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Shen Lin aprobó con un movimiento de la barbilla.

– El barón quedó muy descontento al ver que las cosas se demoraban tres semanas -explicó-. Yo no pude evitar tratar a este hombre, así que la cosa se alargó más tiempo del previsto.

– Cuando por fin su paciente se dignó entregar su alma, usted lo trasladó hasta aquí con ayuda del criado. La compañera de su cómplice lo maquilló de modo que se pareciera al barón. Una vez los proveedores estafados dieron constancia del fallecimiento, se despacharon los funerales y usted ha venido a buscar el pago a su embrollo… para descubrir que también le han estafado a usted.

El médico sacudió la cabeza con gesto triste.

– No es usted el único que recoge indicios para ofrecer un diagnóstico -dijo Di-. Usted persigue y acorrala enfermedades y yo delincuentes.

Juzgó inútil añadir que se había dejado engañar hasta el punto de hacer el ridículo delante del gran analista. Los interrumpió el recaudador gordinflón, que miraba sorprendido al anciano hincado de rodillas en medio del polvo del salón.

– Ruego a Su Excelencia que me perdone, pero mi patio está invadido de indeseables que pretenden colarse en mi nuevo domicilio y la están tomando con mi personal.

Desde el rellano, Di vio al grupo de vendedores de regreso. Se quejaban a los nuevos ocupantes, bastante molestos por la continua riada de intrusos. Di consideró urgente pronunciar un breve discurso para restablecer el orden. Mandó a los escribas de Ming que instalaran junto a la entrada una mesa de reclamaciones, donde empezaron a anotar los nombres e identidad de los demandantes y el importe de las sumas estafadas.

Atraídos por la agitación, al fin apareció un grupo de soldados. Di les confió al médico Shen. Luego, prescindiendo del palanquín, abandonó la casa a pie para volver al gongbu.

Convenía rastrear con urgencia todos y cada uno de los albergues en busca de una pareja de viajeros de clase acomodada, aunque estaba convencido de que eran demasiado astutos para dejarse atrapar fácilmente. ¿Dónde podían estar escondidos los dos timadores? Estaba enfadado consigo mismo. Todo este jaleo podría haberse evitado si se hubiese olido la jugarreta mucho antes. Para calmar su conciencia humillada, se retó a llevar a los fuguistas delante de la justicia, aunque tuviera que arrastrar sus botas por el polvo de los tugurios de peor fama. La palabra «imbécil» escrita con cal brillaba siniestra en la pantalla oscura de sus pensamientos.

Mientras cruzaba la avenida que bordeaba el barrio, un crío en harapos se acercó corriendo a él para entregarle una varita lisa.

«El hombre que anda buscando se esconde en el albergue del Cisne Feliz», estaba escrito con una caligrafía fina y precisa. Di miró a su alrededor. Gente atareada. Nadie lo estaba espiando. El pequeño mensajero hizo el gesto de marcharse. Di lo retuvo por el cuello.

– ¿Quién te ha dado esto? ¿Un hombre al que tú conoces?

El niño se volvió y señaló un punto a lo lejos sin que el mandarín alcanzara a ver nada concreto.

– Un hombre, no -le corrigió el chico-. Una dama con abanico. No le he visto la cara. Me ha dado cinco sapeques para que entregue su nota. ¡Tiene que estar muy enamorada de usted!

Estaba claro que el chiquillo ya había entregado otros billetes galantes para hermosas y volubles personas. Por una vez, este billete no iba a hacer feliz al hombre en cuestión.

En lugar de cruzar la avenida, Di cambió de dirección y se encaminó a buen paso a su casa. Explicar el caso a las autoridades competentes, redactar informes en varios ejemplares y solicitar autorizaciones le habría tomado varios días. Sabía dónde encontrar al personal especializado que necesitaba sobre la marcha.

