Di explicó que en realidad no tenía gran cosa.
– Pero es una oportunidad de oro de que un ojo experto como el suyo la examine. Una buena salud debe construirse sobre fundamentos sólidos, ¿no?
Du Zichun emitió un gruñido como debían de oírse en las grutas donde un oso interrumpía bruscamente su hibernación. Siguió al mandarín por los meandros de la residencia. Los dos hombres entraron en un saloncito una de cuyas paredes estaba tapada por un alargado y lujoso biombo.
– Le presento a mi querida esposa -anunció Di señalando al objeto.
Los códigos vigentes en la mejor sociedad prohibían que una mujer casada se mostrara a un extraño. La Primera Esposa se había instalado por lo tanto detrás de las cinco anchas hojas de laca negra con incrustaciones de nácar y oro que representaban una escena de caza de patos en un pantano. Había mandado colocar un taburete por si la consulta debía realizarse a lo largo.
Du Zichun se inclinó ante la escena de caza y pronunció unas palabras de cortesía, a la que respondió una voz femenina en tono desganado.
– ¿Cómo vamos de nuestras funciones naturales? -preguntó el médico, que parecía dirigirse a los pequeños cazadores irisados cuyas siluetas estaban recortadas en finas láminas de metal precioso.
Hizo a la dama preguntas de orden general sobre su modo de vida, su alimentación, sus sueños y el número de hijos. Ella respondió que tenía cinco aún con vida, pero que no había traído ninguno. [15] Du Zichun le prescribió una tisana de sangre de cabra de las montañas chang-yan, que se utilizaba para curar las contusiones, disolver las esquimosis y restablecer la menstruación. No pudo ver cómo al otro lado del biombo su paciente se sonrojaba. Hacía tiempo que había perdido sus reglas, como él ya había adivinado, y le preocupaba muy poco recuperarlas.
El médico extrajo de su bolso la tradicional estatuilla donde sus pacientes señalaban el lugar del cuerpo que les dolía. Era de marfil y representaba a una mujer completamente desnuda, tendida de costado. La blanca mano de uñas delicadamente manicuradas asomó desde detrás del biombo y señaló la cabeza.
– Sufro migraña.
– Qué interesante -dijo el director.
De forma inesperada, pareció despertar su curiosidad. Se informó de las circunstancias en que había aparecido el dolor en el cráneo y preguntó si se repetía a menudo, qué remedios había tomado ya, y otras cuestiones del mismo tenor. Di estaba encantado.
– ¡La pobre soporta una tortura! -afirmó él-. ¿Piensa probar algo?
El sabio se quedó cavilando unos segundos, y luego anunció como un oráculo que precisamente había puesto a punto una técnica que valía la pena probar.
– ¡Me parece perfecto! -exclamó Di sin preocuparse de si a su esposa le apetecía que la trataran con métodos inusitados.
Se convino que la dama acudiría esa misma tarde al Gran Servicio Médico, donde se atendía a una primera tanda de pacientes. Tan pronto el director salió de la casa, su esposo alabó su presencia de ánimo.
– Has estado muy inspirada al inventar esa historia de la migraña.
Ella alzó los ojos al cielo y regresó a acostarse en una habitación a oscuras.
Después de comer, Di fue al gineceo a recordarle su misión y hacerle algunas recomendaciones.
– Vas a probar esa terapia nueva. Fíjate en todo lo que allí ocurra y cuéntamelo luego con todo detalle.
La Dama Lin empezó a sospechar que el experimento entrañaba algunos riesgos.
– Dime, esa terapia… ¿Tienes alguna idea de qué se trata?
Su marido evitó contestarle que era precisamente para hacerse una idea por lo que la enviaba allá. El breve discurso sobre su coraje y la confianza que tenía en ella sólo aumentó su recelo.
Fue por lo tanto con cierta aprensión como la dama salió al patio donde los porteadores la esperaban. Le asaltó la repentina tentación de ir a pasar la tarde a casa de una amiga, e inventar cualquier patraña a su regreso. Pero la migraña, que seguía atormentándola, la empujó a respetar los votos que había hecho a ese loco al que había jurado obediencia el día fatal de su enlace.
Cuando su palanquín logró zafarse del atasco circulatorio, la criada que seguía a pie la ayudó a salir del habitáculo, una operación que la cortinilla de perlas de vidrio que cubría su rostro ponía difícil.
