El paciente al que Di descubrió en la estancia contigua parecía, en efecto, hallarse en las últimas. Daba pena verlo, por lo que llegaba a adivinarse, pues yacía bajo una montaña de gruesos cobertores, destinados a hacerle sudar copiosamente.
– El método sudatorio -dedujo.
– Constantemente tiene frío, ya encendamos el fuego o no -explicó la dama.
Mientras el médico auscultaba al moribundo, Di lanzó un vistazo por la ventana. Se veía, abajo, un elegante jardín de piedras y espinos, todo lo que un hombre acaudalado podía regalarse en esta ciudad donde el espacio era un bien escaso.
Después de tomarle los diferentes pulsos en los cuatro miembros como había hecho en casa del prestamista, Shen Lin recomendó que continuara con el tratamiento, exhortó al tísico a recuperar la paz interior y salieron de la estancia.
– Sea valiente -dijo a la Primera Esposa-. Su sufrimiento no durará mucho.
La desdichada ahogó sus sollozos entre sus mangas.
– ¿Cuánto tiempo, exactamente? -preguntó un instante después.
Di pensó que la pregunta estaba fuera de lugar. De estar en la piel de la mujer, preferiría ignorar la fecha del desastre futuro. El médico no se inmutó. En lugar de esquivar la pregunta, respondió que probablemente todo habría terminado al día siguiente. Di creyó leer un rastro de alivio en las armoniosas facciones de la bella mujer. Se reprochó entonces su suspicacia: ¿acaso no tendría también él ganas de que todo terminara de una vez si hubiese tenido que acompañar durante semanas la agonía de una de sus queridas esposas?
Ya en la calle, Shen Lin los condujo al embarcadero del canal que atravesaba el barrio residencial.
– Tomaremos una barca. Mi próximo paciente vive algo lejos y temo fatigar a Su Excelencia.
Era una buena idea, sobre todo con el enorme caldero que el pobre Choi Ki-Moon continuaba arrastrando a dos manos por las asas. Enseguida estuvieron navegando, empujados por el remo del barquero, hasta la periferia de la ciudad. El lugar no tenía nada que ver con el coqueto paraje que habían dejado atrás. La muralla sur lanzaba una sombra permanente sobre las chozas de los alrededores. No era seguramente el lugar ideal para curar una enfermedad de pecho, aunque Di sabía perfectamente que en Chang'an existían chozas mucho más miserables donde se hacinaban mendigos y tullidos.
Shen Lin empujó la puerta tambaleante de una casita apretujada entre otras con el mismo aspecto astroso. Para sorpresa del mandarín, su única estancia se veía limpia y bien atendida. Una muchacha en funciones de criada estaba lavando las sábanas sucias en un barreño sin perder de vista la paella y tenía el agua en el fuego para la cena y los remedios.
– Me habían contado que atiende usted a un pordiosero -se sorprendió el viceministro.
– Así es. Cuando lo conocí, vivía en la calle. Fui yo quien lo instaló aquí. Su caso me interesa.
El enfermo, un hombre de edad indefinida, con el rostro chupado por la anemia y el dolor, yacía sobre el camastro. Al contrario que el barón, parecía encontrarse allí a regañadientes. Su tos era más espantosa que la del prestamista. Daba la impresión con cada tos de ir a entregar el alma.
– ¡Ah! ¡Viene a ver cómo la diño! -gritó con amargura cuando se acercaron.
– Claro que no -respondió Shen Lin con la primera sonrisa que el mandarín le vio desde que empezara el día-. Tu estado es tan bueno que te he traído visita.
Di y el coreano hicieron una reverencia ante el enfermo, que intentó en vano devolverles el saludo, y en vez de eso se derrumbó de espaldas con un nuevo ataque de tos que rompía el corazón.
– ¡Prometió aliviar mi sufrimiento! ¡Y ya lo ve, sufro como un condenado!
Di observó que el enfermo pobre no era tan fácil como el rico.
– Sí, lo prometí -confirmó Shen con voz impaciente, a medias para Di, a medias para sí mismo-. Por eso he venido hoy como cada día.
