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Llegaron al tribunal cuando los pregoneros anunciaban la hora de la serpiente. No eran los únicos que querían asistir al proceso. Las audiencias públicas constituían una diversión muy buscada y la gente hacía cola con mucha antelación para hacerse con un sitio. Los ujieres encargados del servicio de orden les cortaron el paso, anunciándoles que la sala estaba llena.

– Vaya, perdón -rectificaron al descubrir el traje de ese colega de hermosa barba negra al que el grupo de médicos acababa de hacer pasar delante de ellos.

Di balbuceó con escasa convicción que traía a varias personas a las que se había citado como testigos, y sus nuevos colegas se hicieron a un lado en medio de las protestas vehementes de los curiosos que habían sido expulsados.

El pequeño grupo entró en la amplia sala atestada de personas de pie y dando codazos a diestro y siniestro lograron alcanzar la primera fila. La atención del juez sentado en su estrado se vio atraída por la algarabía de los curiosos que protestaban por los pisotones. Levantó la nariz de sus papeles y reconoció en el acto la silueta de ese empleado barbudo que trataba de pasar desapercibido.

«¡Apañados estamos! -pensó-. ¡El ujier de mi desastre ha vuelto!»

Lanzó un profundo suspiro y retomó la dirección de los debates.

Di, por su parte, no podía disimular la excitación al encontrarse de nuevo en una Corte de Justicia. Necesitaba una buena dosis para convencerlo de que se paseara disfrazado de subalterno en lugar de reinar en su ministerio.

Los esbirros trajeron al acusado, un hombre escuchimizado de unos cuarenta años, al que obligaron a hincarse de rodillas ante la mesa cubierta con un paño rojo. Al primer vistazo, Di adivinó que no se trataba del candidato más idóneo a un sobreseimiento. Su aspecto resultaba algo desagradable, quizá por su cuerpo enclenque, derrumbado sobre sí mismo, o su tez grisácea, su mirada huidiza, la voz nasal de tono desafiante que se alzó cuando enunció su identidad. Aunque no le gustaba juzgar a nadie por su aspecto, sentía la terca impresión de que el carácter de este individuo se reflejaba en su aspecto. Esperó que las audiciones lo presentaran como un santo varón para contrarrestar su deplorable a priori.

Su Excelencia Wei Xiaqing recordó que el acusado Ling Mengchu, había sido detenido bajo sospecha de haber matado a su cuñado, el señor Ho. Los distintos protagonistas del caso estaban reunidos en semicírculo en torno al acusado a fin de permitir al juez hablar cómodamente con cada uno de ellos. Empezó por la esposa.

La señora Ling explicó que su madre, fallecida el año anterior, había legado todos sus bienes a su hermano y nada a ella. Desde siempre había sabido que él era el favorito de sus padres, a lo que ella había tenido que resignarse. Su marido, menos dotado para la resignación, había intentado un proceso por nulidad, que se saldó en un fracaso muy costoso.

El juez pidió su opinión al hermano del acusado. Ling el joven admitió que éste no se había mostrado un buen perdedor.

– Mi hermano mayor nunca pudo ocultar sus sentimientos y rara vez los expresa de manera apropiada.

Todos confirmaron que Ling Mengchu se había despachado a gusto contra el heredero, y con tanta vehemencia, y con tanta agresividad, que sus propios parientes quedaron convencidos de que un día estallaría el drama.

«¿Y éstos son los testigos de la defensa? -susurró Di al oído del coreano-. Imagino entonces que los de la acusación traerán hachas para cortarlo en pedazos.» Era evidente que nadie apreciaba al desventurado Ling, ni su propia parentela. A continuación fue interrogada la viuda Ho. Ésta afirmó que el difunto ya le había advertido que si algo llegaba a ocurrirle, sería culpa del execrable médico, su cuñado. «¡Aviados estamos! -caviló Di-. Si los muertos empiezan a declarar como testigos, estamos perdidos!»

Se pasó al relato de los hechos. «Por fin, algo tangible», se felicitó el falso ujier. Ya sólo quedaba esperar que los acontecimientos fueran menos abrumadores que los testimonios.

