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Cuando terminó el desfile delante del cuerpo, cuya barba disimulaba con dificultad las mejillas hundidas y el colorete cubría a duras penas la tez lívida, se marcharon con expresión compungida, meditando sobre la fragilidad de la existencia y de los préstamos que parecían no entrañar riesgos.

Di abandonó con ellos la residencia. Delante del portón derribado encontró a varios ricos comerciantes discutiendo y se confundió entre ellos para ver qué podía averiguar. Lo que oyó le permitió comprender mejor la escena a la que acababa de asistir.

El barón vivía a crédito desde hacía meses. Había puesto en pie una oficina de finanzas gracias a la cual explotaba su posición en la Corte. Se trataba de prestar fondos a los cortesanos, sus amigos. Como no disponía de recursos propios, había ido a buscarlos entre quienes sí los tenían: los prestamistas y comerciantes de la capital, siempre al acecho de una inversión segura. La principal garantía consistía en el crédito que le daba su trato con Su Majestad y sus allegados. Éstos disponían de numerosas oportunidades de reembolsarlos: una guerra en las fronteras acompañada de saqueos o del reparto de tierras nuevas, la concesión de un monopolio o hasta la divulgación antes de tiempo de algún secreto de Estado. Li Fuyan había descubierto un maravilloso filón, sus clientes se habían arrojado en él con el mismo ímpetu con que esa mañana derribaron el portón.

Di se enteró con sorpresa que el barón, además de ser un cortesano asiduo e hijo natural de la familia reinante, tuvo una tercera vida como banquero. Era fácil entender por qué su muerte suponía una amenaza para quienes le habían proporcionado los adelantos. Pero nada de esto era de su incumbencia. A falta de un acuerdo amistoso, la justicia se encargaría de repartir sus bienes entre los acreedores. En cuanto a su viuda, su hermosura le ayudaría a encontrar pronto otro marido que la ayudara a sobrellevar su tristeza.

***

Di hizo un salto al gongbu. Allí aprovechó para ratificar algunos informes urgentes que sus secretarios se habían ocupado de resolver. Era innegable que su departamento había progresado en eficacia desde que sus nuevas ocupaciones lo mantenían lejos. Además, los incidentes de la mañana tenían más ocupada su mente que esos fastidiosos problemas de recursos naturales que le hacían firmar con su sello personal. Entre dos firmas de mera formalidad, envió a un secretario a informarse de la fecha de los funerales. Al poco, su secretario volvió a inclinarse del otro lado de la pila de rollos en instancia que se amontonaban sobre la mesa.

– Sus humildes esclavos cumplirán el deber de personarse en casa del augusto barón de Pao-ting tan pronto Su Excelencia tenga la bondad de indicarles la dirección.

Di iba a responder que residía en el barrio de la Gloria Luminosa cuando una duda le asaltó. ¿Por qué sus empleados no habían sencillamente consultado el registro de las familias de la Ciudad Prohibida, donde figuraban todos los autorizados a entrar en palacio?

– Al señor Li Fuyan seguramente lo conoce todo el mundo aquí -respondió.

Su secretario se inclinó un poco más.

– Que Su Excelencia perdone la crasa ignorancia de su muy humilde servidor. Para mi vergüenza, confieso que es la primera vez que oigo ese nombre.

La duda que acababa de nacer en la mente del mandarín se trocó en una nube oscura que amenazaba con oscurecer el cielo de su felicidad. Se levantó de golpe y salió de su despacho, abandonando a sus pasantes, sus ríos indomables y sus convoyes de troncos para dirigirse directamente al local donde trabajaba la verdadera llave maestra del departamento, el primer consejero Lu. Este personaje jorobado era a su entender el único hombre entre esas paredes capaz de decir dónde se encontraba un informe sobre un oquedal minúsculo, redactado diez años antes y archivado en el estante más alto. El señor Lu saludó con respeto a su viceministro cuando éste entró en tromba en el humilde reducto desde donde había visto sucederse a los quince últimos titulares del cargo. Di le anunció de buenas a primeras el motivo que lo traía: preguntarle si conocía a Li Fuyan, barón de Pao-ting, pariente por la mano izquierda de la casa imperial. Tras rebuscar durante unos segundos de memoria en los mil quinientos expedientes perfectamente ordenados, Lu respondió que no bastaba con ser hijo bastardo de un príncipe de sangre para tener acceso a la Corte.

La duda tomó en la mente de Di las dimensiones del monte Liangshan. Plantó al consejero Lu antes de que éste tuviera tiempo de decirle nada sobre los diques que había que edificar sobre el río Li. El mandarín reclutó a los tres o cuatro funcionarios con que se cruzó por los pasillos y escapó en dirección al Colegio de los Analistas.

El organismo encargado de registrar los hechos y gestas del soberano, así como el conjunto de acontecimientos que tenían lugar en la vida del país, ocupaba el pabellón más cercano al recinto reservado al emperador. Di se felicitó por llevar consigo a algunos subalternos: la presencia de una comitiva siempre causaba buena impresión. Los envió a negociar con los ujieres una entrevista inmediata con el historiógrafo en jefe.

Unos minutos más tarde, se hallaba en presencia del jefe de protocolo y buenas costumbres.

– Su Excelencia me honra -le aseguró el gran analista, pese a que nada era más contrario a la buena educación que una visita de improviso-. Precisamente me preguntaba cómo marchaba la explotación de nuestros bosques en Tsinghai.

Di respondió que inmejorablemente, aunque jamás había puesto un pie en Tsinghai y apenas sabía que allá crecieran árboles.

– Deseo informar oficialmente a la Corte del fallecimiento del barón de Pao-ting -declaró.

No logró discernir la menor expresión que le ayudara a adivinar los pensamientos de su interlocutor.

– Me deja desconsolado. ¿Es algún amigo de Su Excelencia?

Di enarcó las cejas. Explicó que el barón, con vínculos con los Li por las concubinas, había sido asiduo del Hijo del Cielo. El historiógrafo sacudió la cabeza en un gesto que no admitía réplica.

– De ninguna manera.

Di se preguntó si el barón no había sido víctima, al final de sus días, del ostracismo general que afectaba a los parientes del emperador desde que la emperatriz gobernaba en su nombre.

– Sé que los príncipes del clan Li ya no son bien recibidos en palacio… -dijo, cuando encontró la frase más anodina posible.

El historiador conservó su amable sonrisa.

– Su Excelencia me permitirá que no le siga en sus suposiciones sobre quiénes son o no admitidos en el entorno de Sus Majestades. Me limitaré a afirmar con toda modestia que conozco de memoria la lista de las ramificaciones de la familia imperial, en línea directa o no, y que la baronía de Pao-ting no forma parte de ella.

Cuando Di insistió, rebasando los límites impuestos por la cortesía, su anfitrión mandó traer una de las numerosas cajas donde guardaban sus archivos. Su expresión empezaba a traicionar cierta irritación al ver que alguien ponía en duda sus conocimientos. Rebuscó durante unos instantes entre los rollos y terminó levantando la nariz, con una sonrisa en los labios, encantado de poder darle la puntilla. No existía ningún barón Li Fuyan. Y todavía menos entre los bastardos oficiales del linaje imperial, que nunca olvidaban hacerse registrar y cobrar su pensión. La localidad de Pao-ting no figuraba siquiera en los registros de la nobleza titular. El chambelán volvió a dejar la caja con las demás con cuidado de no mezclarlas. Luego volvió a sentarse frente al viceministro, cuyos ojos lo miraban extrañamente fijos.