Lo que descubrió le hizo lamentar que no hubiera una encerrona. Viejos papeles, ropa sin valor, pequeños objetos caídos a causa de una fuga precipitada salpicaban el embaldosado. El viento que barría esos vestigios a la vez que las hojas muertas confería al espectáculo un aspecto lamentable. Di subió la escalera de honor que llevaba a los aposentos de recepción antes engalanados. Aún se distinguían sobre los tabiques las marcas del revestimiento de madera ornamental y la huella de los muebles. Ya no quedaba una sola alfombra sobre el suelo, ni jarros de porcelana esmaltada, ni teteras sobre braseros de cerámica. El difunto no era el único que había abandonado el lugar: el mobiliario al completo lo había seguido. Se podía apostar sobre seguro a que el resto de su fortuna había tomado el mismo camino.
Di recorrió la casa, convertida en un cascarón vacío. Las rocas del jardín de piedras velaban sobre un despojamiento que tenía en el suelo de arena cuidadosamente rastrillado su expresión perfecta. El único criado había huido, espantado sin duda por la irrupción del mandarín una hora antes. Éste se encontraba ahora en medio de un desierto donde lo único visible era su fracaso.
Una llamada atrajo su atención del lado de las escaleras.
– ¡Señor! ¡Hay alguien! -le susurraron con voz ahogada.
Uno de sus porteadores, desde el rellano le hacía señas para que se acercara. Llegado al parapeto, Di pudo ver cerca del portón a un hombre de formas orondas, suntuosamente ataviado con una capa forrada de marta cibelina de la que sobresalía el bajo de un traje bordado. El intruso dio unos pasos por el patio sin prestar atención a los esclavos congregados al pie de la escalera. Varios criados de primera aparecieron tras sus pasos. Uno de ellos iba anotando en un escritorio portátil las observaciones que se le ocurrían a su señor a la vista del extraño decorado por el que paseaban. Como los porteadores miraban a Di inquisitivamente, éste señaló a los recién llegados con un gesto sin ambigüedades. Sus hombres se creyeron ascendidos al grado de auxiliares de policía y fueron a echar el guante sobre los extraños y lucharon por arrastrar al más corpulento hacia la casa.
– ¡Cómo! -protestó éste, con expresión ultrajada-. ¿Quién molesta a Su Excelencia Ming, subjefe de cobros del barrio sur, funcionario de tercer rango y segundo grado?
Di se temió haber cometido otra pifia. Hizo un gesto para que soltaran a su presa. El tono empleado por Ming era el típico de los empleados en las finanzas imperiales, aunque hasta la fecha Di desconocía que se gratificara a esos destajistas con un título de tercer grado y el título de Excelencia. Consideró llegado el momento de presentarse y se disculpó por un error fruto de la diligencia con que sus esclavos se empeñaban en servirlo. Su cargo de viceministro fue el único detalle de su discurso que retuvo el subintendente de finanzas. Condescendió en sosegarse, e incluso dedicó al mandarín un saludo escrupulosamente calculado para no resultar ni más ni menos obsequioso que el de su interlocutor. Los dos funcionarios dieron algunos pasos por el interior de la casa, mientras los escribas continuaban anotando lo que el desolador paisaje les inspiraba.
El señor Ming explicó que acababa de adquirir la residencia para convertirla en su nuevo domicilio. Di dedujo que era más fácil enriquecerse en la subdirección de cobros del barrio sur que en la gestión de aguas y bosques de todo el imperio. El señor Ming constató complacido que el ocupante que lo había precedido había despejado el lugar de muebles. Él había comprado las paredes tres semanas antes, al cabo de una transacción rápida que le había resultado bastante ventajosa, aunque no había comprendido por qué un hombre enfermo podía necesitar con tanta urgencia una suma semejante. Se convino entonces que el local quedaría libre antes del fin del mes lunar, lo cual equivalía de algún modo a incluir la muerte inminente del barón en el contrato.
