Di rogó al paciente que le explicara en qué circunstancias creía haber encontrado al eminente visitante.
La víspera, el sacerdote había ido a ver a un sanador al que consultaba por vez primera. Éste afirmó que su caso revestía graves complicaciones. Por suerte, el rey de los médicos, que acababa de llegar a la ciudad, tenía que pasar a verlo. El taoísta se alegró de que una lumbrera de la ciencia fuese a examinarlo.
– ¡No exagere! -dijo el habitante del monte Taiai.
Como el célebre personaje no curaba a cualquiera, el sanador propuso un arreglo. Por la noche, el paciente se presentaría «por casualidad», expondría su caso al visitante, que no le pediría nada a cambio de sus servicios.
– ¿No le pidió nada? -se extrañó Di.
Las cosas habían ocurrido así, para gran satisfacción del enfermo. Cuando el anciano se marchó, el sacerdote preguntó a su médico cuánto le debía y éste le hizo un precio de amigo.
– ¡Cinco taeles! -exclamó Sun Simiao-. ¡Si yo hubiese ganado tanto por cada diagnóstico, mi ermita rivalizaría con los fastos de la Ciudad Prohibida!
Se enfadó porque lo suplantasen para desplumar con unos honorarios exorbitantes a pacientes ingenuos. El que el tratamiento no fuese el apropiado aún lo sublevaba más.
– Esos estafadores me van a crear fama de incompetente. Ya es hora de que me vaya, está claro -añadió antes de dictarle al herido la fórmula de una pomada cicatrizante a base de miel y aloe, cuyo precio no debía ser superior a unos pocos sapeques. Eso era lo fastidioso de las grandes ciudades, que se veía uno constantemente confrontado a la tontería de los hombres.
Di tuvo que pasar por su casa. Cuando regresó al Gran Servicio Médico, el patio estaba lleno de alumnos dedicados a ejecutar lentos movimientos. En pie sobre un estrado, el centenario encadenaba las posiciones que diez mil años antes había inventado Hua Tuo, el célebre médico de los Han del Este. Di observó a los muchachos evocar sucesivamente al tigre, al ciervo, al oso, al mono y al pájaro. Ante sus ojos tenía uno de los secretos que explicaban cómo había conseguido el anciano fortalecer su cuerpo durante todos esos años. Según se contaba, a los noventa años, Hua Tuo conservaba el oído muy fino, la vista penetrante y la dentadura muy fuerte.
Du Zichun tenía una pataleta delante del pabellón central.
– ¡Este Sun Simiao! Ha sabido cultivar a las mayores personalidades dándoselas de eremita. ¡Es taoísta pero se las ha apañado para dar a entender que también le interesaba Buda! En sus tratados siempre tiene una frase amable para todo el mundo. Todas las religiones y todas las costumbres despiertan su indulgencia. Este hombre no es un médico, ¡es la perfecta cortesana!
Después de que el «pájaro» emprendiera el vuelo con toda la fuerza de sus alas, ayudaron al anciano a descender de su varilla. El ejercicio le había fatigado, y pidió una taza de té, que tomó en compañía del mandarín. Al cabo de un rato, le pidió con una seña que se acercara.
– Acabo de visitar al emperador -le confió en voz baja-. Quiero marcharme ya de Chang'an. «Su Majestad no necesita un médico como yo, le he dicho: lo que necesita es restablecer el equilibrio de sus fuerzas vitales.»
– Es un caso perdido, ¿no es cierto? -dijo Di.
Sun Simiao contempló el líquido rojo que humeaba en el fondo de su taza.
– No soy muy buen médico. Me intereso por las enfermedades declaradas. El gran arte siempre consistirá en impedir que aparezcan.
El gran arte del mandarín iba a consistir en permitirle marchar contra la voluntad del Hijo del Cielo.
13
Di Yen-tsie mete a un filósofo en un tonel. Y persigue a unos muertos muy vivos.
Sun Simiao y Di regresaron a la farmacia Wang para recoger los últimos preparados que habían encargado la víspera. Fue el chico de la casa quien acudió a abrirles. En su cara no quedaba ni rastro de los tics ni de estrabismo.
– ¡Papá! ¡Mamá! ¡El santo ha vuelto!
– ¡Bueno! -dijo Sun Simiao-. ¡Aquí tenemos a un joven que conoce su lugar en este mundo y se porta muy bien! Ha recuperado la cohesión del yin y el yang.