Le hizo algunas preguntas sobre sus necesidades, su apetito y su sueño. Di adivinó por su expresión que las respuestas no eran tranquilizadoras. El hombre tenía las mejillas demasiado rojas, los labios amarillos, síntomas que Shen Lin había presentado como los preocupantes síntomas de una tisis en su última fase.
– Evite toda preocupación -recomendó el médico- porque le afecta a los pulmones, es su órgano.
– ¡Ay! Ya no tengo mucho de qué alegrarme estando así -replicó el paciente.
El señor Shen lanzó una mirada a la joven criada.
– Ah, gracias por habérmela traído -dijo el enfermo-. Desgraciadamente, ya no estoy en condiciones de aprovecharla como habría hecho hace apenas dos meses.
Había en un rincón un montón de ánforas vacías. Di concluyó que Shen Lin no se limitaba a recetarle tisanas, sino que también saciaba su amor al vino. Le pareció que había visto ya todo lo que un médico podía llegar a ver en un año: un hombre que urdía sus propias enfermedades, un rico agonizando en medio del lujo y el amor conyugal, un miserable agonizando de la misma enfermedad en medio de la soledad y el alcoholismo.
Shen Lin volvió a preparar una infusión calmante, pero ahora en una dosis mucho más fuerte que la de Ou. Choi Ki-Moon enarcó las cejas cuando lo vio arrojar en el agua un gran puñado de semillas de color rojo intenso. Parecía preguntarse qué acabaría antes con el paciente, la enfermedad o el tratamiento.
Por desgracia, la pócima no tuvo sobre la tisis el maravilloso resultado que había tenido sobre el prestamista. Al contrario, lo dejó aturdido, cosa que seguramente mitigaba sus crisis. Shen Lin recomendó a la muchacha que volviera a darle otra si el dolor no remitía. Le entregó una segunda dosis, a preparar cuatro veces al día, prohibiéndole formalmente a la chica ingerir cualquiera de las dos. Di adivinó por qué: el organismo de la criada no se había ido acostumbrando poco a poco a tales remedios y habría dejado la vida.
El señor Shen extrajo por último de su bolsa un papel bermellón que contenía unos rectángulos planos, rojizos y traslúcidos. Era una especie de gelatina aromatizada con almizcle, a base de piel de asno salvaje de Zhang-dong-zing-dai, un remedio saludable en caso de inflamaciones respiratorias.
No se entretuvieron más y dejaron al enfermo semiconsciente tendido en su estera.
Una vez en la calle, Choi Ki-Moon comentó que con un calmante como ése el pobre desdichado no duraría mucho. Shen Lin tenía el aspecto de un anciano que había pasado su vida luchando contra una fiera a la que ninguna flecha podía alcanzar.
– ¿Por qué parece tan decepcionado, maestro? -preguntó el coreano.
– Tanto ver morir a la gente… Practicamos la medicina para sanarlos o garantizarles una buena salud, pero en realidad pasamos mucho tiempo viéndolos morir.
Di no ignoraba que el ideal médico consistía en tratar a personas en buena salud para impedir que cayeran enfermas. Pero no era eso precisamente lo que había visto a lo largo del día.
– ¿Por qué pierde su tiempo con un moribundo? -no pudo reprimir la pregunta.
Shen Lin lanzó un profundo suspiro.
– Antes de conocerme, iba directo a una muerte mucho más dolorosa. Sé que mis colegas aborrecen las causas perdidas. A mí no me asustan.
Di adivinó la lógica que había guiado la vida de este idealista, hasta arrojarlo en las redes de la policía imperial. Estuvo convencido de hallarse en presencia de un bienaventurado. Ignoraba aún que la santidad podía llevar tanto al crimen como a las más hermosas acciones.
7
Una viuda detiene a un ejército con las manos desnudas; un pariente del emperador desaparece de los anales.
Al despertar, Di encontró una nota de Shen Lin junto al arroz del desayuno. El médico lamentaba no poder ocuparse de él ese día: sus dos pacientes del día anterior, el barón y el mendigo, habían fallecido durante la noche. Tenía que asistir a las honras fúnebres de uno y organizar la inhumación del otro, que no tenía parientes.