Mientras los boticarios se ocupaban de reunir, pesar y envolver los ingredientes pedidos, Di se fijó en un niño de unos diez años que mostraba todo tipo de tics y sufría estrabismo. Sun Simiao dejó que los farmacéuticos preparasen su encargo y se reunió con el mandarín. La farmacéutica siguió con la mirada a los dos clientes justo en el momento en que el niño estaba imitando al buitre de las nieves, con un ojo posado en cada uno de los hombres. La mujer corrió presurosa a esconderlo tras ella.
– Que Su Señoría perdone la insolencia de mi hijo. Por desgracia, es incapaz de controlar los movimientos de su cara.
Habían consultado a todos los especialistas de Chang'an, pero lo habían declarado incurable.
– ¿Quién pronunció este veredicto definitivo? -preguntó sorprendido Sun Simiao.
El apotecario se acercó para participar en la conversación.
– Gracias a nuestra profesión, hemos tenido acceso al Gran Servicio Médico -anunció con el mismo orgullo que si hubiese sido recibido por el emperador.
El anciano eremita lanzó un suspiro.
– Faltaría más. ¡No sé por qué lo he preguntado! ¿Y en qué se basan esos eminentes sabios para establecer dicho pronóstico?
– Bueno, pues en sus charlas con el niño.
– ¿Y con ustedes han llegado a hablar?
– ¿Con nosotros?
Sun Simiao hizo un gesto de fastidio.
– Sí, claro, con los padres.
– ¿Pero nosotros que tenemos que ver en eso?
– Ustedes son los padres, precisamente.
– ¿Quiere decir que es culpa nuestra si el niño está así? -se ofuscó la madre, como si los hubiese acusado de azotarlo todas las noches.
– No se trata de culpa, sino de diagnóstico médico -zanjó el eremita.
Di observó que los farmacéuticos, que parecían tan honrados minutos antes de recibir al ilustre médico en su tienda, parecían mucho menos encantados de ver cómo auscultaba a su vástago. En efecto, después de pedir algunos taburetes, el médico empezó ordenando al señor Wang y a su mujer que salieran de la habitación hasta que él los llamara. La pareja se marchó con una curiosa expresión de inquietud.
Sun Simiao aplicó las reglas clásicas del examen médico y terminó con el examen del pulso. Al cabo de un cuarto de hora, se sentó con precaución en uno de los taburetes y respiró profundamente, como si la auscultación le hubiese exigido un gran esfuerzo físico.
– ¿Sabe usted qué mal aqueja al chico? -preguntó Di.
– El mal de la mentira, el secreto y la cobardía -respondió el anciano sin dudar-. Y sé muy bien quién le inocula estos tres venenos. Debe de haber regaliz en uno de esos frascos, ahí -añadió señalando un estante.
El mandarín sacó de uno de los recipientes un puñado de ramas secas que el médico ofreció al niño.
– Esta planta resulta muy útil para neutralizar los tóxicos, y además es una golosina deliciosa. ¿Verdad, pequeño?
El muchacho, que acababa de meterse un grueso trozo de regaliz en la boca, respondió que «sí» con la cabeza. El anciano le hizo algunas preguntas anodinas, que Di dio por sentado sólo perseguían darle confianza. Hecho esto, fue a lo esencial. Tras un breve interrogatorio, resultó que su padre nunca le pegaba, ni siquiera cuando había hecho una tontería de las gordas. Su madre, en cambio, era muy voluble, unas veces cariñosa, otras mala, sin que en sus cambios de humor hubiese una razón tangible.
Di observó de golpe que estaba produciéndose un milagro. Mientras hablaba, los tics del pequeño Wang desaparecían uno por uno. Los síntomas se desvanecían. Sus ojos terminaron mirando de frente al anciano. Éste se lo señaló al mandarín.
– ¿Tenía yo razón o no, honorable viceministro?
