos dolores abdominales, a los que no tardaron en seguir cólicos interminables. Tenía la frente perlada de sudor. Shen Lin se acercó al enfermo para examinarlo.
– Me han dicho que estaba enfermo -dijo levantando uno de sus párpados para examinar el blanco del ojo.
– Oh, seguro que no es nada -repuso el prestamista, aunque parecía estar en las últimas-. No quería molestarle por tan poco, pero mis criados han asumido la responsabilidad.
La expresión de los criados sugería más bien que los había enviado a buscar ayuda con los primeros rayos de sol.
– Sólo usted es capaz de observarme con tanta precisión -continuó el enfermo, tranquilizado al comprobar que le dedicaba tanto interés desde tan cerca.
Di supuso que Shen era corto de vista, dada su edad avanzada. Como el médico permanecía en silencio, perdido en las consideraciones que le inspiraba su examen, el enfermo preguntó si se curaría.
– Un momento. Lo intentaremos. Pero usted no es un personaje común y corriente, no podemos proceder como si fuese un hombre cualquiera.
– Oh, sí, sí -protestó el robusto comerciante-. ¡Tengo una cabeza, un pecho, un estómago y un vientre como todo el mundo!
– ¿Quiere darme su noble brazo?
Shen Lin estuvo palpando un buen rato la muñeca.
– El pulso es superficial, lento, sin fuerzas… ¡Es el pulmón!
– Pero lo que a mí me duele es el estómago -dijo el enfermo.
– ¿En los últimos tiempos le apetece sobre todo tomar alimentos muy calientes?
El señor Ou asintió.
– ¡Lo que yo decía! ¡El pulmón!
Después de un buen cuarto de hora dedicado a tomarle los distintos pulsos, Shen Lin alzó la cabeza, eructó y pidió una taza de té, que le trajeron con grandes muestras de respeto. Mientras el paciente alargaba la mano para tomar el brebaje, el anciano se lo bebió de un sorbo. Pidió un pincel, tinta, papel, se instaló a una mesa y se puso a escribir.
– Aquí tiene la receta. Empezaremos el tratamiento enseguida.
Extrajo de su bolso algunos polvos, cortezas, hojas y raíces.
– Espéreme aquí. Y tú, intendente de la marmita, ven conmigo.
Ya en la cocina, Shen Lin metió sus ingredientes en la misma bolsa de donde los había sacado. Extrajo un frasquito y diluyó la pasta que contenía en un poco de agua caliente. Di se preguntó si la abundancia de productos que acababa de exhibir en la habitación tenía otro fin que el de impresionar a su paciente.
– El medicamento surte más efecto cuando su destinatario está convencido de su complejidad -confirmó Shen removiendo la mezcla-. Si Su Excelencia quiere probarlo y decirme si está listo… Yo debo abstenerme de consumir este tipo de porquerías durante mis visitas.