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– Rosita vive aquí -dijo Choi señalando la puerta de un coqueto establecimiento. Bastará con llamar para averiguar si está.

Di le pidió con una seña que así lo hiciera, sin preguntarse qué motivos tenía para conocer la dirección privada de una cortesana. Un postigo se movió permitiendo a una mujer de edad madura examinar a los dos visitantes a través de una rejilla de hierro forjado.

– ¿Quién hay? -preguntó en una voz carente de la típica dulzura de las prostitutas.

– Somos dos médicos itinerantes -afirmó Di-. Hemos sabido que teníais una enferma y venimos a brindarle el auxilio de nuestro arte.

Los ojos los escudriñaron a través de los barrotes y luego se fijaron en la banderola.

– ¡Sigan su camino! -gritó la matrona-. ¡En nuestra casa todo está en orden! ¡Mi hija prepara su boda y no necesitamos que unos charlatanes nos traigan sus malos presagios!

El ventanuco se cerró de golpe. Delante sólo tenían un panel de madera tan dura como la bienvenida que habían recibido. Di comprendió por qué Rosita se había quedado en casa en un día de salida. Los preparativos de la boda debían de tenerla ocupada y no tenía motivo para salir a exhibirse en el templo. El ideal de toda cortesana era casarse con un hombre rico que empezaba ofreciéndole seda y oro para demostrarle la magnitud de su fortuna. Iba a convertirse en la concubina de un noble, o incluso en su esposa principal si había tenido la suerte de seducir a algún viudo.

– ¿Por qué nos ha acusado de traer el mal de ojo? -preguntó extrañado Di, que había esperado mayor respeto a la profesión que tomaba prestada.

– Lo ignoro, señor -respondió Choi, que seguía enarbolando su enseña de color crudo, pintada con grandes caracteres negros.

En ella se leía la razón sociaclass="underline" «Estrías, hemorroides, esterilidad». El coreano siguió la mirada consternada del mandarín.

– Es todo lo que he podido encontrar, con las prisa de servir a Su Excelencia -se disculpó lastimero.

«Cambio de táctica», se dijo Di. Se plantó en medio de la calle, agitó con fuerza la campanilla de madera y empezó a llamar a los transeúntes como había visto hacer en las plazas públicas.

– ¡Oigan, oigan! ¡Toda enfermedad tiene su remedio! ¡Trátese antes de que se agrave! Tengo pociones para todos y cada uno de vuestros males, hasta los más dolorosos! ¡Tratamientos gratuitos para los más pobres!

Al cabo de un rato de la arenga, una mujer mayor le tiraba de la manga.

– ¡Los dioses os envían! -declaró-. Con la enfermedad de mi hija, no tenemos manera de pagar los servicios de un médico.

Los llevó hasta una casucha míseramente decorada que daba a una callejuela. No era uno de los confortables edificios de la calle principal. La mujer levantó la cortina de la habitación principal y los invitó a tomar asiento en la cama. Choi dejó sus pertrechos en el suelo y apoyó la enseña en la pared. La anciana apartó otra cortina y entró en la habitación contigua.

– Hija -oyeron-, he encontrado ayuda para ti. Deja que te examinen.

– Es inútil -respondió una voz más joven-, sólo estoy indispuesta. Ahórrese el dinero.

– Entonces no hagas que vaya a peor. ¿Quién se ocupará de mí si te mueres? ¡Vamos, sé razonable!

Se produjo un silencio.

– Me alegro de que por fin entres en razón -dijo la anciana haciendo un gesto para que se acercaran.

Había una muchacha, de mejillas pálidas y ojos hundidos, acostada en la estera. A su pesar, Di se dijo que esperaba haber dado con la que andaban buscando y que padeciera una enfermedad incurable. Choi Ki-Moon retiró las mantas y le tomó el pulso en las cuatro extremidades.

– Su hija tiene el pulso doble. No estará…

– Sí. De varios meses ya -confirmó la anciana.

– La enfermedad que le provoca tanta fatiga es el cólera -dijo el coreano-. Su agotamiento afecta tanto a la madre como al niño por nacer. Es serio. Se arriesga a sufrir un aborto natural acompañado de complicaciones.

