– Supongo que no ha sido un favor gratuito -replicó Di-. ¿Qué te han pedido a cambio?
La vieja se volvió a mirar con ojillos inquisitivos al papanatas de su hijo. También ella se preguntaba qué esperaba nadie obtener de él que valiera el pago de una multa judicial.
– ¿Tenías que asesinar a alguien? -sugirió el mandarín.
El antiguo preso perdió los nervios del todo.
– ¡Le juro que no, señor ministro! Lo único que tenía que hacer era llevar un mensaje. ¡Y recibir tres taeles por el favor!
– ¡Tres taeles! -se indignó la anciana-. ¡Y sólo me has dado dos!
Empezó a registrarlo aprovechando que Ma Jong lo tenía inmovilizado. Hubo que esperar a que hubiese sacado la moneda del pliegue de su cintura para reanudar el interrogatorio. Di exigió ver el mensaje.
– No lo escribió, señor -respondió el mensajero-, no tenía ni tinta ni papel. Por suerte, tengo buena memoria. Me lo aprendí. Su Excelencia no debe tomarla conmigo. Era un mensaje sin ninguna importancia.
Di dudaba que nadie diera dinero para llevar mensajes sin importancia.
– Ya que tienes una memoria excelente, vas a repetirnos ese mensaje. Y te aconsejo que no te equivoques. No me gustaría enviar a las minas al devoto pilar de una familia.
Su anciana madre cruzó las manos sobre el pecho, curiosa por oír qué mensaje podía confiarle alguien a su hijo a cambio de tanto dinero.
– Hua Yan me dijo que fuera a ver a su esposa, que es costurera. Y tenía que decirle esto: «Haz desaparecer ahora mismo lo que guardo en mi gabinete. Dale dos taeles al mensajero».
– ¿Dos taeles? ¡Pero si acabas de decir tres! -dijo su madre.
– Eran dos, pero yo dije tres -explicó él bajando la nariz.
Esta muestra de malicia le pareció a la vieja la mejor noticia del día.
Di ordenó al Pequeño Imbécil que los llevara a la dirección en cuestión. Su madre los dejó ir sin protestar: guardaba las monedas en su mano, así que lo principal estaba a salvo.
Era casi de noche cuando llegaron a la avenida. Tsiao Tai se sorprendió al ver que no se dirigían hacia el barrio burgués donde vivía la mujer altiva cuya casa habían estado registrando hacía pocas horas.
– ¿Aquí es donde habéis arrastrado mis banderolas por la infamia? -preguntó su jefe.
Los lugartenientes negaron con la barbilla. La casa ante la que se habían detenido no era la de la supuesta prima de Dama Mo. En cuanto su guía se escabulló sin decir nada, se apostaron de manera que pudieran vigilar la zona discretamente. Di estaba pensativo.
– Ese Hua Yan quizá sea un loco peligroso además de estafador, pero sabe cómo engañar a la policía. El secreto de su triunfo es tener dos domicilios, con dos esposas que no se ven nunca. ¿Hay mejor manera de despistar? Ojalá lleguemos a tiempo.
Una mujer se acercó a largos pasos y entró en la casa.
– ¡Demasiado tarde! -gimió el mandarín.
Se apresuró a llamar a la puerta antes de que la situación empeorase.
– ¿Quién hay? -preguntó una voz teñida de ansiedad.
– ¡El brazo armado de la justicia! -clamó el viceministro, que empezaba a cansarse de que lo llevaran de la nariz-. ¡Abra o mis hombres derribarán la puerta!
Sus lugartenientes esperaron aguantando la respiración que abriera, pues no les apetecía lo más mínimo desencajarse la clavícula para defender las promesas de su jefe. Por suerte, la hoja se entreabrió dejando ver el rostro asustado de la moradora del lugar.
– ¡Registro! -declaró el mandarín entrando sin vacilar en la estancia principal.
Tsiao Tai comprobó entonces que su jefe no era tan mirado sobre estos modos de investigación cuando él llevaba las riendas.
– ¿De dónde vienes? -preguntó Di dando un vistazo circular al sencillo mobiliario que decoraba la habitación-. ¡No me mientas! ¡Te acabo de ver entrar!
