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– ¡Ay! -exclamó la heredera, cuyo maquillaje se veía deshecho por las lágrimas-. ¿Y qué voy a hacer yo ahora con todo eso? Me dolería tanto… ¡Más vale darlo todo a un templo! Indíquenme el lugar al que mi querida prima iba a rezar y haré que les lleven esos objetos hoy mismo.

Di alabó la piedad y el desinterés de la heredera y se despidió. Una vez en la calle, preguntó a Choi Ki-Moon cómo podía obtener información sobre ese Hua Yan.

– ¡Lo conozco bien, señor! -dijo el coreano-. Es el acupuntor más famoso de la ciudad, ¡su fama es inmensa! Hace algunos años lo llamaron para curar a un príncipe de la familia imperial. El enfermo murió antes de que él llegara. Contra todo pronóstico, Hua Yan pidió el favor de prodigarle el auxilio de su arte de todos modos.

– ¿Quiso atender a un cadáver? -se extrañó Di-. ¿Qué locura es ésa?

Choi Ki-Moon le hizo un gesto de que aguardara a conocer el final de la historia.

– El entorno de la princesa consideró que no les correspondía negarle cuidados al difunto, dado que éste no estaba en condiciones de emitir su opinión. Así que Hua pinchó el cuerpo con sus agujas. ¡Y milagro, el príncipe abrió los ojos!

– ¡No me diga!

– Desde entonces, Hua Yan tiene fama de resucitar a los muertos. Aunque hay que admitir que la Dama Mo no ha tenido esta suerte.

– Quizá porque el príncipe sólo se había desmayado -dijo Di-. Tiene que estar uno mismo bastante mochales para practicar la acupuntura sobre un cadáver.

Choi Ki-Moon admitió que algunos de sus colegas lo consideraban un poquito chalado, aunque no peligroso.

– Ser un poco excéntrico nunca perjudica, ¿no?

Di podía difícilmente contradecirlo, pues también él pasaba por una personalidad extravagante. Los otros magistrados nunca se habían privado de atribuir la originalidad de sus técnicas a una especie de locura inofensiva. Al menos, nunca le habían declarado sospechoso ningún crimen.

Fueron a buscar la dirección del famoso mago al Gran Servicio Médico. El portero les informó que seguramente lo encontrarían en la cárcel, pues esa misma mañana muy temprano unos guardias se habían presentado con una orden de arresto. Di pensó que la justicia, por una vez, se le había adelantado. De modo que se dirigieron al calabozo de Chang'an, que lindaba con el tribunal de asuntos locales.

El escribano forense les comunicó que el acupuntor había sido detenido a resultas de una denuncia por robo.

– ¡Esto va cada vez mejor! -exclamó Di-. Sus trucos se vuelven cada vez más prosaicos.

Pidió que le mostraran el expediente que estaban reuniendo para entregarlo al juez encargado del caso. En él se hacía un retrato de Hua Yan que nada tenía que ver con su bonita reputación de mago capaz de reanimar a los muertos. No era la primera vez que iba a dar con sus huesos en la cárcel. Su carrera de ladrón arrancó bastante antes que la de médico. Desde muy niño, el individuo había demostrado cierta afición a apropiarse de los bienes ajenos. La estafa parecía ser su segunda naturaleza. Se le acusaba ahora de un ridículo hurto que iba a suponerle una multa. Di estaba aterrado.

– Si lo he entendido bien, Hua Yan es un irresponsable al que se permite ejercer porque ha hecho gran propaganda de la acupuntura. ¿Y dónde está ese brillante representante del cuerpo médico?

Se hicieron llevar al patio donde se mantenía a los presos durante el día. Choi Ki-Moon le señaló al mandarín un hombre de unos 37 años sentado sobre una gruesa piedra. Cuando vio al funcionario de alto rango que su colega Choi le traía, Hua Yan creyó que el Gran Servicio enviaba refuerzos para sacarlo del agujero. Se inclinó con gratitud ante el que creía su salvador.

– Su Excelencia es demasiado bondadoso conmigo mediando en mi liberación. Espero que tenga a bien hacerme el honor de recibir mis cuidados gratuitamente.

Después de las últimas noticias sobre el acupuntor, Di no estaba dispuesto a prestar su cuerpo a la ciencia.

