– ¡Ah! ¡Renazco! -exclamó desperezándose como si despertara de un largo sueño.
Saltó del sillón, abandonó el gabinete y atravesando los pasillos del gongbu, salió en busca de cualquier acontecimiento que le permitiera prolongar ese estado de felicidad. Los escribas de la primera planta fueron los primeros en pagar su exaltación. De nada sirvió que le repitieran una y otra vez que estaban copiando las cuentas enviadas por los leñadores de las provincias del este, pues él se puso a manosear los legajos de documentos en busca de casos criminales interesantes. Luego se dirigió a los corredores, y los recorrió uno tras otro con mirada inquisitiva y el ceño fruncido con aires de sospecha, perseguido por sus subordinados, que cargaban con un buen montón de expedientes.
– ¡Los troncos de Hubei aún no han sido entregados! -se lamentó uno de ellos, blandiendo un rollo del que colgaba un sello prefectoral con el motivo del dragón rugiente.
– ¡Seguro que es porque el gobernador está demasiado ocupado escondiendo el asesinato de su predecesor, al que habrá hecho enterrar en el monte! -respondió el mandarín antes de estallar en una carcajada sardónica.
– ¡Su Excelencia debe ratificar imperiosamente el informe sobre las plantaciones de Hunan! -imploró otro.
– ¡Los mástiles del Gansu esperan el visto bueno de Su Excelencia para ser entregados a los astilleros navales del sur! -apostilló un tercero, sin atreverse a imaginar los insultos del Ministerio de la Guerra si por su culpa se retrasaba la renovación de la flota.
Di tenía la impresión de que los mil demonios de los infiernos taoístas lo perseguían. Incapaz de concentrarse en las preocupaciones vulgares que le imponía su alto cargo, regresó a su despacho, cerrando la puerta a su espalda con tal fuerza que a punto estuvo de hacer saltar las bonitas incrustaciones de marfil.
Su mirada se detuvo en el cofre de cuero gastado y agrietado que los criados habían intentado hacer desaparecer en un rincón de la estancia, porque afeaba la elegante armonía del conjunto. Se acercó como a un altar sagrado y lo abrió con un placer que a punto estuvo de hacerle reír. Dentro se encontraba el material imprescindible para todo buen investigador, reunido a lo largo de su carrera. Había mandado traerlo a su despacho el primer día, cuando aún se hacía ilusiones sobre la naturaleza del trabajo que se esperaba de él. No le iba a ser inútil, después de todo.
Instantes más tarde, un ujier muy alto, de barba negra medio escondida bajo su túnica de tonos apagados, salía sigiloso del gabinete procurando no llamar la atención. Di había tomado la precaución tan pronto entró en funciones de localizar la salida menos utilizada, como hacía cada vez que se instalaba en un nuevo yamen. [3] Asegurarse de que podría entrar y salir con discreción era imprescindible para llevar a cabo sus investigaciones con eficacia; en lugares como éste era incluso cuestión de supervivencia.
Cuando sus botas pisaron el suelo embaldosado de la explanada ministerial se sentía casi como un preso en plena fuga. Se apresuró a cruzar, confundido entre otros sirvientes, una de las puertas de la muralla reservadas al servicio. Del otro lado se alzaba el edificio sede de la Corte de Justicia de Chang'an. ¿Qué mejor lugar para aprovechar su reconquistada libertad? El lugar lo atraía como un farol. Sus largas columnas de madera roja, entre las cuales colgaban banderolas donde podían leerse las principales leyes de seguridad pública, tenían más fuerza de atracción para Di que la más espléndida pagoda.
Se mezcló con el gentío reunido para asistir a las audiencias y se coló en el interior encorvando la espalda para que nadie lo reconociera. Una vez en el vestíbulo, abordó a un guardia al que preguntó qué caso se estaba tratando. Iban a juzgar el caso de un acaudalado médico cuya esposa había muerto en extrañas circunstancias. La familia de la mujer había reclamado justicia y Su Excelencia Wei Xiaqing iba a pedir un careo entre las partes. Ay, ése era el tipo de casos que a Di le habría entusiasmado juzgar en los tiempos en que su vida aún tenía sentido. Se apresuró a entrar para no perderse la recapitulación de los hechos.