Rogó al muchacho que regresara a su casa y le enviara a los padres, que acudieron de inmediato. Extrañamente, su primera preocupación no fue conocer la opinión del médico.
– ¿Qué le ha contado nuestro hijo? -preguntó de entrada el farmacéutico, preocupado.
– Cosas sin importancia. No es él quien más me interesa, sino ustedes dos.
Di vio palidecer a la señora Wang.
– ¿Qué quiere que le digamos? -preguntó con voz débil.
– Todo, señora, todo -respondió Sun.
La pareja pareció muy afectada.
– ¡Los dioses me han castigado! -exclamó de pronto la vendedora antes de ocultar sus sollozos entre sus brazos.
El médico se volvió a mirar al mandarín con los ojos chispeantes de inteligencia. Le pidió su opinión.
– Estoy tentado de creer que un misterio rodea el nacimiento del muchacho -respondió Di.
– ¡Excelente deducción! -exclamó el anciano-. Yo también pienso que es fruto de un adulterio -declaró con menos tacto.
Los Wang comprobaron que nadie podía oírlos antes de hablar.
– Cometimos un acto de lo más indigno -confesó el marido.
Explicó con medias palabras que una impotencia persistente le había impedido procrear al heredero que toda familia china desea. Su esposa había resuelto el problema acostándose con otro hombre. El resto era fácil de adivinar: los dioses les habían concedido el nacimiento de un hijo, pero ellos habían quedado marcados por la falta. El adulterio femenino era un crimen abominable, lo mismo que la actitud imperdonable del marido al cerrar los ojos. Aplastados por el peso de las convenciones sociales, había perdido a sus propios ojos todo el honor. El padre tenía tanto miedo a odiar a su hijo que era incapaz de educarlo. La madre amaba y odiaba a su hijo, cuya mera existencia le recordaba su desliz. Lo recompensaba y lo castigaba según su estado de ánimo, convirtiéndola en una persona incoherente. El chico se debatía entre un padre indiferente y una madre irracional. Como era inteligente, sospechaba que existía un secreto que había terminado por atormentarlo también a él.
– Una vida humana es como un árbol -dijo el médico-: debe plantar sus raíces en un terreno sano. ¿Qué diríais si el artesano que levantó vuestra tienda hubiese actuado tan a la ligera como vosotros? Un día u otro, os hundiríais en un terreno podrido.
Los esposos se miraron con expresión triste. La noche se anunciaba difícil.
El viejo eremita salió de la tienda, seguido por sus guardias que cargaban con las compras. Di pagó la nota a los atónitos tenderos y se reunió con él en el palanquín.
– Le felicito -dijo el rey de la medicina-. Habría sido usted un médico excelente… Por su capacidad para calar el alma de los pacientes, al menos.
El mandarín consideró a su vez que el eremita habría podido ser un perfecto investigador.
A la mañana siguiente, Di pasó a recogerlo a su residencia para acompañarlo al principal santuario taoísta de la ciudad. Cuando se presentaron en el templo de Lao Tseu, uno de los sacerdotes miró al anciano con perplejidad.
– Tiene que haber un error. Yo conozco a Sun Simiao. Y no se parece en nada a usted.
Di se preguntó entonces si el hombre al que llevaba paseando dos días era un impostor.
– Vi al gran Sun Simiao ayer por la noche -continuó el sacerdote-. Me atendió en consulta. ¡Fue él quien me curó la pierna! ¡Fíjense!
Se arremangó el traje azul noche y les mostró un emplasto sólidamente unido a su pierna por un cordón de cáñamo. El anciano eremita le pidió que retirara el emplasto para que pudiera examinar la herida. El religioso obedeció a regañadientes, con pocas ganas de exhibirse ante el desconocido. El médico se incorporó al cabo de unos instantes.
– Aunque llegara a perder la memoria hasta el punto de no recordar haberle visto, nunca habría prescrito un tópico de carne de serpiente marinada en vino para cerrar un absceso de esta naturaleza.