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– Sus enseres van en el tonel con el rótulo «Arenques» -terminó.

Sun Simiao se dejó levantar hasta una de las barricas. Antes de que la tapa cayera sobre su cabeza, levantó una mano nudosa.

– En uno de mis tratados a los que el Gran Servicio presume de hacer tanto caso, escribí que «La vida humana posee un valor supremo, que supera en mucho el del oro». Tengo la impresión de que por aquí se ha olvidado un poco este precepto.

Desapareció dentro del barril y dejó que el conductor tapara el orificio. El carro se puso en movimiento encaminándose a la avenida, llevándose al rey de la medicina con mucha más discreción de como había llegado. La sombra hacia la cual regresaba el eremita ya lo envolvía.

***

Cuando Di llegó a su Ministerio de Obras Públicas, un ujier le advirtió que en su gabinete estaba esperando un emisario del gran secretario Zhou Haotian. Un eunuco de primer rango ataviado con traje gris y gorro del mismo color se inclinó al verlo entrar. Había dejado sobre la mesa un paquetito que llevaba un sello de la Secretaría imperial. En su interior Di encontró una hoja enrollada sobre sí misma, la mitad de ella cubierta con ideogramas que representaban patronímicos y títulos como «general Qin Feng».

El eunuco explicó que habían encontrado el documento en la calle, a escasa distancia del tribunal. Una pronta comprobación reveló que varias de las personas que aparecían mencionadas habían fallecido hacía poco.

– ¿Asesinatos? -preguntó Di sintiendo crecer su interés-. ¿Una lista elaborada por un criminal?

El eunuco carraspeó para disimular su incomodidad al tener que contradecir a un funcionario de tercer nivel.

– En realidad, se trata de muertes naturales. El texto no se entiende bien. Su Excelencia comprobará que contiene unas extrañas anotaciones junto a los nombres.

Efectivamente, el autor de la hoja había trazado unos misteriosos números al final de la línea.

– Es muy enigmático -dijo Di-, pero no veo por qué Su Sublime Grandeza ha pedido que me lo traigan.

El eunuco lanzó una mirada furtiva a la puerta, que estaba cerrada, antes de responder en voz baja.

– A la Corte le preocupa porque algunas de esas personas tenían entrada en palacio. Aparece el nombre de algunos proveedores de Su Majestad, y hasta el de un general en activo del que no se ha vuelto a tener noticia. El gran secretario Zhou ha decidido que se haga usted cargo del problema porque…

El eunuco hizo una pausa para buscar la expresión apropiada.

– Porque tengo fama de que me gusta infiltrarme y husmear en los ambientes más variopintos -terminó Di desenrollando de nuevo el pergamino.

El emisario negó educadamente que el secretario Zhou hubiese utilizado tales palabras, pero Di estaba convencido de lo contrario. Al examinar los papeles desde cerca, observó que el orden de los nombres y cifras se atenía a la costumbre entre los sanadores. Este estilo se aprendía en los laboratorios. Podía apostar sobre seguro a que el gran secretario había llegado a la misma conclusión. Lo traían de vuelta a su investigación original. Zhou Haotian deseaba que descubriese a quién pertenecía la tablilla, la identidad del médico que se permitía enviar a pacientes de renombre al otro mundo. Di habría podido responder de entrada que buena parte del Gran Servicio Médico había adoptado ya esa moda. La lista terminaba con una tal viuda Mo, un nombre que le sonaba vagamente. Se acordó entonces de la modista que fue atendida en la farmacia Wang y se preguntó si se habría recuperado de su extraño desmayo. Habría empezado sin dudarlo un segundo por ella, pero el protocolo imponía visitar en primer lugar a la principal personalidad del grupo, es decir, al general Qin.

***

Cuando a la hora del chivo [19] el palanquín lo dejó delante de su residencia oficial, Di encontró a un hombre esperándolo. Tan pronto vio asomar a lo lejos sus estandartes, Choi Ki-Moon salió a recibir al mandarín con sonrisa afable.

– ¿Su Excelencia me honra solicitando mis servicios?

– Una nueva sospecha de asesinato apunta a sus colegas -respondió Di en tono seco-. Creo que es usted competente en este terreno.

El coreano se inclinó con respeto, en un intento de disimular la preocupación de su cara.

El mayordomo que los introdujo en las salas de recepción era a todas luces un antiguo soldado que había renunciado al ejército para emplearse en casa de su superior, como delataban su altivez y la entonación de los militares de carrera. Di observó en el primer salón la presencia de una magnífica colección de objetos preciosos. Siempre resultaba curioso visitar la residencia de un héroe de guerra: con frecuencia recordaban las tiendas de antigüedades, y en ellas solía encontrarse un extenso catálogo de objetos exóticos. Pero era mejor no preguntarse en qué estado había dejado a sus antiguos dueños el nuevo propietario de tales maravillas. El antiguo ordenanza esperaba cortésmente a que el viceministro expusiera la razón de su visita.

– Me han comunicado que tu patrón ha muerto de enfermedad -anunció Di-. ¿Puedes decirme algo más?

Al criado se le puso una cara larguísima. Ignoraba por completo que el general hubiese muerto, pues precisamente acababa de recibir una carta en la que le transmitía sus directrices. Di pidió que le mostrara la misiva. Llevaba el sello del Estado Mayor del Oeste y no contenía alusión alguna a indisposición de ninguna clase.

Di supuso que había extraído conclusiones apresuradas. Algunas de las personas mencionadas en el misterioso documento habían muerto, pero no forzosamente todas. Preguntó al criado por el estado de salud de su señor.

El general padecía reumatismo crónico. Acababa de iniciar un tratamiento a base de acupuntura. Por desgracia, una orden de misión imprevista lo había obligado a marcharse a esas montañas lejanas llamadas «Tíbet» donde tribus bárbaras ignoraban tozudamente la grandeza de la cultura china.

«De donde nos traerá seguramente algunas nuevas obras de arte», concluyó para sus adentros el mandarín antes de despedirse.

Acudieron a la siguiente cita, una tienda de objetos raros de bronce. Di consultó la lista que le habían entregado.

– Vengo a informarme sobre el difunto señor Chi -anunció al tendero.

La expresión que se pintó en la cara de éste fue mucho peor que la del mayordomo. Él era el señor Chi y no se podía negar que estaba fresco como una rosa. Superada la primera impresión, se mostró muy preocupado al oír que la Gran Secretaría lo declaraba muerto.

– No pasa por mi cabeza oponerme a los decretos del gobierno, pero le confieso a Su Excelencia que morirme ahora mismo estropearía mis planes, al menos este mes. Tengo un gran negocio entre manos y mi sucesor aún no está formado.

Era públicamente sabido que la emperatriz había enviado más de una vez mensajeros a los cortesanos caídos en desgracia para exigir su suicidio inmediato. Di consideró que el humilde vendedor de bronces era muy presuntuoso al elevarse al nivel de los dignatarios del imperio a quienes se les imponía tal destino. Respondió que se había producido un error y salió de la tienda preguntándose a qué juego le estaban obligando a jugar. Era tanta su perplejidad que olvidó preguntarle al vendedor qué médico lo trataba. Por suerte, la lista era aún larga.

Pero su siguiente interlocutor no estaba por desgracia en condiciones de informarle. Choi Ki-Moon llamó en vano a la puerta de la vivienda más modesta ante la que se presentaron. Al cabo de unos minutos, un vecino se asomó a la ventana para averiguar quién se permitía hacer temblar las paredes.

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[19] Entre las 13 y las 15 horas.