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– ¿Por qué eligió entonces ser médico? -se sorprendió el chambelán.

– Quería serle útil a las personas.

Di observó que una vida dedicada a buscar la verdad no preparaba para medrar en los laberintos de la Corte.

El monarca parecía tener, además, un problema de garganta. Su elocución se resentía y removió los labios para articular algunas palabras que nadie oyó. Un eunuco inclinado sobre él las repitió en voz alta.

– El Hijo del Cielo admira la enorme reputación de Sun Simiao. Observa que Sun Simiao posee una apariencia noble y un porte divino.

El emperador emitió una nueva serie de cuchicheos, que su intercesor se apresuró a traducir con voz potente, sin manifestar ninguna emoción.

– El Hijo del Cielo le dice a Sun Simiao: «Después de haberle conocido hoy, creo ya que existe el elixir de la eterna juventud. Compártalo conmigo».

El conjunto de los ministros aguzó el oído para aprovechar tan valiosa confidencia.

– ¿Cómo una persona común como yo podría desear la inmortalidad? -respondió el viejo con una sonrisa-. Yo estudio medicina y el Tao para curar a quienes sufren. El arte que practico aspira tan sólo a combatir las enfermedades, no puede prolongar la vida. Me disculpo por no poder satisfacer el deseo de Su Majestad. Le ruego que me permita regresar a mis montañas.

– El Hijo del Cielo pregunta a Sun Simiao cómo es que los dioses conceden una vida de un siglo a un simple individuo y abrevian la del Dragón después de haberle dado a conocer durante toda una vida los tormentos de un cuerpo mortal.

La entrevista se adentraba en terrenos resbaladizos. Era difícil responder a ello sin mostrarse impertinente. Por suerte, el viejo sabio era tan hábil como filósofo que como médico.

– Es porque Su Majestad, al reinar sobre todas las cosas, reparte entre todos su fuerza vital. Mientras el pobre monje solitario, retirado en su montaña, no puede dársela a nadie.

El emperador pareció satisfecho con esta respuesta. Después de levantar una mano, trajeron con gran pompa un ejemplar de las Mil recetas más valiosas, una obra extraordinaria en la que el eremita del monte Taiai había establecido un inventario de los conocimientos acumulados por sus predecesores. Se informó al autor que Su Majestad había impulsado la realización de mil copias sufragadas por la corona para que todas las grandes ciudades pudiesen beneficiarse de este inestimable saber. Di comprendió que el emperador había conseguido atraer al anciano con el cebo de esta publicación.

El maestro de ceremonias lanzó una exclamación. Todo el mundo se prosternó mientras se sacaba a su señor del trono para instalarlo en la silla que lo conduciría de vuelta a sus aposentos. Los altos funcionarios se quedaron a solas con el médico, al que acribillaron a preguntas.

– ¿Es verdad que tiene cien años? -preguntó el ministro de los Cultos.

– Ah, todavía no -respondió el eremita sentándose sobre una silla plegable que acababan de traerle-. Dentro de cuatro años, tal vez. De aquí a entonces, no merezco ninguno de los elogios que me prodigan.

– ¿Es verdad que el rey Dragón le concedió el don de un talento inagotable en las artes médicas? -preguntó el presidente de la Corte Metropolitana de Justicia.

Sun Simiao sonrió.

– Creo que sobre todo me concedió una paciencia inagotable.

– Al parecer, posee el ojo celeste que permite ver las enfermedades en el interior de los cuerpos humanos -dijo el canciller.

La acometida empezó a impacientar al viejo, poco acostumbrado a tanta exaltación.

– Eso no es nada -respondió-. Me gustaría sobre todo poseer el verdadero tesoro divino, las orejas celestes, que impiden oír las tonterías que se dicen a nuestro alrededor.

El interés por el rey de los médicos disminuyó de golpe al oír esta contestación. Cuando el anciano manifestó su deseo de regresar a la ciudad, el gran secretario designó para acompañarlo al único miembro que no estaba mirándose la punta de los zapatos, es decir, a Di.

