– Mala época para los tuberculosos -murmuró Di para su coleto mientras un criado retiraba las tapas de los cuencos que contenían las verduras hervidas, las galletas de trigo y el cerdo caramelizado de su desayuno.
Di seguía admirado del coraje demostrado por el generoso letrado. Sin embargo, ¿qué podía un hombre, por sabio que fuera, contra el veredicto del Cielo? Él mismo había podido constatar un sinfín de veces que no se podía trastocar un destino funesto. Conforme ganaba años, más le ayudaba la sabiduría de Confucio a soportar las injusticias del destino.
Di no olvidaba que el barón de Pao-ting estaba en su lista de sospechosos. Se imponía hacer una visita de pésame. Ordenó a sus lacayos que sacaran de sus cofres el traje adecuado y se predispuso a esperar que su investigación acabara por sí sola con la desaparición del principal interesado.
Momentos después, vestido con un traje blanco bordado con hilo de plata, tocado con un sombrero negro de gasa almidonada que se alzaba en punta por encima del cabello recogido en un moño, ordenó a sus porteadores que lo condujeran hasta el barrio de la Gloria Luminosa.
Encontró allí un gentío delante de la casa señorial. Di creyó que acudían a rendir el último homenaje al ilustre difunto y reconfortar a su viuda.
– ¡Entregue el dinero! -gritó un hombre gordo con gran nerviosismo señalando hacia el portón rojo.
Éste no era el ambiente de recogimiento que solía anteceder a los funerales. Se enteró de que muchos vendedores ignoraban que su cliente estaba enfermo y la noticia de su muerte, que los pregoneros habían hecho circular como era costumbre al tratarse de un noble de elevado rango, los había tomado por sorpresa. Todos los que tenían intereses en su casa acudieron presurosos a averiguar qué quedaba de su inversión. El encolerizado hombretón del puño en alto esperaba que le abonaran el suntuoso mobiliario que Di había admirado en su anterior visita. Otros deseaban recuperar las estampas, las lámparas y hasta las alfombras que cubrían el suelo.
Saltaba a la vista que el barón, como muchos asiduos de la Corte, no gozaba de una reputación sin tacha. El crédito del que se beneficiaba mientras frecuentó las altas esferas se había desvanecido con su último suspiro. Algunos hablaban sin rodeos de estafa. Al poco empezó a circular entre la multitud el rumor de que el deudor tenía interés en pasar por muerto para no pagar sus deudas, cuyo montante crecía con cada vendedor que llegaba.
Iba a ser difícil hacer la visita de pésame que el mandarín había previsto, pues era imposible acercarse al portón por la aglomeración provocada por los descontentos, y la puerta seguía obstinadamente cerrada. Ni los criados ni la viuda debían de tener ganas de enfrentarse a una masa de pedigüeños encolerizados. A Di no le costó imaginárselos, reunidos en el centro del patio, armados de escobas y cacerolas, con la mirada clavada en la pared que vibraba por los golpes enfurecidos de los acreedores.
Di se disponía ya a enviar a buscar a la soldadesca al puesto más cercano cuando un crujido espantoso tapó el clamor de los amotinados. Éstos, a fuerza de golpes, acababan de derribar el hermoso portón de color rojo intenso, cuyas planchas sobresalían ahora lastimosamente partidas por la mitad. Ya no era el momento de llamar a la fuerza pública. La madera saltó en astillas dando vía libre a los más enardecidos vendedores, que sin duda eran los que más riesgo corrían de quedar desplumados en este desastre.
Di siguió el movimiento -le habría sido difícil hacer otra cosa, pues la corriente humana lo arrastró por la brecha abierta-. Protestando enérgicamente por ese ataque a su dignidad envió a todo el mundo los rayos fulmíneos de la justicia, palabras que nadie oyó entre los gritos que llovían de todas partes y en vano repartió algunos golpes con su abanico sobre las cabezas que tenía más cerca. Cuando ya se resignaba a descubrir los cuerpos en pedazos de los habitantes, la marea humana se detuvo de pronto a medio camino del pabellón principal. Como Di era de buena estatura y sus compañeros de motín no llevaban gorros tan imponentes como el suyo, irguiéndose sobre la punta de sus botines, logró distinguir qué era lo que había detenido a los enfurecidos asaltantes de la primera fila.