Los esbirros acababan de introducir al acusado: 38 años, y la dignidad de su porte dejaba entrever que no se trataba de un pelagatos. De raíces coreanas por parte de padre, Choi Ki-Moon había tomado esposa en un clan implantado en la capital. Aunque afirmaba que ninguna nube ensombrecía su unión, la familia política contaba algo muy distinto. Sus cuñados lo acusaban de haberse cansado de su hermana, a la que no podía repudiar de ningún modo por pertenecer a una familia muy influyente, así que se había librado de ella gracias a su perfecto conocimiento de toda suerte de remedios. El médico se defendió de estos asertos con el aplomo de un hombre acostumbrado a realizar diagnósticos.
– Mi esposa estaba aquejada de una tristeza permanente cuya causa era un grave desequilibrio del yin al nivel del bazo. El día de su muerte había ingerido una pócima que le compró a un charlatán y no sobrevivió. Cuando regresé a casa, su cuerpo ya estaba frío y nada pude hacer.
Su magnífico aplomo se quebró con este recuerdo. Se interrumpió y ahogó un sollozo entre sus largas mangas. El juez, en lo alto del estrado, aprovechó para echar un vistazo al informe redactado por el forense. Aunque era indudable que había ingerido una sustancia tóxica, resultaba imposible, en cambio, determinar si la difunta lo había hecho a la fuerza o por propia voluntad. Aunque los cuñados se emperrasen en repetir que el médico había envenenado a su hermana para darse a la buena vida con mujeres de vida alegre, no había prueba. Además, el acusado gozaba de la recomendación de los encumbrados personajes a los que había atendido. Era un hombre conocido, no se lo podía condenar a la ligera.
Di, adivinando un sobreseimiento del caso, se acercó a uno de los escribas, le mostró el sello del Departamento de Aguas y Bosques y cogió un pincel para redactar algunas palabras dirigidas al magistrado. Éste se inclinó sobre el pasante para escuchar qué le decía.
– Hay en la sala un ujier que pide le entregue este pliego -dijo el hombre señalando al público con gesto vago.
En una esquina del pergamino, el juez Wei leyó una pregunta que le pedían tuviera la bondad de plantearle al acusado. Lo habría tomado por una broma de mal gusto si el mensaje no estuviese firmado por el juez Di Yen-tsie, título con el que nadie se habría atrevido nunca a bromear. Dedujo que algún alto funcionario se había jurado hundir a este médico. Como las carreras en la capital no se construían vejando a los poderosos, decidió hacer caso de esta sugerencia inesperada.
– Dígame, señor Choi. ¿Cómo es que su esposa fue a pedirle un remedio a un charlatán en lugar de a usted, que es maestro en la materia?
El hecho era efectivamente llamativo. El médico, que ya se disponía a abandonar triunfante la sala, quedó defraudado al ver que el juez se empeñaba en buscar la aguja en el pajar… una opinión que el magistrado compartía.
– Su Excelencia me obliga a mencionar un tema embarazoso… -respondió el acusado con voz vacilante-. Tiene razón en que es incomprensible. He pensado mucho en ello. Mi conclusión es que ella padecía de cierta dolencia y que prefería que yo no estuviese enterado.
El señor Choi calló, incapaz de dar más detalles. El juez había entendido perfectamente la alusión. Su esposa esperaba un acontecimiento que podría haber sido feliz si hubiese compartido cama con su marido. En caso contrario, importaba hacer desaparecer las huellas de una falta que le habría acarreado grandes problemas.
Di suspiró. Este médico tenía respuesta para todo. Pero aún no había terminado con él.
Cuando Wei Xiaqing, que acababa de golpear la mesa con su martillo para pedir silencio, abrió la boca para decretar el abandono de las diligencias, vio a un ujier muy alto de pie en medio de la sala haciendo «no» con el dedo. El magistrado notó cómo una oleada de ira le enrojecía las mejillas. Tenía la impresión de estar pasando por segunda vez su examen de letrado. Con cincuenta años bien cumplidos, era una impresión de lo más desagradable.