La víspera por la noche, justo antes del toque de queda, alguien llamó a la puerta de los Ho. Apenas el dueño del lugar abrió, el visitante le asestó una puñalada en el pecho. El golpe fue firme y preciso, de modo que el arma se le clavó en pleno corazón. La víctima murió al instante. La señora Ho lo encontró en el umbral, ya sin aliento, y no pudo ver al criminal, que había escapado a todo correr. Tan pronto llegó la brigada de vigilancia, alertada por el jefe de manzana, la viuda le manifestó la discordia existente entre el difunto y su cuñado. El colmo fue cuando los milicianos se presentaron en casa de éste. El señor Ling casi cantó albricias al conocer la noticia que traían los milicianos… Al menos, hasta que le comunicaron que iban a detenerlo.

«Ay, ay, ay -pensó Di-. ¡Este imbécil no lo habría hecho mejor si hubiese buscado que lo acusaran!»

Uno de los representantes del Gran Servicio Médico que acompañaban a Di pidió la palabra para defender a su colega. Ling Mengchu era al parecer mejor médico que pariente. El emisario lo describió como un buen práctico, estimado por su clientela y entregado a su oficio, pues no vacilaba en desplazarse incluso de noche aun sin que mediara ninguna urgencia. Se interesaba por sus enfermos y se mostraba compasivo con los desposeídos. Di conocía el perfil de este tipo de personaje. El señor Ling no tenía más pasión que su arte, que constituía el único vínculo positivo entre él y el resto de la humanidad. Probablemente estas virtudes lo convertían en un excelente sanador, pero sus pacientes eran los únicos en apreciarlo.

El testigo de moralidad pidió autorización para permitir que se escuchara a varias personas salvadas por el señor Ling. Hizo un amplio gesto que pareció abarcar a la mitad de la sala, hasta el punto que el juez Wei retrocedió ante la perspectiva de tener que escuchar la enumeración inacabable de sus cualidades profesionales.

– Este magistrado ya ha tomado su decisión, señor -gruñó Choi Ki-Moon al oído de Di.

Aunque el mandarín estaba bastante de acuerdo, era consciente de que él también habría dudado en escuchar durante una hora larga a un montón de desconocidos sin relación directa con el caso. Se podía hacer algo mejor. Con un poco de suerte, la esposa del acusado le proporcionaría una coartada.

El juez Wei fingió no ver las señales que le dirigía ese ujier alto barbudo que permanecía de pie en la segunda fila. Cuando éste se colocó directamente detrás de la mujer del acusado, señalándola con un gesto obstinado, el magistrado ya no pudo fingir que no lo veía. Se resignó a alterar el orden previsto y pidió de entrada a la dama en cuestión si su marido había salido de casa la noche de su muerte. Ella respondió que era honestamente incapaz de decirlo, pues había estado ocupada en las tareas domésticas toda la velada y no tenía por costumbre vigilarlo.

Di alzó los ojos al cielo. «Dadle el puñal del verdugo y ella misma le cortará el cuello», pensó. Su decepción no le impidió seguir dirigiendo el proceso desde la sala. Los presentes empezaron a observar sorprendidos a ese hombre alto y gesticulante, de tal manera que el juez enrojeció de vergüenza sobre su estrado.

Un esbirro entregó al ujier el arma del crimen, un largo cuchillo militar que había quedado abandonado en el abdomen de la víctima. Di consideró dudoso que el acusado tuviese en casa un objeto semejante. Mientras reflexionaba, el juez Wei intentó retomar la dirección de su proceso. Agitó el dedo índice, con ganas de terminar cuanto antes con este humillante trago.

– El acusado no deja de proclamar su inocencia. ¡Y bien! ¡Aquí tenemos una prueba suplementaria! ¡Su culpabilidad se desprende de sus tercas negaciones! Después de haber matado a un buen ciudadano, disfruta burlándose de la justicia. No nos extrañemos, pues es conforme con su personalidad.