La pagoda que la Dama Mo frecuentaba era un hermoso edificio cuya estructura de madera oscura enmarcaba unas paredes recién enjalbegados. Unos farolillos colgaban a intervalos regulares, así como varios paneles oblongos con sentencias místicas escritas en gruesos caracteres. Los hombres de carga detuvieron el vehículo al pie de los escalones y sacaron el cofre con los jades. Dos monjes que llevaban el cráneo afeitado, vestidos con túnicas naranja y capas negras, acudieron a recoger el tesoro.
La prima dejó a las otras mujeres al pie de la escalera y subió sola adonde la esperaban los monjes sonriendo. Los porteadores introdujeron el cofre y antes de aparecer momentos después con las manos vacías. A Tsiao Tai no le sorprendió demasiado ver que había budistas metidos en el caso. Cuanto más extendían su influencia en los círculos del poder, más infracciones y manipulaciones había que reprochar a los monjes de esta religión. Los bonzos juntaron las manos y agradecieron con varias reverencias el don a su benefactora. La mujer encendió un poco de incienso en el gran caldero previsto al efecto y recitó una breve oración en memoria de su querida prima, y luego volvió con los empleados de la viuda Mo, que la felicitaron por su generosidad. Se separaron prometiéndose verse de nuevo en los funerales, que tendrían lugar tres días después. La prima tomó asiento en el palanquín, que se alejó lentamente mientras las demás mujeres regresaban a su tienda.
Cuando las perdió de vista, el lugarteniente subió las escaleras y alcanzó a los dos monjes que cargaban con el cofre sosteniéndolo por las asas. Tsiao Tai asió el bastón que llevaba colgando del cinto y lo blandió por encima de su cabeza.
– ¡En nombre del viceministro de Obras Públicas, suelten esos jades!
Los religiosos dejaron el bulto en el suelo. Las ropas del intruso resultaban incongruentes con su actitud.
– ¿Qué jades? -respondió el mayor de los dos.
Tsiao Tai dio una patada a la tapa, que se abrió en el acto dejando ver un montón de ropa cuidadosamente doblada. Vació el cofre sobre el suelo, sólo para comprobar que lo único que contenía eran brocados ya raídos, ropa usada con manchas, y trozos de tela sin demasiado valor.
– ¿Y habéis dejado que os cuelen estos harapos en lugar de los jades? -exclamó incrédulo.
Los bonzos se miraron perplejos. Habían llegado a la misma conclusión: tenían delante a un loco armado con un bastón que se creía un policía. No era la primera vez que les ocurría algo semejante en una ciudad tan populosa donde la vida no era fácil para los miserables.
– No llevamos jades, inspector -volvió a hablar el mayor con voz sosegada-. La dama nos avisó ayer que nos traería algunas ropas para los necesitados. ¿Quiere llevarse algo? -añadió con la esperanza de calmar a ese orate mal vestido.
– ¡Es que le han dado las gracias como si les hubiese hecho un regalo de mucho valor! -replicó Tsiao Tai, que se aferraba desesperado a su versión de los hechos.
– Todos las donaciones que nos hacen las consideramos valiosas -dijo el monje con una sonrisa de conmiseración para el demente-. No nos parece conveniente dar las gracias de una manera distinta al que da mucho del que da poco. La única joya es el corazón de quien ofrece.
Estos buenos sentimientos no convencían al lugarteniente. Le habían dado gato por liebre, igual que a las empleadas de la modista.
Salió a la calle y siguió la misma dirección que la ladrona. Ni rastro del vehículo. Todos los palanquines de la avenida se parecían. Era hora de apelar a esas facultades de deducción en las que solía apoyarse su patrón. Aunque no era tan sagaz como él, podía imaginar fácilmente qué habría hecho él en lugar de la ladrona, con su cofre lleno de figurillas traslúcidas. Existían buenas razones para que intentase sacárselas de encima cuanto antes, de modo que se dirigió hacia el barrio de los joyeros.
