Выбрать главу

«Dicho de otro modo, si hubiese confesado, habríamos tenido más razones para creer que es inocente», se dijo Di. Poseía experiencia suficiente para saber qué veredicto se abría paso en la mente de su colega. Ling Mengchu iba a ser condenado a servidumbre de por vida en un campo de trabajos forzados. Y, según la opinión general, le estaría bien empleado.

Miró de nuevo al desdichado que permanecía de rodillas sobre el suelo. El médico tenía un pésimo aspecto, con su cuerpecito enclenque y su frente despoblada que le hacía parecer mucho mayor. Debía de ser terriblemente miope, pues continuamente entornaba los ojos, un gesto que le daba un aire artero que causaba muy mala impresión. Cuando abrió la boca para defenderse con su voz tan desagradable y aguda, con sus gestos bruscos y torpes, Di se dijo que habría que hacerle callar o terminaría condenándose él mismo.

El mandarín no dejaba de ver, sin embargo, de qué pie cojeaba este caso: de la completa falta de pruebas. El médico sin duda era un hombre arrebatado, de carácter colérico y hasta desagradable, pero también un hombre reflexivo, instruido e inteligente. Habría sido estúpido ir a matar a su cuñado sin construirse una coartada. Di susurró unas palabras al oído de un esbirro, que fue a repetirlas al del magistrado. Las mejillas de éste se pusieron granas. Sin embargo, tomó la palabra para aplicar el consejo dictado por el viceministro.

– Ustedes pretenden que Ling Mengchu vive entregado a sus pacientes -dijo dirigiéndose al representante del Gran Servicio Médico que había salido a defender a su colega-. ¿Cómo es que ningún enfermo solicitó su ayuda la noche del crimen?

Explicaron que uno de los que habían acudido a testificar a su favor envió a alguien a su casa poco antes de la hora del crimen, pero su esposa respondió que había salido. El juez Wei se mostró exultante: ya tenía la prueba. Di, por su lado, se preguntaba cómo es que la mujer había podido dar esa respuesta al visitante, cuando acababa de asegurar que no sabía si su marido se había quedado en casa. Ling Mengchu se volvió hacia ella mirándola sorprendido.

– Yo sólo quería que le dejasen descansar -explicó ella casi sin inmutarse.

– Pero creía que usted ignoraba si se hallaba en casa -repuso sorprendido el juez.

– Yo solamente he dicho que ignoraba si había pasado toda la noche en casa.

– Entonces usted le mintió a ese paciente -concluyó Wei Xiaqing.

Habría detenido en ese punto la discusión, de no ser por el ujier al que veía patear de impaciencia entre los testigos de la primera fila.

Puesto que el hermano del acusado se hallaba en la sala, Di consideró interesante utilizarlo para algo más que aplastar a su hermano mayor. Cogió el cuchillo militar y se lo presentó como si actuara por orden del juez.

– ¿Su hermano posee este tipo de objeto? -preguntó el juez con los labios apretados.

Resultó que Ling Mengchu nunca había tenido armas en casa, aparte de los instrumentos de su profesión. «¿Por qué se habría procurado entonces un cuchillo militar?», se preguntó Di. Terminó por subir al estrado para hablar en voz baja con el magistrado.

– Me sorprende que en las ropas de Ling Mengchu no se hallara ningún rastro de sangre.

A Wei Xiaqing empezaba a dolerle la cabeza. Con una señal pidió al ujier barbudo que se acercara.

– Ha embrollado usted tanto este caso, que yo podría acusar también a la viuda, al hermano menor o al vendedor de tortas de trigo de la esquina -susurró.

Di no pudo contenerse por más tiempo. Cogió el martillo y dio un sonoro golpe para obligar a callar los murmullos de estupefacción que agitaban la sala.

– Los cargos contra este hombre descansan únicamente en el hecho de que la gente no lo aprecia, y en que tuvo un rifirrafe con su familia política -exclamó con voz potente.

El juez Wei se volvió a mirarlo con ojos desorbitados. Los parientes del acusado se sentían muy ofendidos porque se atreviese a revelar un resentimiento que ellos no se habían molestado en esconder. Incluso el acusado pareció pasmado al oír que el ujier lo tachaba de misántropo delante de todo el mundo.

