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– ¡En el nombre del Cielo! ¿Se puede saber qué ha metido en su incienso? -exclamó Di desmenuzando entre los dedos uno de los conos.

– No es incienso -respondió el director, contrito-. Se me ocurrió mezclar varias sustancias para combinar sus efectos beneficiosos. Contiene shu-mang ts'ao-tu, principalmente.

El nombre tuvo la virtud de recordarle algo al mandarín.

– No soy experto, pero ¿no es ese producto al que llaman «hierba para ratas» porque sirve de raticida?

Un resplandor de locura asomó a los ojos del profesor.

– ¡Precisamente, señor viceministro! ¡Ahí está el lado genial de mi idea! ¡Curar el mal con el mal!

Di tuvo ganas de aplicarle en la cara el lado genial de su mano derecha para que aprendiera a no tratar a su Primera Esposa con matarratas.

– ¡Y sin embargo, nuestros ensayos dieron buenos resultados! Le añadí un veneno mineral y otro extraído del metal.

Di pensó que con semejante mezcla sus pacientes estaban prácticamente sentenciados. Du Zichun no había pensado que las emanaciones de un centenar de conos multiplicado por diez pacientes, es decir, cerca de mil conos, en una sala sin ventanas, se convertirían en un verdadero veneno en suspensión para unas constituciones debilitadas por la enfermedad.

– En cuanto comprendí que estaban intoxicados -se defendió el director-, les apliqué la técnica de los vómitos. ¡No entiendo por qué no los ha salvado a todos! ¡Me parece un insulto a la medicina!

Di mandó traer un ejemplar del manual de los ocho tratamientos terapéuticos. En «Vómito» leyó: «Este método violento está contraindicado en personas muy débiles, mujeres embarazadas, hemotísicos, personas ancianas y enfermos del corazón». ¡Ahí tenía todo un catálogo de lo que este inconsciente había intentado tratar a lo largo de la tarde!

El mandarín dejó el libro en manos del director. Éste, tras leerlo, lo cerró y alzó los ojos hacia el viceministro, quien le dirigió una mirada cargada de censura y desprecio. Esa sola mirada era más de lo que Du Zichun podía soportar.

– ¡Me atrevo a esperar que no me confunda con la hez de los criminales a los que usted trata habitualmente! -protestó.

– Vea usted -dijo Di-, hay una sola especie de asesinos. Podríamos creer que de un lado están los que asestan cuchilladas a cambio de algunos sapeques, y del otro los miembros de la buena sociedad. En realidad, son todos iguales, todos los que colocan el beneficio por encima de la vida humana, los que están dispuestos a sacrificar a cualquiera a sus apetencias, a su lucro o a su sed de prestigio. Oh, usted no se arrastra de noche por los arrabales miserables con un puñal al cinto para dar un golpe. Usted viste un hermoso traje de seda que toda una vida de trabajo en los arrozales no llegaría a pagar. Y, sin embargo, sus móviles son tan sórdidos como los de los sicarios y matarifes, y sus consecuencias no menos funestas. Por eso, precisamente, no lo distingo de la hez habitual, como usted dice. Rara vez he encontrado un asesino capaz de matar a cinco personas en un mismo día y que me explique acto seguido por qué razón habría de zafarse sin condena. A mi juicio, es usted peor que la mayoría de los hampones.

Du Zichun lo contemplaba con ojos desorbitados, los labios temblorosos, como si Di le hubiese abofeteado en presencia del colegio en pleno. El mandarín ordenó a sus lugartenientes que guardaran el saco con el veneno en lugar seguro pues iba a servir de pieza de convicción.

– Y ahora va a hacer todo lo que yo le diga -dijo al director-. No omitirá comunicarme ningún hecho sospechoso que se produzca en el Gran Servicio. O de lo contrario le haré probar su propio tratamiento hasta que vomite sus tripas sobre las baldosas de esta noble institución.

