Di y sus lugartenientes se apostaron enfrente para vigilar los alrededores. Sus acólitos fueron a comprar algo para entretener el estómago en una esquina. Había un tenderete atestado de ánforas y frascos que contenían diversos tipos de conservas. Un cliente estaba ya llenándose dos cantarillos. Los hombres del mandarín esperaron a que hubiera acabado, luego lo miraron alejarse con paso vacilante, llevando un recipiente en cada mano. Tsiao Tai le dio un codazo a su compañero, y entonces se miraron con complicidad: los dos cantarillos no eran ni mucho menos los primeros del día. De pronto se fijó en su patrón, que seguía plantado delante del albergue y se esforzaba en llamar su atención. Di apuntó con el dedo al borrachín que se acercaba a él con paso inseguro. Sus hombres abandonaron el tenderete de bebidas y atraparon al alcohólico en un par de zancadas. Éste se zafó torpemente cuando dejaron caer sus manazas sobre sus hombros.
– ¡Suéltenme! -gimoteó con voz pastosa-. ¡No tengo nada!
Lo cogieron cada uno por un brazo y lo llevaron hasta su señor, que se había metido por una callejuela. Con los brazos en jarras, Di miró al que le había obligado a atravesar la ciudad en palanquín a la velocidad de un caballo al galope para alcanzar a un ataúd. Ante sus ojos tenía un triste espectáculo. El personaje de alto rango se había convertido en un buscavidas de baja ralea. Su nobleza prestada se había esfumado con sólo abandonar la espléndida morada. Di podría haber pasado la vida buscando a una pareja de aspecto elegante: lo que contemplaban sus ojos superaba toda imaginación. Lo cierto era que hacía bueno uno de esos proverbios populares que amenizaron su infancia: «Por mucho que el gusano blanco se retuerza, nunca llegará a mariposa». El ladrón había caído en el fango a las primeras de cambio. «¡Cuántos crímenes se evitarían si los granujas admitieran de una vez por todas que el orden de las cosas es ineluctable!», se dijo Di.
Como su prisionero se hallaba demasiado bañado en vino para responder a sus preguntas, empezaron arrojándole agua sobre la cabeza. Luego lo acompañaron al interior del tugurio fingiendo que traían a un camarada de borrachera. Las costumbres de Ma Jong y Tsiao Tai los hacía creíbles en este teatro. Los más difícil para Di fue abandonar el porte de embajador que permitía reconocer a un magistrado a primera vista.
Subieron al dormitorio sórdido, atestado día y noche de vagabundos y borrachuzos. Li Fuyan les señaló el rincón donde habían metido sus trastos. Aunque no esperaba encontrar ahí todas las riquezas robadas a los comerciantes, Di se quedó aterrado al descubrir sólo algunos pingos sin valor. La justicia divina había querido que el estafador resultara tan desplumado como el desdichado cuyo cadáver había robado. Al mandarín le bastó un segundo para comprender qué había sucedido. En cuanto sus hombres soltaron a su presa, el pseudobarón se hundió en su estera y se frotó el brazo con expresión huraña. A Di ya no le cupo duda sobre el origen del mensaje que lo había traído hasta allí.
– ¿Cómo se llama la que te ha engañado? -preguntó.
Li Fuyan respondió en un gruñido que se llamaba Flor de Algodón, un nombre muy poco aristocrático tratándose de la esposa de un señor nacido en el regazo imperial. Resultó que, además de quedarse con todo el dinero, su cómplice le había robado los papeles falsos que le permitían quedarse en la ciudad. La vigilancia policial de Chang'an no era palabrería. Resultaba bastante dificultoso sobrevivir mucho tiempo sin ponerse en regla con la administración.
– Como la coja… -gruñó.
Flor de Algodón, estaba claro, había hecho lo necesario para que tal cosa no sucediera nunca. Se había fugado con su botín, mientras su comparsa se escondía para hacer creer en su muerte. No solamente lo había dejado solo y desplumado, sino que además lo había entregado como cebo a la policía para impedir que la siguiera. Probablemente también ella se hallaba en Chang'an, al no haber logrado sacar tan rápido su tesoro al exterior. La mente embriagada del barón debió de seguir el mismo camino y un brillo de rabia encendió su mirada.
