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Con ojos abiertos como platos vio que el ujier de traje oscuro atravesaba el gentío para acercarse al estrado, salvaba los peldaños que separaban a Su Excelencia del común de los justiciables, y se inclinaba sobre el informe médico, que consultó como si hubiese sido él mismo el funcionario responsable del caso.

– He encontrado el punto débil de la defensa -murmuró el intruso señalando con el dedo una de las columnas de caracteres alineados por el perito de decesos.

El juez Wei por poco se ahoga al ver que ese barbudo que llevaba la ropa arrugada se atrevía a darle consejos sobre cómo llevar las audiencias. Iba ya a ordenar a la guardia que lo expulsaran cuando el desconocido sacó de su manga un sello de viceministro perfectamente legal. Al magistrado no le quedaba otra alternativa que comportarse como si Su Majestad en persona le hubiese dictado qué hacer. Cuando se volvió hacia el acusado, después de escuchar los comentarios del indeseable individuo, sus ojos ardían de ira que necesitaba descargar sobre alguien.

– ¡Choi Ki-Moon! -exclamó con voz estridente-. ¡Con sus mentiras descaradas insulta usted a esta Corte! Pretende que la muerte de su esposa la ha causado un fármaco que consumió una sola vez hallándose usted ausente. Sin embargo, según el informe del perito de decesos, su cuerpo muestra visibles decoloraciones en las uñas y los cabellos. Ésos son indicios de un envenenamiento lento, a pequeñas dosis, que no se ha podido producir sino en varias semanas. ¿Qué tiene que responder a esto?

Desarmado, Choi Ki-Moon balbuceó algunas palabras y terminó embrollándose del todo.

– ¡Basta! -interrumpió el magistrado-. ¡Estoy harto de sus patrañas! ¡Recibirá diez golpes de látigo de bambú por su actitud antes de que lo lleven de vuelta a su celda! ¡Esta noche transmitiré a la Secretaría Imperial una petición de ejecución capital por el odioso asesinato perpetrado en la persona de una mujer inocente!

La condena cayó sobre el médico como un rayo. Sin embargo, aún tuvo fuerzas para rechazar a los dos esbirros que acudían para la flagelación.

– ¡Honorable juez Wei! -gritó-. No he pretendido manchar la memoria de mi Primera Esposa pero, ahora que me veo perdido, no puedo seguir callado. ¡Ella tenía un amante!

Al oírlo, su familia política empezó a dar alaridos, como cerdos en el matadero. El adulterio era una falta infamante que deshonraba a todo el clan.

– ¡El seductor tiene un nombre, Zhang Guang! -continuó el médico por encima del griterío-. Jamás le vi, pero sé que se veían en secreto. ¡Esta relación es la razón de su muerte!

El juez Wei pensó que ése era el día de las contrariedades. Había conseguido llegar a conclusiones satisfactorias después de haberse visto obligado a refutar su primera opinión, y no tenía la intención de echar todo por la borda por unas revelaciones fruto del pánico. Se atuvo entonces a su veredicto y ordenó que sacaran al detenido, que seguía clamando su inocencia mientras le llovían los insultos de sus cuñados.

Di se disponía a abandonar la sala cuando un guardia se acercó a éclass="underline" el magistrado pedía verle. No pudo evitar acercarse a comentar con él en privado. Una vez a solas, le tendió una tarjeta de visita con el emblema del gongbu, en la que figuraban su nombre y títulos oficiales. El juez Wei, con un rango inferior en la jerarquía administrativa, tuvo que hacer una profunda reverencia ante el modesto ujier de larga barba.

– Su Excelencia brinda un gran honor a este humilde servidor al querer asistir a esta audiencia, pese a sus muchas obligaciones -declaró con voz que delataba su irritación.

Di no se dejó engañar por esta obligada cortesía. Su inteligencia acostumbrada a las frases retóricas tradujo sin dificultad el verdadero significado del discurso: «¡Es escandaloso que abandone su ministerio para venir a avasallar a honrados funcionarios en medio de su trabajo!». Di respondió con algunas palabras amables con la intención de apaciguar el incendio. El magistrado respondió con una nueva andanada de agradecimientos de doble sentido.

