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El líquido era de textura oleaginosa y color negro. El sabor era dulce y bastante agradable.

– No sé qué sabor debe tener -dijo Di.

– Si le ha gustado, es que está listo -afirmó Shen Lin.

– ¿Esta decocción es recomendable para sanar las enfermedades del pulmón?

– No es el pulmón lo que no funciona en el señor Ou -respondió lacónicamente el médico dirigiéndose de nuevo a la habitación.

Di se acercó hasta situarse a su altura.

– Entiendo que no es la primera vez que lo visita -dijo en un susurro.

– ¡Ah, no! El honorable prestamista es uno de mis pacientes más fieles. Es víctima de este tipo de crisis con cierta frecuencia. Hasta ahora mis remedios han surtido un efecto excelente.

Di se preguntó si era la tisana lo que le sentaba bien, o bastaba con la visita del médico.

– Le aterrorizan las enfermedades del pecho porque acabaron con la vida de sus padres. De modo que le hago creer que esto le cura. En realidad, la enfermedad está en otra parte -concluyó señalándose la cabeza.

Di empezaba a comprender el verdadero sentido de la visita. Dudaba que tuviese relación directa con la medicina.

– Trague -ordenó Shen alargando el cuenco a su cliente.

El señor Ou bebió su contenido y se dejó caer sobre el almohadón de cuero lavable. La tisana surtió efecto tan rápido que parecía un milagro. El color volvió a sus mejillas. El médico lo miraba con expresión maliciosa.

– Mil gracias, es usted un hombre muy hábil -exclamó Ou.

– ¡Ah, no! Su humilde servidor sabe bien que no es tan bueno. Me limito a aplicar los tratados compuestos por los antiguos, lo que no quita para que me sienta dichoso al luchar contra una enfermedad tan noble y haber devuelto la salud a un hombre cuya vida es tan valiosa.

El resucitado se incorporó para contemplar a su salvador. Al contrario que el rico prestamista, vestido con magníficas ropas de seda coloridas, Shen vestía un jubón raído que había perdido el color. A una palmada suya, los criados trajeron los más hermosos tejidos de su almacén y empezaron a vestir al viejo de arriba abajo.

– Y eso se lo regala a los pobres -dijo Ou empujando con el pie el montoncito de andrajos que el médico llevaba sobre sus hombros un momento antes.

Luego ordenó a sus hombres ayudar a su benefactor a servirse de la tienda. Podía llevarse dos objetos a su elección, sin importar el precio. La mirada del viejecillo se iluminó. Di quedó convencido de que el único propósito de su comedia era llegar a este momento.

Shen Lin hizo una reverencia a su cliente deseándole el hong hy fa toay, dicha y felicidad, bienes muebles e inmuebles. Una vez en el almacén, recorrió los estantes con gran atención. Parecía un niño en una juguetería. Di lo vio vacilar largo rato entre varios bibelots que no guardaban relación entre sí. Estaba claro que la razón le inclinaba a elegir una hermosa joya fácil de vender. Pero los instrumentos, los recipientes, los útiles le atraían de modo irresistible. Después de decidirse por un anillo cincelado, no pudo dejar de coger un enorme caldero perfecto para preparar la sopa de un regimiento. Choi Ki-Moon tuvo que ayudarle a cargar con el incongruente recipiente, y así salieron de la tienda a duras penas, cargados y ridículos.

Di llegó a la conclusión de que el método consistía en soltar un discurso incomprensible para explicar la presencia de una enfermedad, y luego curarla de la manera más tonta con una poción contra el dolor de barriga.

– La particularidad de las enfermedades imaginarias es que no podemos informar a los pacientes de que las sufren -dijo Shen Lin-. Este hombre cree que cuido sus pulmones, que son mi especialidad, cuando lo que trato son sus chifladuras.

El prestamista estaba tan convencido de que su salud dependía de la tisana, que había llegado a necesitarla. Bien podía apostarse que su relación con el médico era la única debilidad de un personaje tan autoritario como Ou.