Casi todas las manzanas de casas de Chang'an estaban cerradas sobre sí mismas como ciudades fortificadas, pero ésa lo estaba más que ninguna. No había una sola ventana que diera al exterior. Era un vasto recinto de forma cuadrada en el que no se podía entrar salvo por una puerta que día y noche custodiaban dos gigantes armados y cuidadosamente atrancada al caer la noche. No se permitía el paso a cualquiera. Por suerte, al ver su disfraz de recadero, los guardas supusieron que venía a recoger algún encargo o a traer material precioso; pues era costumbre encomendar el transporte de pequeñas cantidades a robustos mozos vestidos como pordioseros, y él entraba de lleno en esta categoría.
Un palanquín con cortinas rojas esperaba delante de una tienda que lucía la enseña de un grueso diamante. Tsiao Tai dio las gracias a los dioses y a la influencia que el juez Di tenía sobre él cuando vio a dos personas salir de la tienda. Una era un hombretón entrado en carnes que llevaba los dedos cubiertos de sortijas y la segunda era ni más ni menos que la prima de la modista a la que llevaba una hora persiguiendo. A un gesto de la mujer, los porteadores apartaron una de las cortinas y sacaron del vehículo un segundo cofre, idéntico en todo al que había donado a los monjes budistas. Todos entraron en la tienda con el cargamento. Una media hora más tarde, la ladrona volvía a acomodarse en el vehículo. Tsiao Tai se acercó más.
– Al Barrio del «Clamoroso Triunfo» -la oyó ordenar.
El lugarteniente tardó unos minutos en realizar algunas útiles comprobaciones y fue a buscar refuerzo a casa de su patrón. Di no se encontraba en casa. En el patio, Tsiao Tai encontró a su compañero Ma Jong, al que resumió sus peregrinaciones. Bajo la amenaza de una acusación por encubrimiento, el vendedor no vaciló en revelarle la identidad de la dama que había dejado las mercancías preciosas en depósito: era la esposa del acupuntor Hua Yan.
– El patrón siempre dice que hay que saber tomar iniciativas -dijo Ma Jong mesándose el bigote imitando al juez, que hacía lo propio con su hermosa barba mandarina cuando reflexionaba.
Sacaron de sus baúles sus viejas insignias de justicia de los tiempos en que imponían el orden en las ciudades de provincia. Sin perder más tiempo, se dirigieron a la dirección que les habían indicado.
«Clamoroso Triunfo» era un lugar pulcro, reservado a la clase media acomodada. Las casas, de una planta y piso, contaban con un pequeño patio acotado por tapias blancas. Era la versión barata de las opulentas residencias de la alta burguesía. Tsiao Tai desenrolló el viejo estandarte con la proclama «Tribunal del juez Di» mientras Ma Jong aporreaba con los puños la puerta que el jefe de manzana les había indicado.
Salió a abrir la elegante joven a la que Tsiao Tai había seguido.
– ¿Qué quieren de mí los honorables inspectores del tribunal del juez Di? -preguntó tras echar un vistazo a la banderola que exhibían con mano temblorosa.
Respondieron que su presencia obedecía a una investigación oficial y entraron sin darle tiempo a protestar. El pequeño patio adornado con algunos árboles enanos, imitaba los jardines de los ricos. Era un palacio en miniatura, sin grandes recursos pero arreglado con gusto. Los hombres empezaron a registrar la vivienda con la esperanza de encontrar algo en que sostener su acusación de asesinato. Por desgracia, sus pesquisas no dieron en nada después de poner patas arriba las pertenencias perfectamente ordenadas de la sospechosa.
– ¡Te he visto robar los jades de la viuda Mo! -gritó Tsiao Tai, furioso al ver sus esperanzas reducidas a cero.
Sin inmutarse, la mujer aseguró que era prima de Dama Mo y que había entrado en posesión de su herencia de manera absolutamente legal.
– ¡Soy la esposa legítima del famoso acupuntor Hua! ¡Y los voy a denunciar! ¡Aquí no estamos en los tribunales de provincia!
Tsiao Tai se preguntó qué cara iba a poner su jefe si lo arrastraban a un caso judicial mal planteado. No era el tipo de iniciativa que él apreciaría. La mirada furtiva de Ma Jong le confirmó que tendría que soportar solo la responsabilidad del fracaso. Decidieron tomar la puerta.