En lo alto de la monumental escalinata esperaba la viuda, vestida de luto blanco. Llevaba la espesa melena dividida en dos masas negras a ambos lados de la cabeza, retenidas por seis largas pinzas de marfil. La sencillez que las circunstancias exigían no sólo no disminuía nada su espléndida belleza, sino que por el contrario la subrayaba. Su cara era de una palidez perfecta. A esta distancia, Di no podía ver con claridad si la blancura aristocrática de su tez estaba realzada por el cansancio de las noches de insomnio o por una capa de polvos de arroz. El efecto, en cualquier caso, estaba muy conseguido. Los acreedores quedaron paralizados, el clamor cesó, contemplando a la divina aparición que los obligaba a alzar los ojos, como un grupo de fieles ante una deidad suspendida a medio camino de la tierra y el cielo.
Detrás de la dama había un solo criado, el mismo que recibió a Di y a los médicos la noche anterior. Tal y como el mandarín se había figurado, estaba con los dedos crispados aferrando el mango de un instrumento irrisorio que seguramente servía para escurrir los tallarines. La mirada tranquila y decidida de su patrona era a todas luces un arma más eficaz contra los alzamientos populares. Di habría supuesto que, muerto el señor, el resto de la servidumbre se reintegraría a sus puestos. Probablemente no habían tenido tiempo de llamarlos, una verdadera lástima, teniendo en cuenta los acontecimientos.
La silueta inmaculada que los miraba fijamente juntó las manos en un saludo respetuoso, que acompañó de una flexión del busto, como habría hecho ante la visita de un personaje del rango más elevado. Luego abrió los brazos en señal de bienvenida y declaró que los augustos visitantes la honraban al brindarle su apoyo en horas tan tristes. Se hizo a un lado y con una nueva inclinación, invitó a los comerciantes a entrar en su hogar. Los más audaces vacilaron en poner un pie en el primer escalón. Lentamente, se decidieron a subir la escalinata, fascinados por la forma blanca que los esperaba.
El criado dejó el colador en el primer mueble que encontró y los guió a través de una serie de suntuosas habitaciones hasta un salón cuyos ventanales abrían sobre el jardín de piedras. En medio, sobre una larga mesa cubierta con un paño escarlata, yacía el cuerpo del barón de Pao-ting, al que la muerte había traído por fin el descanso. Di observó que habían utilizado maquillaje para borrar el tinte amarillento de la cara. Se imaginó a la viuda bañada en lágrimas, en mitad de la noche, extendiendo el polvo sobre su esposo difunto a la luz de una lámpara de papel traslúcido, con lentos gestos mediante los cuales se expresaba por última vez la tierna complicidad que los unía.
La presencia del cadáver vestido con sus más hermosas galas, los emblemas de la religión dispuestos a sus pies y a su cabeza, y el humo del incienso recordaron irresistiblemente a los intrusos las costumbres milenarias de la sociedad china. Tácitamente, acordaron posponer sus pleitos para otro día y sin decir palabra contemplaron el triste espectáculo.
La joven viuda rompió el silencio con una voz de timbre muy dulce en la que se adivinaba una nota de aflicción.
– El último pensamiento de mi noble esposo ha sido para el estado de sus negocios. Le obsesionaba dejar a sus acreedores insatisfechos. No ha querido irse dejándolos en la incertidumbre del pago de lo que les debía. Por ello me ha hecho jurar que reembolsaría hasta la última sapeque. Y no duden que haré un deber respetar este juramento.
Estas palabras terminaron de desarmar a los proveedores. Se pusieron en cola para transmitir a la joven su compasión y recitaron algunas oraciones ante el cuerpo del difunto. E incluso dejaron algunas monedas a sus pies para que el espíritu del fallecido no careciera de nada en su camino hacia las moradas celestes. El grupo de vendedores descontentos estaba ahora dispuesto a llamar santo al gran cortesano que había tenido la bondad de pensar en su suerte antes que en la propia en sus instantes finales.