Di estaba convencido de que el Gran Servicio se había acostumbrado a ensayar sus nuevos tratamientos en personas de toda condición con el beneplácito de las autoridades. ¿A qué extremos el miedo a morir había empujado a su soberano? Du Zichun gozaba probablemente de una impunidad casi completa en el marco de sus experimentos. Era el temor a perder la cara lo que hoy le había enloquecido. Di tenía la intención de utilizar ese triste sentimiento. Más que una bolsa con productos letales, era el honor del director lo que se llevaba consigo.

10

Un ujier de luenga barba vuela en ayuda de un médico; Di se gana un nuevo enemigo.

Esa mañana Di desayunó solo. Su lacayo le informó de que su Primera Esposa prefería guardar cama para reponerse de sus vértigos. Di adivinó que el resentimiento de su esposa iba a durar más que las secuelas de la moxibustión.

Le anunciaron la llegada de una delegación de médicos directamente venidos del Gran Servicio. Sus esfuerzos empezaban a dar frutos. El acto de desagravio se producía mucho antes de lo esperado.

Cuatro hombres vestidos con la toga oscura y digna propia del cuerpo médico entraron en su habitación y llegados al pie de la cama saludaron con una reverencia. Él respondió con un gesto de la cabeza, sin dejar de remover su sopa de champiñones blandos. Uno de los visitantes era Choi Ki-Moon. Di los escuchó pronunciar las cortesías de costumbre, le desearon buena salud, éxito en sus proyectos y una numerosa descendencia, palabras que sonaron muy agradables a sus oídos. «Eso ya está mejor -se dijo-. Parece que han vuelto a entrar en razón.»

– ¡Es un escándalo, señor! -exclamó su portavoz, de modo tan brusco que Di volcó el cuenco de sopa sobre su camisa de dormir obligando a su lacayo a acudir presuroso para secarlo.

– Suplicamos a Su Excelencia que tenga a bien defender nuestra comunidad -continuó un segundo emisario-. ¡El destino quiere que seamos de nuevo objeto de falsas acusaciones!

Como Di no tenía la menor idea de qué estaba diciendo, le explicaron que alguien había puesto una denuncia por asesinato contra uno de ellos. Éste había sido arrestado en su casa en plena noche y llevado al tribunal para responder de un odioso asesinato que ningún médico, le aseguraron, habría tenido la infamia de perpetrar.

Di se había formado ya una idea acerca de los crímenes que los médicos de Chang'an eran incapaces de perpetrar. No obstante, les rogó que se explicaran con más detalle. Choi Ki-Moon se acercó a la cabecera de la cama para que sus colegas no le oyeran. Sugirió que el mandarín debía prestarse a ayudarlos: conseguir que un colega fuese declarado inocente era una manera óptima de ganarse sus favores.

El argumento era seductor. Por desgracia, la justicia de los Tang no preveía que pudiera ser asistido por un abogado. En cambio, tenía derecho a citar algunos testigos. Pero Di, que no había llegado a tratar al individuo incriminado, difícilmente podía entrar en esa categoría.

– ¡Cómo pretende que me inmiscuya en ese caso! -protestó-. ¡Si acaso tuviera algo que ver con Aguas y Bosques! Ese proceso concierne a la justicia común.

Choi Ki-Moon recordaba con todo detalle cómo se había desarrollado su propio proceso.

– ¿Y no podría un ujier providencial, de cuyas hazañas se hace lenguas la ciudad, ir a dar una vueltecita por la sala de audiencias, esta mañana, a la hora de la serpiente? [17]

Y le habían traído el atuendo adecuado, que se habían procurado quién sabe cómo. Di buscó nuevas excusas para resistirse a sus ganas de ceder.

– No creo que sea de mi talla…

El coreano señaló a uno de sus compañeros, un hombretón que lucía una hermosa barriga.

– Nuestro amigo Liu, que tiene poco más o menos la corpulencia de Su Excelencia, se lo ha probado en su lugar. Y le va perfectamente.

Di se dejó sacar de la cama por unas manos que tenían prisa por hacerle cambiar de atuendo. Sin dejar de mirar al mentado Liu, se dijo que seguramente iba a flotar dentro de un traje donde ese gordo había estado a sus anchas.

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[17] Entre las 9 y las 11 horas.