– ¡En definitiva, aquí hay una persona que tenía tanto interés como el acusado en vengarse del señor Ho! -continuó Di-. ¡Una persona a la que el crimen beneficiaba más que a él!

Arrastrado por la emoción, Di estuvo a punto de pronunciar él mismo la acusación que le quemaba en los labios. Se inclinó hacia el magistrado, que estaba colorado como una amapola.

– ¡No puedo decir algo así! -se defendió al oír qué le pedía.

Di insistió, de tal modo que Wei Xiaqing repitió sus palabras con voz lúgubre, visiblemente a regañadientes.

– Señora Ling, la corte la acusa de haber organizado el asesinato de su hermano para que su marido fuese condenado en su lugar.

El público lanzó gritos de sorpresa e incredulidad. ¡Le arrebataban al culpable ideal para poner en su lugar a una mujer virtuosa! ¿Desde cuándo la justicia imperial renunciaba a una explicación en la que todo el mundo estaba de acuerdo para lanzar hipótesis ociosas?

Luego las miradas pasaron del juez sentado en su estrado y se volvieron hacia el acusado. La impresión general cambió. En lugar de mostrar la expresión de la inocencia injustamente mancillada por un magistrado demente, la señora Ling parecía un conejo atrapado al lazo por un cazador furtivo.

Di expuso su punto de vista sobre los hechos. La vida en común con un marido más fácil de aborrecer que de apreciar, su odio al hermano favorito de sus padres, que al final la expoliaba de su herencia. ¿Cómo no intentar matar dos pájaros de un tiro? Estaba claro que había pagado a un asesino para ejecutar a su hermano, lo que explicaba la presencia del cuchillo militar. No eran soldados precisamente lo que faltaban en la ciudad. Además, a ellos les era más fácil que a los simples ciudadanos moverse durante el toque de queda o evitar las rondas.

– La prueba, la prueba… -susurró el juez Wei-. ¡Deme pruebas de sus afirmaciones!

– Por desgracia, ésa es la pieza que aún nos falta en este caso -admitió Di.

Ante la expresión incrédula del juez, hizo un gesto de impotencia: era incapaz de apoyar sus suposiciones. Es verdad que la actitud de la señora Ling contribuía a sembrar la duda en la mente del más obtuso magistrado. A Wei Xiaqing sólo le quedaba orientar en tal sentido su próxima audiencia. Por suerte, no compartía sus prevenciones hacia el uso de la tortura, un método habitual y eficaz, pero que Di siempre había considerado vulgar.

La persona que menos había hablado en este proceso alzó entonces la mano.

– Creo que puedo ayudarles en este detalle -dijo Ling Mengchu, en voz casi inaudible, de modo que los dos funcionarios imperiales fueron casi los únicos que llegaron a oírle.

Tenía el rostro descompuesto. Di no sabía si más avergonzado por haber sido engañado por su media naranja o por tener que exponerse de esta guisa ante sus parientes y sus pares de profesión. Explicó que ella le había pedido una importante cantidad de dinero unos días antes diciendo que era para comprar una nueva estufa de cerámica. Pero la estufa nunca les fue entregada y ahora dudaba que llegaran nunca a traerla.

– ¿Dónde está la estufa? -clamó el juez Wei dirigiéndose a la señora Wei, que miraba furibunda a su esposo.

Ella empezó a dar explicaciones más y más confusas que sólo consiguieron enojar al magistrado. Wei Xiaqing estaba furioso con la mujer. Por su culpa, había sido humillado. ¡Cuando alguien tiene la cara dura de hacer pasar a su propio marido por un asesino, se las apaña al menos para que el tribunal no se vea obligado a reconocer su error después de haberle dado la razón!

– ¡Bien! -exclamó-. ¡Mientras esa estufa no aparezca, usted permanecerá en los calabozos de Su Majestad! ¡El médico Ling Mengchu queda libre de regresar a su casa!

Los representantes del Gran Servicio Médico estaban exultantes. Abandonando las filas del público se acercaron a su colega, al que felicitaron con la misma efusividad que si hubiese resuelto una operación quirúrgica especialmente delicada. Ling Mengchu recibió sus felicitaciones con gesto triste. No parecía acostumbrado a tales muestras de amistad. Y sin duda sus colegas se alegraban sobre todo de ver su profesión limpia de una acusación infamante.