– Soy el viceministro Di Yen-tsie y te acuso de los asesinatos de la viuda Mo, de Wu Liang y de su familia, a los que seguramente se podrá añadir los de otras personas cuando la investigación haya avanzado.

Ante la estupefacción del reo preventivo, Di sacó de la manga la nota que le había confiado la Secretaría Imperial.

– Tengo aquí una lista de pacientes a los que has tratado; los nombres van adornados con unos números sospechosos.

Hua respondió que las cifras correspondían al importe de sus honorarios, y que había perdido la hoja cuando los soldados se lo llevaban a la cárcel sin miramientos.

– ¡Dígale ahora mismo que soy responsable de todas las enfermedades de este mundo! -exclamó-. Si mi compañero de celda coge una gripe, ¡también será culpa mía!

Di tenía su propia opinión sobre la oportunidad de algunas muertes en prisión. Se fijó en la expresión ofendida de Choi Ki-Moon. El acupuntor siguió defendiendo su causa con argumentos que su colega habría preferido no oír.

– ¡Y por qué no sospechar de su querido Choi, ya que en ésas estamos! -protestó señalando al coreano con gesto enfático-. ¡Conoce las pócimas tan bien que podría enviar mejor que yo a quien se le antoje al otro mundo!

Di prefirió callar también qué pensaba de tal eventualidad. Las repetidas alusiones al caso Choi le estaban sacando de quicio. Hua Yan, que no era estúpido, comprendió que había tocado un punto sensible.

– Se dice por aquí que hizo encarcelar al pobre Choi y que sólo la confesión del verdadero culpable lo salvó. ¿Qué quedará de su honor cuando cometa un segundo error conmigo?

Aunque la insolencia del ataque superaba lo que un magistrado podía tolerar, Di reconoció en su fuero interno que el rufián no andaba descaminado. Le convenía no equivocarse de nuevo si no quería acabar confinado de manera que el Departamento de Aguas y Bosques terminara pareciéndole una fuente inagotable de diversiones. Las acusaciones que había lanzado con la esperanza de que el preso se viniera abajo no aguantarían delante de un tribunal. Si existían pruebas, convenía encontrarlas cuanto antes.

***

Tsiao Tai llevaba una hora vigilando la casa de la modista, disfrazado como uno de los chicos de los recados que los sastres del barrio solían emplear. A un ojo atento no le habría pasado por alto, no obstante, que ese muchachote de anchos hombros llevaba a la cintura un bastón que no era un utensilio propio de un recadero. Acostumbrado a que le encomendaran misiones parecidas, se había traído una garrafita de vino y una brocheta de escorpiones asados bien crujientes.

Cuando un palanquín de alquiler con las cortinas echadas herméticamente se detuvo justo delante de la tienda, el lugarteniente del juez Di se escurrió detrás de un pilar para que no le descubriera. Precisamente, la joven vestida de luto blanco que salió del vehículo echó una mirada circular, como si temiese ver aparecer a un guardia. Tranquilizada sobre este punto, entró en la tienda. La puerta quedó abierta el tiempo suficiente para que Tsiao Tai pudiese ver a las vendedoras inclinarse con respeto ante la prima de su señora. Dado que su patrón le había puesto al corriente del caso, Tsiao Tai esperó a ver a la joven recogiendo los objetos preciosos antes de huir a toda prisa. Lo que vio fue muy distinto. O bien la ladrona era más sutil que él, o bien el mandarín se había equivocado y ella era realmente la desconsolada pariente que aseguraba ser. Pues el espía no tardó en ver a las empleadas llamando a los porteadores. Salieron de la tienda con un pesado cofre que depositaron dentro del palanquín. Todas esas mujeres parecían maravilladas por el desinterés que la heredera estaba demostrando. Y sí, ¿quién no se habría emocionado al ver que el grueso de una herencia se destinaba a comprar oraciones por el reposo de la difunta? En lugar de salir corriendo, la prima ordenó a los porteadores que se dirigiesen al templo. Ella siguió a pie, en medio de las vendedoras, que se habían cubierto los hombros con chales blancos. La comitiva no habría sido más solemne si se hubiese tratado de conducir a la modista al lugar de su cremación ritual.