Di empezaba a entender por qué la mujer se abstenía de acudir a la pagoda. ¿Guardaba eso alguna relación con su investigación?

– Tengo que saber qué le ha ocurrido para recetarle una medicación adecuada -aseguró.

Impresionada por el diagnóstico, la alcahueta se lanzó a relatar los hechos. Su «hija» no pretendía conservar el bebé, pero las pociones abortivas habían fracasado y la vieja sospechaba que no las había tomado correctamente. Si nacía una niña, podrían educarla para que tomara el relevo dentro de unos quince años. Pero si era un chico, lo abandonarían para que se convirtiera en bonzo, soldado o eunuco, en el mejor de los casos.

Di llegó a la conclusión de que no era la mujer que él buscaba. Choi Ki-Moon había escrito ya su receta.

– El niño desea vivir, y usted debe respetar su deseo o su hija morirá -le dijo a la anciana-. Envuelva las hojas medicinales en papel rojo y sedoso. Ponga a hervir la decocción a fuego lento, luego arrójela en vino de Shaoxing. Esta pócima evitará el riesgo de aborto natural y estimulará su sangre.

Le recomendó además que se procurara placenta tostada para facilitar el parto y favorecer la expulsión del feto cuando llegara el momento.

– Le doy las gracias, señor Choi -dijo la futura madre cuando se despedían, aunque ninguno de los dos había dado su nombre.

– Adiós, Loto -respondió el coreano.

Di alzó los ojos al cielo. Estaba decepcionado. Todo eso estaba la mar de bien pero él no había venido a repartir medicamentos.

Fueron a situarse al otro extremo del caserío y empezaron de nuevo con su farsa sin demasiada convicción. Di se preguntó si era por celo o por placer por lo que se dedicaba a envilecerse poniéndose en tales situaciones. ¡Un hombre de su rango buscando clientes en las plazas públicas como un vulgar buhonero!

Estaba sumido en tan tristes pensamientos, el ceño fruncido, cuando los llamaron por segunda vez. Era ahora una pequeña criada la que solicitaba sus servicios. Los condujo a una casita coquetona cuya primera sala estaba acondicionada para recibir a los invitados de marca.

– Mi señora ha recibido tratamiento de un gran médico, pero ha sido incapaz de curarla. Ya que los dioses les envían a nosotras, quizá sepan qué remedio aplicarle.

Les mostró a la mujer que yacía en su lecho de dolor, desfigurada por la enfermedad, flaca y agotada, que llevaba la cabeza envuelta en un chal anudado como turbante. Di supuso que se trataba de Crepúsculo, la tercera de la lista.

Choi Ki-Moon procedió a examinar los síntomas: labios ennegrecidos, frío en los dientes, pérdida involuntaria de orina, aborrecimiento a la comida… Muy malos indicios. La lengua blancuzca delataba una enfermedad peligrosa. La sombra azulada bajo los ojos era una promesa de muerte inminente. Los tres pulsos del anular, el mediano y el índice -touen, kouan, tche-, eran «ch'ch», lentos, y sólo producían tres latidos por ciclo de respiración. La paciente dijo que a toda hora le apetecía comer salazones, de lo que Choi dedujo que su vejiga estaba afectada.

– No tiene por qué alarmarse, todo irá bien -dijo en un tono que escondía mal su verdadera opinión.

Hizo ademán de buscar algo en su bolso y pasó cerca de Di, al que susurró al oído que se trataba de una gonorrea de un tipo muy infrecuente y agresivo.

– Me han recomendado la manta -dijo la cortesana entre muecas de dolor.

Di, que empezaba a familiarizarse con el tema, recordaba que el insecto tang lang estaba recomendado para la blenorragia. Choi Ki-Moon sacudió la cabeza en señal de aprobación y alabó la sabiduría de quien había prescrito este remedio.

– No es bastante eficaz para su dolencia -murmuró dirigiéndose al mandarín-. Salta a la vista que el tratamiento ha fracasado. Por desgracia, no conozco otro.