– Su ayuda me ha sido muy valiosa. ¡Nunca dejaré de elogiar la clarividencia de su juicio!

Frase que debía entenderse así: «Me has humillado al inmiscuirte diciéndome cómo tengo que hacer mi trabajo. Por suerte, nadie se enterará jamás».

Di esperó pacientemente que cesara la lluvia de comentarios ácidos, después de lo cual regresó discretamente al gongbu.

– ¡Hum! -exclamó una voz mientras él empujaba la portezuela del pabellón de Obras Públicas.

Detrás encontró a un eunuco cuyos dos pompones colgando a ambos lados del gorro indicaban su alto rango. El hombre lo observaba con los brazos cruzados sobre su barriga, flanqueado por dos guardias con casco y provistos de largas lanzas de hoja labrada.

– ¿Tendría Su Excelencia la bondad de acompañarnos? -preguntó el eunuco gordo.

Su amabilidad no ocultaba la verdad: era una orden urgente. Di habría tenido que ser muy ingenuo para ver en ello una buena noticia.

2

Di Yen-tsie recibe el encargo de una misión secreta; y conoce a un héroe de guerra.

Era costumbre en la Ciudad Prohibida no dar detalles a un funcionario de la identidad de quien lo convocaba, ni tampoco del motivo de dicha convocatoria ni del lugar al que se lo conducía. Nadie sabía si le esperaba la notificación de un ascenso o si sería arrojado a algún profundo calabozo. Hacía tiempo que no se llevaba la cuenta de a cuántos consejeros de alto rango se había hecho desaparecer de esta suerte.

El eunuco de los dos pompones creyó adecuado ir acompañado de los hombres armados, como si el viceministro de Obras Públicas hubiese podido soñar con escapar. Desde luego, su mera presencia habrían dado ganas a Di de huir si no supiera que nadie en todo el imperio encontraría jamás un escondrijo tan remoto que no lo alcanzaran los ojos de la administración imperial.

– Se requiere su presencia de manera urgente -continuó el criado barrigón-. En cuanto se haya puesto ropas decentes -añadió lanzando una mirada carente de indulgencia al disfraz de subalterno que lucía.

Di mudó su traje gris por el rojo intenso, propio de los mandarines de tercer grado, segunda categoría, y acudió a la convocatoria cariacontecido, convencido de que le esperaba una buena reprimenda. No había ratificado el informe sobre los troncos de Hubei y, por su culpa, la entrega de los mástiles a los astilleros navales llevaría retraso. La presencia de los soldados que abrían y cerraban el paso le daba un aspecto de condenado de camino hacia su suplicio. Se dijo entonces que a lo mejor había una manera de volver la situación en su favor. ¿Acaso no buscaba esa misma mañana una falta que justificara su regreso a la carrera de juez de provincias?

Fue introducido en el pabellón de las Virtudes Civiles, que albergaba la Cancillería. Este organismo se ocupaba sobre todo de tratar las denuncias que llegaban al trono. Por la inscripción que leyó en una puerta, Di comprendió que lo conducían a los locales del gran secretario Zhou Haotian. [4]

La sala no se parecía nada a los gabinetes atestados de expedientes donde chupatintas como Di pasaban el día solucionando cuestiones de intendencia. Parecía más la sala de recepción de una vivienda patricia. Zhou Haotian leía el correo sentado en un ancho sillón cubierto de mullidos cojines, delante de una mesa baja de bronce de la dinastía Han. No alzó la mirada de sus tablillas de bambú. Di empezó a prosternarse sobre la magnífica alfombra traída del lejano reino de Persia por la ruta de la seda.

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[4] Los cuatro grandes secretarios asistían a los dos vicepresidentes de la Cancillería, que a su vez estaban al servicio de los dos presidentes, quienes recibían órdenes directamente del emperador.