Mientras empujaba el portón de su hermosa residencia oficial, pensó de golpe que sería interesante averiguar en qué se ocupaba el personal cuando él estaba en la Ciudad Prohibida. De entrada se sorprendió al comprobar que el portero que debería estar vigilando la entrada estaba ausente. Vio a un grupo de criados formando círculo alrededor de algo, en un rincón del patio. Nadie advirtió su presencia mientras él lanzaba una mirada por encima de sus hombros. En el centro de esta arena improvisada encontró a Ma Jong, un coloso, ataviado con un simple calzón anudado alrededor de los riñones, con el torso al desnudo, bien plantado sobre sus piernas frente al cocinero, un hombre al que su oficio había permitido desarrollar un buche impresionante. El jefe de sus cazuelas se abalanzó de repente contra el teniente, al que agarró por la cintura. Animado por Tsiao Tai, otro mastodonte con las pechugas al aire, Ma Jong consiguió girar sobre sí mismo, hizo tambalearse al cocinero y lo arrojó al suelo en medio de los gritos de entusiasmo de los espectadores. Varias monedas de cobre cambiaron de manos.

– ¡Vaya, vaya! -murmuró el viceministro.

Sus empleados se volvieron. Avergonzados al verse sorprendidos en una ocupación que no figuraba precisamente entre las obligaciones de su servicio, se apresuraron a volver a las tareas que habían abandonado. El mandarín se quedó solo con sus suplentes, a los que vio vestirse con aire contrito. Observó que los dos hombres habían engordado. Desde su regreso a la capital, continuaba manteniéndolos sin nada que hacer a la espera de destinarlos a algo útil. Había intentado incluso colocarlos en el Departamento de Aguas y Bosques. Por desgracia, su principal experiencia en este terreno había consistido en una breve carrera de «caballeros de los verdes bosques», es decir, de salteadores de caminos, carrera a la que Di puso fin al reclutarlos. Su convivencia con los secretarios, tan exquisitamente educados, había resultado un desastre. En cambio, le venían de perillas para la operación que tenía en mente.

– ¿Estáis satisfechos con la vida que lleváis en la capital? -preguntó.

– ¡Del todo, señor! -respondieron a coro los dos luchadores.

Le describieron la existencia dorada que disfrutaban ahora entre esta vivienda tan hermosa, la taberna, el mercado, la taberna, el barrio de las chicas alegres y la taberna.

– Ignoraba que os hubierais organizado un día a día tan entretenido -dijo Di-. Tenía la intención de pediros que me ayudarais un poco en mi trabajo.

Adivinó por su expresión que los dos hombretones no tenían el menor interés en volver a contar árboles y cántaros de agua entre escribas a los que su mera presencia daba dolor de cabeza.

– Se trata de atrapar a dos estafadores que ofenden la moral pública -les anunció.

Una amplia sonrisa se pintó en el acto en sus caras gordotas.

– Estaremos encantados de poder desoxidar las articulaciones -respondió Tsiao Tai, feliz de enviar a paseo sus aburridos vagabundeos bañados en alcohol.

– ¡Como en los viejos tiempos! -añadió Ma Jong.

Su patrón pensó que esa distracción tendría al menos el mérito de evitar que machacaran y despojaran a su personal. Fue a vestirse con ropa más discreta. Luego, escoltado por sus dos hombretones se dirigió a la dirección que indicaba la varita anónima.

Se encontraba al otro extremo de la ciudad, cerca del mercado del este, un albergue astroso. La enseña «El Cisne Feliz» colgaba penosamente por encima de la puerta. La planta baja de este gran barracón de madera estaba compuesta por una sala amplia donde empleados zafios dispensaban un doufu jiu [13] recalentado al baño maría que se adivinaba asqueroso. Las dos plantas superiores servían de cuartos de huéspedes donde se alquilaban esteras llenas de pulgas. Los rostros patibularios de los que iban y venían por los alrededores decían claro qué clase de establecimiento era. «Más bien debería llamarse "El Cuervo Desplumado"», pensó Di. Ahí habría trabajo para un yamen durante días enteros en cuanto a un juez se le ocurriera hacer una redada.

Una solución habría sido entrar y preguntar si un individuo con las trazas del fugitivo se encontraba allí, pero también era la mejor manera de sembrar el pánico. Bien se veía que los habitantes del Cisne Feliz preferirían saltar por las ventanas a tener que explicarse delante de las autoridades.

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[13] Vino de queso de soja, un brebaje reservado a las clases inferiores