– Si aprueba mi decisión, claro está -añadió dirigiéndose al chambelán.

Era imposible que el chambelán aprobase una decisión que contravenía de tal modo las reglas de la jerarquía. Di era, sin embargo, demasiado insignificante para que los dos hombres se tomaran la molestia de enfadarse.

– ¿Cómo no iba a aprobarlo, querido amigo? -respondió el chambelán-. Nuestro viceministro de Aguas y Bosques me parece el más indicado para guiar a nuestro glorioso visitante por los senderos y canales de la ciudad más grande del mundo.

Y así tuvo Di el insigne privilegio de compartir el palanquín del augusto sabio, que había recuperado su maliciosa sonrisa.

– Bueno, así que nos encontramos entre malditos a los que nadie quiere -dijo.

El mandarín se preguntó si había algún detalle de los seres humanos que le pasara por alto a la sagacidad del viejo. Al contrario de lo que había supuesto, su vehículo no tomó la dirección de la puerta monumental, sino que cubrió un largo trayecto entre los muros escarlatas de la ciudad palacial y se detuvo a la entrada del ámbito reservado a las esposas.

– La emperatriz deseaba verme en audiencia privada -explicó Sun Simiao.

Este ferviente taoísta no pudo dejar de percatarse de la proliferación de monjes que llevaban el cráneo afeitado a medida que se acercaban al gineceo.

– Había muchos menos bonzos por aquí la última vez que vine.

Di le recordó que la dama Wu había estado encerrada en un convento de monjas tras la muerte del anterior monarca, así como todas las mujeres que habían vivido cerca del difunto. Y ella hizo votos de favorecer a esta religión si Buda le permitía regresar a palacio. Desde su ascenso al poder, los monjes eran bien vistos en la Corte.

– Entonces habrá que encerrar a las próximas concubinas en un monasterio taoísta -zanjó el viejo sabio.

Los eunucos que dirigían la casa de su señora acudieron a recibirlos. Di tuvo que quedarse fuera, pues no se permitía que cruzaran la barrera los hombres no emasculados. La edad provecta y la profesión del médico permitían hacer una excepción en su favor.

Di aguardó sentado dentro del palanquín. Durante una hora estuvo preguntándose de qué podían hablar dos personajes tan extraordinarios. Cuando Sun Simiao regresó, ocupó su lugar dentro del vehículo declarando que la dama Wu era una mujer excepcional, una frase que no lo comprometía demasiado. A Di lo devoraba la curiosidad.

– ¿Qué enfermedad aqueja al Hijo del Cielo? -preguntó sin poder reprimirse.

– Secreto de Estado -respondió el médico, sin apartar la mirada del paisaje de estatuas mitológicas y de árboles plantados en tiestos que atravesaban.

Si la salud del señor supremo interesaba tanto al mandarín era porque su desaparición provocaría inevitablemente importantes alborotos.

– ¿Puede al menos decirme algo de su longevidad?

– La emperatriz ya me ha hecho esta pregunta.

– ¿Y?

– Sigue esperando la respuesta, igual que usted.

Di se sintió orgulloso de viajar en compañía del hombre que se había atrevido a decir no a la mujer que hacía temblar a todo el imperio.

***

La etapa siguiente era el Gran Servicio Médico, aunque Sun Simiao no había expresado el deseo de acercarse al lugar. Los recibió el director, quien tuvo que arrodillarse ante el «rey de la medicina». El fastidio que Sun demostraba en el palanquín se borró de golpe de su cara.

– Me acuerdo muy bien del fundador de su institución, un jovencito -dijo.

Le informaron de que ese médico eminente había muerto hacía ya mucho tiempo.

– No creo que tarde mucho en regresar a mi montaña -dijo-. Hay demasiadas muertes por aquí para mi gusto.

Di comprendió que este afilado comentario iba más allá del campo de la medicina.