Era evidente que todo había sido minuciosamente organizado para expoliar a los proveedores. Se había rascado el cordero hasta dejarlo en el hueso.
– ¿Qué pasa aquí? -dijo una voz desde el rellano.
Shen Lin acababa de llegar a lo alto de la escalera. Dirigió una mirada incrédula a los ocho porteadores sentados en los escalones en medio de las huellas del desalojo y se entretuvo en el opulento recaudador rodeado de sus contables. Miró luego al viceministro vestido de luto y se detuvo en la pared que tenía enfrente, ya sin los delicados ejemplos de caligrafía que esa misma mañana aún la adornaban.
– ¿Dónde está la dama de Pao-ting? -continuó-. ¿Qué ha sucedido con los muebles?
– Los muebles seguramente volverá a verlos en los anticuarios de la vecindad -respondió Di-. En cuanto a la viuda, será menos fácil dar con ella, me temo.
El rostro del viejo médico se descompuso. Miró al gordo encapuchado de marta cibelina que seguía recorriendo la estancia con gesto satisfecho, con cinco chupatintas pisándole los talones.
– ¡Señor, eso no es posible! -exclamó.
– ¿Por qué? ¿Se han ido sin pagarle sus honorarios? Entonces, me temo que tendrá que renunciar a ellos. El trato con pacientes pobres procura menos desilusiones en este aspecto.
Shen Lin no conseguía sobreponerse al disgusto. Cualquiera creería que su propia familia se había volatilizado sin avisar. No era, por otro lado, la única sorpresa del día.
– Su Excelencia tenía razón -anunció-, es mi protegido el que iban a inhumar en lugar del barón.
– Voy a hacer que lo encarcelen hasta que me haya dado una explicación por este cambiazo -manifestó Di.
Descubrió que los ojos del anciano médico no habían alcanzado aún los límites de su capacidad de abrirse. De golpe parecían dos canicas enormes.
– ¡Es imposible, señor! ¡Me debo a mis enfermos! ¡Mil obligaciones urgentes me reclaman!
– Sí, sí, lo sé -repuso Di-: todas esas enfermedades de la humanidad que usted se dedica a aliviar, todos esos pordioseros a los que atiende con tanta entrega para introducirlos luego en el ataúd de los ricos.
El anciano hizo un esfuerzo para hincarse de rodillas ante el mandarín, lo cual no era fácil, pues tenía los miembros rígidos. Normalmente, en el tribunal Di habría hecho una señal a los guardias para que ayudaran a las personas ancianas o las dispensaran de esta formalidad, pero en esta ocasión hallaba cierto placer en dejar sufrir un poco al sabio por ver si así calibraba las consecuencias de sus actos.
– Suplico a Su Excelencia que perdone mi error, que sólo se explica por mi ingenuidad. Mi ignorancia del corazón de los hombres me empujó a aceptar un pacto que ahora se vuelve contra mí.
Escondió la cara entre sus manos para ocultar la expresión de vergüenza. Sus hombros se agitaron con un ligero temblor. Conmovido al ver a ese abuelo sollozar en su presencia, Di decidió abreviar la humillación.
– Creo haber comprendido qué ha pasado -dijo-. El barón le llamó para que curara a su esposa, ¿no?
El anciano médico asintió con un movimiento de cabeza. Di continuó su razonamiento.
– Supongo que le hicieron venir porque ella tosía. Como parece que ahora goza de perfecta salud, debió de tratarse de una afección benigna, que usted curó sin mayor problema. Después de darle las gracias y remunerarle espléndidamente, Li Fuyan le explicó que estaba en apuros con la Corte y le propuso que lo ayudara a desaparecer. A cambio de una suma considerable, se trataba de encontrar a algún moribundo y hacerlo pasar por él. A usted le fue fácil encontrar en los bajos fondos de esta ciudad a un pobre infeliz al que instaló en un lugar discreto.