La casa que buscaban se encontraba en la frontera entre un barrio de viviendas populares y el de las prostitutas de segunda zona, a medio camino del cielo y del infierno, en otras palabras. Di adivinó que la práctica de su arte no era lo único que retenía en el lugar al médico en jefe. ¡Extraña profesión la que consistía en atender todo el día a mujeres de mala vida!
Nada llamaba la atención sobre la casa en la que se detuvieron. La fachada era de madera vulgar, rodeada por un estrecho paseo cubierto, sostenido por delgadas columnas con la pintura desconchada. Era evidente que a las mujeres que acudían les preocupaba la discreción. Choi Ki-Moon hizo sonar el gong que colgaba de la puerta y se apartó para ceder el paso al viceministro. Di entró en una habitación oscura adornada con bancos que debía servir de sala de espera.
Al poco apareció el señor del lugar. Apartó la cortina de perlas que separaba la habitación del resto del establecimiento y se secó las manos en el delantal de sus ropas. Di supuso que lo habían sorprendido mientras comía; luego apartó de su mente todas las ideas sobre lo que un cirujano podía hacer en su trastienda. Cai Yong era un hombre de 40 años de cabello escaso y rostro hinchado por la grasa. Di pensó que sus clientes necesitarían un buen motivo para fiarse de él. Por su parte, nunca habría permitido que un individuo con su aspecto se acercase a sus esposas a menos de veinte pasos. Choi Ki-Moon hizo las presentaciones, lo que provocó en su colega una catarata de reverencias, acompañadas de palabras de bienvenida. Su anfitrión se apresuró a llevarlos a su gabinete de consulta, apenas más limpio que el vestíbulo, aunque contaba con varios sillones de bambú adornados con cojines.
– Soy yo el que se siente honrado al conocer a un maestro de su reputación -mintió el mandarín dando un vistazo general a las baratijas que colgaban por todas partes.
Los pacientes seguramente eran demasiado pobres para pagarse los remedios que necesitaban. Di sabía cómo sobrevivían los sanadores que no habían conseguido hacerse con una clientela rica: repartían amuletos, oraciones copiadas de libros sagrados y frasquitos con agua milagrosa a cambio de sumas irrisorias.
– Me han hablado muy bien de sus competencias -continuó Di, pensando que no iba de una adulación más.
Cai Yong no debía de estar acostumbrado a los cumplidos y sacó pecho como un pavo real.
– Su Excelencia es demasiado bondadosa. Hago lo mejor que puedo a mi humilde nivel.
Pareció dudar, luego cedió a la tentación de jactarse y sacó de un estante dos cajitas de papel de estraza superpuestas: una rosa y otra azul. Las abrió para mostrar el contenido a su visitante, un montón de bolitas amarillas en un caso y azulado en el otro, de aspecto igualmente repugnante.
– ¿Qué maravillas son ésas? -preguntó Di fingiendo interés.
El médico en jefe no cabía en sí de orgullo. Como sus clientes solían hablarle de sus problemas conyugales, había puesto a punto un preparado afrodisíaco para las que se quejaban de un esposo distraído, y una mezcla de su composición a base de salitre y de cerveza para adormecer los excesos de los más fogosos. Las damas habían corrido la voz y ahora gozaba de una sólida reputación en el barrio.
«Una sólida reputación de chulo», completó Di para sus adentros. Se esforzó por memorizar la forma de las bolas por si acaso alguna de sus esposas intentaba un día hacerle tragar esas cochinadas. Claro está, el método tenía sus limitaciones. Cai Yong confesó que una tal señora Si, que regentaba una taberna de tallarines al final de la calle, había descubierto el defecto de su panacea. Decidida a restablecer la armonía en su pareja, hizo algunas concesiones a la coquetería además de mezclar el afrodisíaco en la sopa de su esposo, que tan pronto engulló la comida salió, presa de un súbito ardor, en busca de su amante. Al día siguiente, probó con el segundo remedio queriendo retenerlo. El hombre cayó dormido… ¡y salió a buscar a su rival en cuanto despertó!