– ¡Atrápela! ¡Véndala al burdel del cuartel! ¡Es lo que se merece! [14]
Y si hubiese tenido la menor idea de dónde estaba el monigote, de buena gana se lo habría dicho. Di se preguntó cómo esperaba la ladrona trasladar su botín a cielos más clementes. ¿Cómo actuaría él de estar en su lugar? Se imaginó en la hermosa casa donde los anticuarios acababan de traer la última chuchería. Ella contaba a lo sumo con un solo criado, y encima bastante flaco, que no parecía precisamente corpulento. Era demasiado poco para mover una fortuna que no podía pasar desapercibida. Cuando no había metales preciosos en cantidad suficiente, las transacciones importantes solían efectuarse en rollos de seda o en sacos de grano, así que la suma resultaría bastante voluminosa.
De golpe, su mente se iluminó. «Di Yen-tsie -se dijo-, eres el hombre más tonto y más inteligente que conozco.»
Hizo una señal a uno de sus lugartenientes para que lo siguiera con su prisionero. Una vez en la calle, tomó la dirección de la comandancia militar adonde había ordenado llevar el cuerpo del difunto. Después de todo, se dijo, no había razón para privar al muerto de los funerales que sus socios estaban a punto de ofrecerle cuando él detuvo la comitiva. El «barón», al que el paso rápido de los tres hombres fatigaba, empezó a protestar con voz temblorosa por esas agresiones contrarias a su rango. Di se volvió hacia él, con una sonrisa zorruna en los labios.
– ¡Vamos! ¡Un poco de dignidad! ¡Va a tener el raro privilegio de mostrar sus respetos a su propio cadáver!
El augusto descendiente de los Li iba a tener que acostumbrarse a beber menos alcohol y a usar la pala en las minas de su falso primo.
Lo más difícil fue obtener la autorización administrativa para trasladar el cadáver que, según confesión del propio mandarín, constituía una pieza probatoria en un gran caso de estafa. El sol se ponía ya por encima de los árboles del cementerio cuando al fin se pudo depositar el ataúd en el monumento que el señor de Ping-tao había adquirido para su eterno reposo. Era una especie de gran pagoda de ladrillo coronada por una estupa puntiaguda a la moda del momento. Su instalación tuvo que suponer una gran merma en el presupuesto de la pareja, pero había que despistar a sus víctimas para evitar recelos. Como las demás, la tumba estaba orientada de manera que su ocupante tuviese la cabeza en dirección al norte, hacia el signo astrológico de la Rata.
Los escasos sacerdotes reclutados para la ocasión salmodiaron sus oraciones mientras los oficiantes de las pompas fúnebres introducían la caja en el edificio. La empresa de segunda categoría, a la que la viuda había pagado todos los gastos por adelantado, también había enviado algunas plañideras que llevaban la cabeza cubierta con velos blancos. Pronunciaron sus últimos lamentos de circunstancias, y el silencio cayó sobre el bosquecillo a la vez que la oscuridad de la noche lo invadía. Los enterradores fueron los primeros en marcharse, seguidos al poco por los monjes. Luego ya sólo quedaron las cuatro plañideras, quietas y mudas, como recogidas en una última invocación por los manes del difunto, su efímero patrón.
Cuando estuvieron seguras de encontrarse a solas, retiraron el velo que las cubría y se dirigieron a la tumba. Apenas unos instantes necesitaron para retirar el ataúd, que dejaron encima de la hierba. Sacaron los remaches de la tapa. Apareció entonces el cuerpo, envuelto en su sudario inmaculado con el emblema de la baronía. Dos de ellas los cogieron por los hombros y las otras por los pies. Lo hicieron rodar por el suelo y empezaron a desenvolverlo como si fuera un gusano de seda. El difunto estaba envuelto en muchas más capas de lo necesario. Mientras unas doblaban con cuidado la tela así recuperada, las otras sacaban de la caja una buena cantidad de rollos de tejidos sobre los que antes yacía el cadáver. Y más abajo aún, había una alfombra de lingotes de oro y de plata en forma de zueco, que fueron guardando en bolsas. Una vez terminada su cosecha, colocaron de nuevo al muerto en su receptáculo y lo llevaron a la pagoda de ladrillo. Se repartieron los rollos y se internaron por un camino forestal que pasaba al otro lado del monte alto. Una carreta de dos caballos las esperaba al margen del camino principal. La carreta contenía dos gruesos cofres que las mujeres llenaron con el fruto de su rapiña. Y ya se disponían las damas a subir a la carreta cuando un ruido las sobresaltó.