Los vendedores no tardaron en acudir y se hincaron de rodillas ante su benefactor.
– Vamos, ¡se lo ruego! Han sido ustedes quienes han curado al chico al decirle la verdad. ¿Ya está listo mi pequeño encargo?
El padre entregó con ambas manos uno de los paquetes al anciano suplicándole que quisiera aceptar el modesto regalo como prenda de su gratitud. Éste tomó el regalo con tanto placer como una muchacha al recibir un refinado perfume.
– ¡Anda! ¡Veneno de sapo-luna! ¡Qué amable!
Era la primera vez que Di veía a alguien dar las gracias por haber desvelado un viejo secreto familiar.
Los dos hombres se disponían a marcharse cuando advirtieron que en la calle se había formado un alboroto. Se oyeron gritos agudos que congregaron a un pequeño grupo de curiosos. Al cabo de unos instantes, unos viandantes hicieron entrar a una dama bien vestida que no conseguía dar dos pasos seguidos. Mientras la instalaban en un taburete, uno de ellos explicó que se había encontrado mal hasta el punto que fue necesario sujetarla. La criada que la acompañaba había pedido auxilio.
– ¡Los dioses están con vosotros! -exclamó el farmacéutico-. ¡Precisamente tenemos aquí a un sabio del Tao capaz de sanar cualquier enfermedad!
Sun Simiao habría preferido que se abstuviese de hacer promesas en su nombre. Sin embargo, como no tenía alternativas, y de todos modos su vida estaba salpicada de episodios parecidos, se acercó a la dama para averiguar de qué se trataba. La criada se apresuró a presentarle a su señora, la Dama Mo, modista. Por la mañana se encontraba en perfectas condiciones, pero mientras recorría las tiendas en busca de telas para confeccionar sus sombreros había sufrido un desmayo.
El médico le tomó el pulso. Tenía la mano helada. A las primeras preguntas que le hizo, fue presa de escalofríos. Por otro lado, la curiosidad del anciano eremita extrañó incluso a Di.
– ¿Ha hecho usted recientemente un viaje a lomos de camello? -preguntó a la modista, cuyo rostro se había vuelto lívido.
Ella balbuceó que no había salido de Chang'an en varios años. Luego sus ojos se velaron, estuvo a punto de caer del asiento, sufrió un vértigo y finalmente se desmayó en brazos de los aprendices.
Sun Simiao prescribió una pócima que el apotecario se apresuró a preparar. Recomendó llevarla en silla, meterla en la cama y llamar a su sanador habitual. Después de que los empleados la hubiesen instalado en uno de los muchos vehículos de alquiler que recorrían las avenidas de la capital, el eremita se volvió hacia Di para susurrarle su opinión.
– Ya que le gustan los misterios, le recomiendo que siga este caso. Esta mujer muestra todos los signos de una dolencia que sólo afecta a los criadores de camellos, muy lejos de aquí, los que viven en contacto diario con los animales. Para una ciudad como ésta, hay en esto algo muy anormal. Yo en su lugar iría mañana mismo a averiguar si esta modista tiene en su casa un camello como animal de compañía.
Como eso era poco probable, Di decidió seguir el consejo. De ahí a entonces, tenía otra misión que llevar a cabo. Los dos hombres se trasladaron a una casa particular, en la que entraron cargados con sus compras. Después de recorrer un edificio desierto, tomaron una entrada de servicio y fueron a dar a una callejuela donde los esperaba una carreta cargada de toneles. El olor no engañaba: los toneles habían contenido pescado en salazón, y éste había realizado un largo viaje antes de llegar al mercado. Sun Simiao le hizo un guiño.
– Sé que hay que domeñar mi orgullo, pero de ahí a tratarme como una trucha…
Di le aseguró que sólo permanecería el tiempo necesario para cruzar las fortificaciones confundido entre los comerciantes que regresaban a sus casas. A dos lis [18] de la capital, alcanzaría un carruaje más digno de él, aunque sin florituras, que lo llevaría de vuelta a su monasterio. Le entregó un salvoconducto a nombre de «Saber Milenario, abad del monasterio de las Aguas Turbulentas». Sustituyó el gorro raído del anciano médico por un cubrecabezas azul como el que llevaban los sacerdotes de Lao Tseu.