– No tuvo suerte, no hay duda -comentó el mandarín con una amable sonrisa en los labios, preguntándose si debía ordenar que lo detuvieran por haber animado a sus clientas a intoxicar a sus cónyuges a sus espaldas.
Ahora que el médico en jefe entraba en confianza, era el momento de orientar la conversación hacia el tema que los traía.
– Supongo que su clientela no está formada exclusivamente por personas tan distinguidas como esa vendedora de tallarines.
Cai Yong captó la insinuación al momento.
– Atiendo también a otro tipo de comerciantes del barrio -admitió-. Les vendo ginseng, trato gonorreas, y todo lo demás.
Señaló con un gesto amplio una estantería llena de cajas de manta tang lang, un insecto recomendado para tratar la blenorragia, la espermatorrea y la incontinencia urinaria. Había además libélulas secas, remedio soberano para cicatrizar ulceraciones de la verga.
– Soluciono además sus problemas menores cuando se presentan… -añadió con un gesto cargado de sobreentendidos.
Dicho sin rodeos, les prescribía sustancias abortivas. Cai Yong destapó un rechoncho jarrón de porcelana lleno de polvo verde; en ese momento contenía un stock de hojas de datura para fumigaciones.
– Combaten el enfisema y el asma. El fruto, encerrado en una cápsula espinosa, posee propiedades narcóticas y sedativas muy potentes.
– Ah, sí, ya sé -dijo Di examinado desde más cerca el contenido de los anaqueles-. He juzgado a prostitutas que los daban a beber a sus amantes ocasionales en forma de licor y cuando caían aletargados los desvalijaban limpiamente…
Desconcertado, Cai Yong intentó salvar el escollo celebrando las virtudes del ginseng, la panacea por excelencia. Además de sus propiedades afrodisíacas, esta planta rara y costosa era descongestiva, facilitaba la circulación, limpiaba la sangre y revitalizaba los organismos frágiles.
– Decocción a tomar por la mañana -concluyó deslizando un saquito en la mano del funcionario.
– Dígame, ¿usted reúne las funciones del médico y del farmacéutico? -preguntó Di sin dejar de leer las etiquetas de este arsenal del crimen y el desenfreno.
– Y ¿por qué no? ¿Cómo pretende Su Excelencia que vivamos si no es así?
Cai Yong se acercó al visitante y añadió en voz baja:
– ¿Acaso el gran hombre cree que prodigo mis remedios a las cien familias? [22] ¡Claro que no! Para las cien familias tengo píldoras a base de harina de trigo azucarada y aromatizada, emplastos compuestos de pasta de azufaifo y de jalea de membrillos. Es suficiente bueno para ellos, no falla. Reservo mis verdaderos medicamentos para clientes como usted, capaces de apreciarlos.
Di le preguntó si había visto a una cortesana de altos vuelos aquejada de una contagiosa enfermedad.
– Si la hubiese visto, la habría curado -respondió Cai Yong con fatuidad.
Di consideró que el lugar no demostraba esa competencia universal de la que se jactaba su ocupante.
El gong de la entrada resonó dos veces seguidas. Di consideró que ya se había reído suficiente; mejor sería despedirse y volver a la investigación para la que el gran secretario le había designado. Al cruzar la primera sala vio, sentada en uno de los bancos, a una dama que esperaba probablemente a que le entregaran la pócima milagrosa que enviaría a su marido en brazos de una rival. Descubrió además a un galán que parecía muy interesado en su vecina. Levantó los ojos al cielo y salió del lugar.
Cuando bajaban por la calle, los dos hombres pasaron delante de una taberna de tallarines. Choi Ki-Moon lanzó una mirada cómplice al mandarín.
– Si no me equivoco, la patrona de este establecimiento prueba los preparados de nuestro amigo para regular los impulsos amorosos de su marido -dijo guiñándole el ojo con picardía.