El Gran Servicio Médico disponía de una de esas farmacias tradicionales, una especie de clínica de día donde los médicos realizaban sus diagnósticos y extendían recetas. La hicieron entrar en una sala donde personas de todas las categorías esperaban sentadas en los bancos. Un escriba pasó entre ellos para tomar nota del estado de cada uno. Lo primero que llamó la atención de la Primera Esposa fue la gran variedad de males que aquejaban a los otros clientes. Había una mujer de sesenta años que estornudaba sin parar, un labriego casi de la misma edad aquejado también de dolores de cabeza y un lisiado que se desplazaba con ayuda de muletas. En el banco de enfrente al suyo estaba sentado un hombre que se quejaba de tener débil el corazón. Su vecino confesó en voz baja que tenía varices, y por supuesto todo el mundo enmudeció para poder oírle. Un asistente pasó portando un recipiente en el que cada uno depositó un grueso tael de plata, pues la consulta se pagaba por adelantado. Luego se anunció que el maestro en persona les haría el honor de dirigirse a ellos.
Du Zichun estaba ostensiblemente más relajado que esa mañana, incluso parecía alegre. La difusión del tratamiento que había preparado le excitaba. La Primera Esposa tuvo por fin la oportunidad de ver qué aspecto tenía, pues la cortina de perlas era menos hermética que el biombo. Vio que lucía una hermosa cabellera y una barba entrecanas. Vestía un traje de sobria elegancia. Sus gestos precisos y la seguridad con que se expresaba contribuían a inspirar confianza. Les explicó el principio curativo que había inventado.
– ¡Ustedes serán los primeros en beneficiarse de un trabajo que ha ocupado gran parte de mi vida! -declaró como un guerrero que regresa vencedor tras derrotar a un dragón.
Después de gratificarles con un discurso del todo incomprensible sobre las fuerzas naturales que regían el cuerpo humano, se les hizo pasar a una segunda sala donde se había puesto carbón al rojo dentro de cuatro braseros de amplio diámetro. Había varias mesas alargadas sobre las cuales les ayudaron a tenderse.
El método elaborado por el director se basaba principalmente en la moxibustión. Consistía en quemar unos conos de un polvo extraído de un arbusto de hojas olorosas que se aplicaban sobre los puntos de acupuntura. El proceso se repetía mientras el dolor persistiera, hasta cincuenta o cien conos seguidos. Se consideraba que el calor facilitaba el flujo del chi a través de los órganos. La cauterización dejaba una marcas temporales que se hacían desaparecer aplicando ceniza de vaca.
La Primera Esposa volvió a extrañarse, pues nunca había visto que se curaran enfermedades diferentes con un mismo producto. Llegó a la conclusión de que el sabio había descubierto la panacea universal.
Los pacientes recibieron el tratamiento charlando de trivialidades de una mesa a otra. Al cabo de una hora las conversaciones cesaron y un suave torpor se apoderó de ellos. La Dama Lin estaba a punto de adormecerse cuando un carraspeo la obligó a abrir los ojos. El labriego, acostado a poca distancia, profería gemidos cada vez más sonoros. Cuando sus eructos se convirtieron en estertores, los ayudantes a los que el director había encargado aplicar el remedio empezaron a mostrarse nerviosos. Rodearon al enfermo en círculo, de modo que la Primera Esposa tuvo que sentarse para ver qué sucedía. El enfermo tenía los ojos en blanco. Tenía escalofríos y empezó a babear. Los ayudantes realizaron una serie de movimientos respiratorios, de lo cual la Dama Lin dedujo que se había desmayado. Pareció recuperar el conocimiento al oír su nombre, y su mirada se animó, mientras sus labios se movían como si quisiera hablar. Los otros enfermos empezaron a mirarse con preocupación, cada uno buscando en sí mismo parecidos síntomas, aunque todos, por suerte, parecían libres de ellos. Mientras se ocupaban de él, el hombre sufrió varios vómitos cuya fetidez infestó el aire ya saturado de incienso. El director, al que se había llamado de urgencia, apareció como un tornado y empezó a atajar los vómitos obligándole a ingerir una dosis de jugo de jengibre, seguido de agua fría y por último una decocción de regaliz y de gleditschia [16] .Tal vez por efecto de la moxibustión o de la fetidez, los enfermos empezaron a sentirse indispuestos, incluida la Primera Esposa tras su cortinilla de perlas.