– Le ayudo a conservar la salud, pero no porque ingiera mis pócimas -dijo Shen-. Ou es un hombre extraordinariamente duro con todo el mundo, familia, empleados y clientes, pero conmigo se muestra débil. Esto le permite restablecer el equilibrio de su yin y su yang. En realidad, ¡alguna que otra patada en el trasero también le ayudaría mucho!

En resumen, Shen Lin sacaba provecho de las angustias de este hipocondríaco para sufragar sus investigaciones. Sin duda había en ello cierta lógica en que el dinero de los falsos enfermos sirviera para aliviar a los auténticos.

No tardaron en llegar a la casa del barón de Pao-ting, de quien Di había oído hablar un poco antes. Privilegio de la nobleza, el lugar poseía una entrada directa a la calle, sin necesidad de pasar por el interior de la manzana de casas. Después de atravesar un portón rojo adornado con pesados herrajes, se llegaba a un patio al final del cual se alzaba un edificio de aspecto macizo de tres niveles. El extremo de los tejados estaba ligeramente realzado, según la nueva y costosa moda que sólo podían permitirse las más ricas familias. La planta baja estaba ocupada por las dependencias del servicio, cuyo interior quedaba a resguardo de miradas mediante anchos tabiques de madera trabajados en celosía. Se accedía al primer piso por tres escaleras paralelas. La del centro estaba flanqueada por dos enormes leones de piedra con las fauces abiertas. A las estancias de recibir se superponía un piso bajo que debía de albergar los dormitorios. Con sus crestas abuhardilladas terminadas en dragón de larga cola y sus arbustos recogidos en tiestos repartidos de manera artística, el conjunto ofrecía un espléndido aspecto, casi majestuoso.

Mientras esperaban en el patio principal, Shen confesó a Di que se trataba de un gran cortesano que se había visto obligado a retirarse de la Corte para cuidar de su salud. El mandarín reprimió una exclamación de sorpresa. Esas visitas lo llevaban directo a su investigación. ¿Y si el misterioso informador le había conducido por la pista correcta?

– ¿Es posible que su cliente padezca una de esas enfermedades que se contraen en las casas de citas? -preguntó.

– ¿Una enfermedad venérea? No, de ninguna manera. Mi cliente es tísico. Ésa es mi especialidad. No sólo me dedico a desplumar a imbéciles con la imaginación desatada, sabe.

Un criado vino a anunciar que el honorable Li Fuyan iba a recibirlos.

– ¿Li? -se sorprendió Di-. ¿Como la familia imperial?

– ¡Shist! -pidió Shen Lin-. No diga nada. Éste es un tema espinoso. El barón es hijo adulterino de un príncipe de sangre.

Atravesaron una larga fila de salas lujosamente amuebladas y adornadas con gusto, sin cruzarse con un alma viviente. A Di le sorprendió no ver toda una tropa de esclavos atareados. Shen explicó que los habían alejado de la casa por orden suya para que nadie estorbara al enfermo con ruidos.

– Hace algún tiempo, el barón me llamó para consultarme por su esposa, que no dejaba de toser. Era una simple bronquitis, y la curé sin problemas, algo que él me agradeció mucho. Sin embargo, él está mucho más grave.

Lo atendía desde hacía tres semanas, hecho que intrigó a Di. La tisis era una enfermedad larga. ¿Por qué nadie llamó al eminente especialista mucho antes?

– No todos los enfermos son como el prestamista al que acabamos de visitar. Hay quien prefiere no mirar la verdad de frente mientras puede. El barón es de éstos. Si me hubiese consultado antes, habría podido retrasar el avance de la enfermedad. Pero ahora… me temo que el desenlace está cerca.

En la antecámara los esperaba la esposa del barón. Su expresión fatigada y preocupada no desdecía su inusual belleza. Era una mujer entrada en carnes, de mejillas rellenas según el gusto de la época. Di observó que se había tomado la molestia de destacar la tez con un poco de colorete y que seguía depilándose las cejas para mantener el arco perfecto que acentuaba la profundidad de su mirada. La mujer explicó que su amado esposo había pasado una mala noche.