– De… de la letrina, que está al final de la calle -respondió tras unos segundos de vacilación.
Di la miró de arriba abajo. Estaba desconcertada. A lo mejor así conseguiría sonsacarla.
– ¿Sabes que tu marido tiene una Segunda Esposa, y que la mantiene como una reina al otro lado de la ciudad?
La costurera agachó la cabeza.
– Mi marido es un hombre excepcional y hace lo que quiere.
Así que estaba enterada, concluyó Di, enfadado al ver que fracasaba su táctica. Mientras sus lugartenientes revolvían los cofres de la ropa sin encontrar nada, él descubrió al fondo de la habitación una puerta cuya cerradura se veía a las claras que había sido forzada.
– ¿Qué hay ahí dentro?
Ella respondió que era el gabinete de su marido, pero que nunca ponía los pies en él; sólo él tenía derecho a entrar.
– ¿Por que está rota la cerradura?
– No lo sé, señor. La acabo de encontrar así ahora mismo. Un ladrón habrá entrado en mi casa, seguramente.
Di había conocido ya a muchos embusteros para adivinar cuándo alguien se burlaba de él. Empujó la mampara de madera, que se abrió entre chirridos. Durante el día, el reducto se iluminaba con dos ventanas a ras de techo. La linterna del mandarín le reveló un desorden indescriptible. Alguien había estado rebuscando en todos los rincones con una prisa manifiesta. Observó huellas en el polvo de los estantes. Había varios frascos reunidos encima de la mesa central, como si alguien tuviese previsto llevárselos. El suelo estaba cubierto de hojitas con anotaciones hechas con la misma letra que la lista con números. Había asimismo un material parecido al que los apotecarios utilizaban para preparar sus pócimas. Aquí y allá se veían algunos libros especializados.
Di se volvió de golpe hacia la atemorizada costurera.
– Voy a decirte lo que ha ocurrido aquí. Hace unas horas, la otra esposa de tu marido ha venido a advertirte que habían hecho un registro en su casa. Por suerte, ella no guardaba nada comprometedor, cosa que por desgracia no es tu caso. Tu marido suele encerrarse en esta habitación para elaborar unos productos demasiado secretos para ser honestos. De modo que has pasado el día preguntándote qué hacer. Un hombre ha venido a verte hace nada y tus dudas se han convertido en certidumbre. Te traía una consigna de Hua Yan, instándote a hacer desaparecer el contenido de su gabinete. Como no tenías la llave, has forzado la cerradura. Había demasiadas cosas para que pudieras llevártelas en un solo viaje, de manera que has metido en uno o dos sacos tantos objetos como has podido y has ido a deshacerte de todo.
La costurera cayó de rodillas.
– Suplico a Su Excelencia que crea que nada de eso es verdad. Son las malas lenguas las que llevan y traen esas mentiras. Yo soy una simple costurera, ¡nunca me atrevería a desafiar a la justicia imperial! Mi marido goza de una reputación intachable, ¡trata a grandes personalidades del Estado!
Al mandarín le fastidiaba que se trajera tanto a colación la brillante fama del acupuntor. Todos parecían convencidos de que esa familiaridad con el palacio los situaba por encima de las leyes. Tenía que encontrar pruebas irrefutables si quería llevarlos ante la justicia. Ordenó a sus lugartenientes que lo siguieran acompañado de la «simple costurera». Ma Jong la cogió del brazo y todo el mundo salió a la calle.
Ya era noche cerrada. Delante de los porches y del otro lado de las ventanas de papel encerado brillaban algunos faroles. Di tomó por donde venía la mujer cuando la encontraron en la calle.
La costurera no tenía precisamente la corpulencia de un buey, por lo que dos sacos llenos de frascos y de libros debían de suponer un peso excesivo si los cargaba a fuerza de brazos. Además, corría el riesgo de que la policía le echara el lazo en cualquier momento. Tenía que haber soltado el lastre del fardo a la primera ocasión.
Al pasar por delante de una callejuela, Ma Jong pidió permiso para hacer un alto para beber un poco.