– ¡Todo va bien! ¡Eso es señal de que el medicamento está surtiendo efecto! -exclamó Du Zichun, cuya actitud de superioridad se estaba resquebrajando a ojos vista.
No pudo impedir que los pacientes bajaran de las mesas. Querían regresar a sus casas y olvidar cuanto antes este incidente desagradable. Salieron a la sala de examen con paso vacilante. La luz del día les permitió constatar que estaban muy pálidos. Entre ellos se encontraba una mujer entrada en años a la que los ayudantes no querían dejar ir sola, pese a que parecía encontrarse bien. La Primera Esposa se ofreció a compartir el palanquín con ella y tomándola del brazo la llevó a la calle, donde respiraron con alivio un aire no viciado por las fumarolas.
– Está bien, está bien, querida -repitió la dama mientras la criada iba a buscar a los porteadores.
Su brazo se volvió de pronto muy pesado. La Dama Lin tuvo que sostenerla. Cuando la criada regresó, entre las dos mujeres casi tuvieron que cargarla para llevarla de nuevo a la clínica. Al verla, el nerviosismo del director aumentó. La Primera Esposa quedó convencida de que había agotado todos sus recursos. Sus ayudantes rodearon solícitos a la anciana, que estaba inconsciente.
Cuando se disponía a salir, la Dama Lin vio llegar a un miliciano que preguntó si acababan de tratar a un tal Ma, que se movía con muletas, pues acababan de encontrarlo delante de su casa, muerto.
– ¡No es posible! ¡Eso no es posible! -repitió Du Zichun como si un rayo hubiese caído sobre sus reservas de grano para el invierno.
La Primera Esposa se sintió a punto de desmayarse. Se dejó caer en uno de los bancos y aceptó agradecida la taza de té que le ofrecieron. Humedeció los labios y se dio cuenta de que no era té, sino una especie de tisana, probablemente una poción de virtudes revigorizantes, que también estaban intentando deslizar entre los labios exangües de la anciana que yacía en el otro extremo de la sala.
En ese momento entró un grupo de soldados cargados con un cuerpo.
– ¿Es el señor Ma? -preguntó el director.
Con pesar tuvo que constatar que se trataba de una forma femenina. Acababan de recogerla en la calle, a pocos metros, y la traían para que recibiera los primeros auxilios. La Primera Esposa no necesitó acercarse para saber que también ella había formado parte de su desgraciado contingente. Unos instantes más tarde, por la expresión del director entendió que pese a todos sus esfuerzos los dos viejos habían entregado el alma. La mujer hizo acopio de fuerzas para levantarse y se dirigió hacia la puerta.
– ¡Quédese, se lo ruego! -exclamó Du Zichun-. ¡Asume usted un riesgo al abandonar nuestro servicio! ¡Aquí tenemos todo lo necesario para curarla!
– Lamentaría tener que apartarlo de sus otros pacientes -respondió ella con un soplo de voz antes de entrar apresuradamente en su palanquín como si el demonio de la peste le pisara los talones.
Cuando dejó a su comitiva en el patio de su casa, en su cara había una palidez que no se debía a los polvos de arroz. Subió los escalones lentamente y cruzó el gran salón arrastrando los pies.
– ¿Qué tal? -preguntó Di con voz alegre-. ¿Te ha curado de la migraña, al menos?
Ella pasó por delante sin dignarse mirarlo y entró en sus apartamentos privados, dando un portazo. Di oyó la llave al girar en la cerradura.
Intrigado, el mandarín preguntó a la criada cómo había ido el tratamiento. La mujer respondió en un susurro que todo había acabado bien, gracias al Cielo, pues varias personas habían muerto, pero el director, hombre de inmenso saber, había logrado salvar a la mayoría de sus pacientes. Di escuchó pasmado esta extraña explicación, que sin embargo aclaraba un poco la actitud de su Primera Esposa. Llamó a la puerta y se disculpó por haberla expuesto sin querer a las contingencias siempre imprevisibles de una investigación.
– No te quedes sola -recomendó deslizando bajo la puerta un papel en el que había apuntado la dirección del experto en diagnósticos, Saber Absoluto-. Dile a tus mujeres que vayan a buscarlo apenas sientas el menor signo de debilidad. No puedo quedarme mucho rato a tu lado, debo perseguir a un criminal.
– ¿Para que pague lo que me ha hecho sufrir? -gimió una voz del otro lado.
– Eso es -respondió Di pensando ya en otra cosa, antes de irse.
Llevó a sus lugartenientes consigo y salió a toda prisa en dirección al Gran Servicio Médico. Contaba ahora con un maravilloso medio para presionar al hombre clave de la medicina de la ciudad.
Todo estaba tranquilo en los alrededores de la clínica. Di entró en una sala de espera perfectamente en orden. Sin embargo, en la cara de algunos ayudantes, a los que se había dejado por si se presentaban más moribundos, se leía la inquietud. La llegada del viceministro les pareció un imprevisto más espantoso aún. Uno de los aprendices se armó de valor y se inclinó en una reverencia.
– Nos sentimos honrados de recibir la visita de Su Excelencia. ¿Cómo podemos nosotros satisfacer sus deseos?
– ¡Basta de charlatanerías! -gritó Di enfurecido-. Sé muy bien que aquí se ha producido un suceso muy grave. El incienso que habéis puesto a arder no basta para tapar el espantoso olor que reina en esta sala. ¡Quiero ver ahora mismo a los enfermos!
El personal pareció hacerse un ovillo igual que un cangrejo ermitaño en su concha. Sin decir una palabra, el que se había dirigido al mandarín apartó la cortina que tapaba la entrada a la sala de tratamientos. La pieza estaba sumida en una penumbra apenas atenuada por el resplandor agonizante de los braseros. Di exigió una linterna, con ella en mano se acercó a los cuerpos tendidos en las mesas. No eran tres, como había anunciado la criada, sino cinco, en su mayoría personas de edad muy avanzada. Di supuso que las dos últimas víctimas, mujeres más jóvenes, se habían debilitado por la enfermedad que las había llevado a esta trampa mortal. Estaban con la boca abierta, la piel de la cara grisácea y los labios negruzcos. El investigador observó sus manos, cuyas uñas habían virado al azul.
– ¡Por la barba de Confucio! -exclamó-. ¡Pero si tienen todo el aspecto de haber sido envenenadas!
Preguntó por qué motivo el responsable de este desastre no acudía a dar explicaciones. El ayudante que le acompañaba tragó saliva con dificultad.
– Nuestro eminente director ha sido convocado para ejercer sus elevadas funciones -balbuceó.
Di comprendió de golpe qué lo retenía.
– ¿Dónde está? ¡Responda o hago que los detengan a todos por asesinato!
Su interlocutor señaló con un dedo tembloroso una salida al fondo de la sala, medio oculta por la oscuridad. Di hizo una señal a sus lugartenientes, para que trajeran al desdichado. Recorrieron un largo pasillo que llevaba a otra puerta, encima de la cual estaba escrita la palabra «Reserva». Después de que Ma Jong la abriera al vuelo, descubrieron a Di Zichun, parado en medio de un reducto en cuyas paredes se habían excavado un sinfín de nichos donde reposaban frascos y cofrecillos recubiertos de inscripciones. En la mano sostenía una gran bolsa de tela casi llena, y no habría parecido más ofendido si una tropa de matronas lo sorprendiese en el baño. Tsiao Tai le arrancó la bolsa, de la que su patrón extrajo varios saquitos de polvo y otros que contenían conos ya comprimidos.