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Recetó varias pociones calmantes. Agradecida, Crepúsculo rogó a su criada que les sirviera el té. Se sentaron en sendos pufs, a poca distancia de la cama.

– Veo por la elegancia de esta habitación -dijo Di dejando enfriar lentamente el contenido de su taza- que es usted una de las perlas del barrio.

La cortesana explicó con una modestia de buen tono que había tenido la suerte de ser formada en todas las artes por las mejores maestras. Después de ejercer durante una década, la había pedido en matrimonio uno de sus clientes más asiduos. Como el lugar no tenía la apariencia de la vivienda de un notable, Di supuso que su marido había tenido algún motivo para repudiarla.

– Desgracia y dicha se siguen de un día al siguiente, danxi huofu -dijo de la manera sibilina que convenía a este tipo de observación.

Crepúsculo sonrió con tristeza.

– Ustedes, los médicos, adivinan lo que esconde el corazón de las mujeres.

Antes de su matrimonio, cayó enamorada de otro de sus admiradores, un alto funcionario que no pudo acogerla en su casa debido a la oposición de su Primera Esposa. Por desgracia, su inclinación natural la llevaba más hacia el noble refinado que hacia el burgués nuevo rico al que había concedido su mano. Cediendo a la pasión, terminó cometiendo el peor de los crímenes del que podía hacerse culpable una mujer casada.

Pese a la indignidad de sus confesiones, una sonrisa nostálgica se estampó en sus labios. Di vio que el coreano estaba impresionado. Podían vender su cuerpo tanto como quisieran, pero engañar al marido era una falta imperdonable. Por su parte, Di había visto tantos engaños a lo largo de su carrera que las infidelidades femeninas le parecían trasnochadas. Inspiró profundamente y empezó a completar el relato de la paciente, que ahora se perdía en los recuerdos de días felices. Tenía una idea bastante clara del drama que se había escenificado y de la identidad del resto de protagonistas.

– Su marido, el que la ha repudiado, era un médico famoso. En cuanto a su amante, el alto funcionario, la ha instalado aquí, y paga su manutención.

Movida por la sorpresa, la cortesana hizo un esfuerzo por incorporarse sobre los codos para ver mejor a su interlocutor.

– ¡Usted no es médico! -exclamó.

Di se preparó para que lo echara de su casa.

– ¡Usted es adivino! -terminó ella dejándose caer de nuevo sobre los almohadones.

El mandarín se guardó de desengañarla.

– Los dioses nos han castigado a mi amante y a mí -continuó la infortunada-. Nos han azotado con esta enfermedad contra la cual nada pueden los hombres. Mi marido es un santo. Cuando supo que estaba tan enferma, se ocupó de cuidarme con una devoción que yo no merecía.

Di deseó saber cómo se llamaba esta alma compasiva. Crepúsculo negó con la barbilla.

– He prometido no involucrarlo en mi vergüenza. Se ha rebajado hasta mí, pese a mi indigna conducta. Yo puedo aceptar morir, pero no perder la cara. ¿Cómo puedo presentarme antes los reyes del cielo si mi alma está manchada con una segunda traición a un esposo tan clemente?

El té estaba ya tibio. Ella vació la taza y se retorció en una mueca. Di se precipitó a sostenerla.

– ¿Qué ha bebido?

– El Gran Servicio Médico -murmuró-. La materia secreta… es el último recurso…

Un instante después, expiraba en brazos del mandarín. Di recordó que la primera vez que habían mencionado a Crepúsculo en su presencia le habían dicho que no había tenido suerte. Ahora comprendía hasta qué punto. El coreano contemplaba la escena con expresión afligida. El mandarín decidió que ya había visto bastante.

– Vuelva a su casa. Me ha sido muy útil. Mi misión toca a su fin. Sabré recompensar sus esfuerzos como conviene.

Di se levantó y salió de la casa a paso tan lento como si cargase sobre sus hombros toda la desolación del mundo. Viendo alejarse a su patrón, Choi Ki-Moon se preguntó si esa promesa de recompensas auguraba algo bueno o no.

***

Di se dirigió directamente al Gran Servicio Médico. Dejó atrás el porche monumental, atravesó el gran patio y entró en el edificio central, donde el director estaba disertando rodeado de sus discípulos. El mandarín dio unas palmadas para interrumpirlo y despidió a los estudiantes, sin hacer caso de la expresión ofendida de su profesor.

– No creo que usted pueda… -empezó a decir.

Di esperó a que todos hubiesen desaparecido para cortarle la palabra.

– Y yo no puedo aceptar que su institución vaya repartiendo venenos mortales a petición. Sé qué significa la materia secreta que se enseña aquí a un único aprendiz muy bien elegido: las mil maneras de matar a una persona.

– ¡Usted no sabe nada! -replicó Du Zichun-. Es una enseñanza autorizada e incluso exigida por la Corte. Para el Estado reviste la misma importancia que las ciencias de la vida. Es su complementaria. Así es como nosotros honramos el gran equilibrio natural de las cosas. Usted, en cambio, ha hecho todo por destruir la armonía de este establecimiento. Ha hecho detener a muchos de nuestros émulos cuyos conocimientos poseen un gran valor.

– Estoy convencido de que el peor de ellos no ha sido detenido aún -respondió Di en tono sombrío.

Du Zichun declaró que iba a mostrarle qué sería de la medicina sin ellos. Tomándole del brazo lo llevó hasta la plaza pública que se extendía delante del mercado del Este. Un hombre acababa de desplegar la banderola de los sanadores itinerantes.

– Sé que los médicos de las clínicas sólo sienten desprecio por los que van de una ciudad a otra -dijo Di, con pocas ganas de dejarse sermonear-. Sin embargo, también tienen su utilidad.

– Espere un poco y ahora verá -respondió Du Zichun haciéndole una señal para que tuviese paciencia.

El curandero hizo sonar su campanilla y empezó a interpelar a los transeúntes.

– ¡Vengan a ver los prodigios que yo, Liu «Hijo del dragón», he conseguido acumular tras largos estudios y un pacto con las fuerzas sobrenaturales!

– Si hubiese realizado largos estudios, yo lo sabría -susurró el director al oído del mandarín.

Cuando se hubo reunido un grupito, Liu «Hijo del dragón» sacó de su manga una cabeza de dragón dorada y declaró:

– Al precio de una lucha sin cuartel, pude derrotar a la bestia fabulosa cuyos restos veis aquí. ¡Si asumí tantos riesgos es porque su boca escupe un agua capaz de sanar todas las enfermedades de los que la beben!

Cogió una escudilla de madera, que colocó delante de los belfos del ser mitológico. Y sí señor, un líquido empezó a caer en el recipiente. A fuerza de invitarlos, algunos valientes se atrevieron a acercarse para probarlo. El primero era un lisiado que nada tenía que perder. Le siguió un tísico y una mujer que se rascaba. Los tres no tardaron en proclamar a gritos que se sentían maravillosamente bien. El inválido tiró su muleta para saltar de aquí para allá, el tísico dejó de toser y la mujer insistió en abrazar las rodillas de su salvador. A partir de ese momento, fue una lucha por saborear algunas gotas del precioso brebaje, cuyo héroe aceptaba brindarlo a la humanidad sufriente a cambio de tres miserables ligaduras de sapeques.

Di tenía experiencia suficiente en asuntos criminales para desmontar la estratagema. El valiente «Hijo del dragón» se había fabricado una cabeza de monstruo de cartón dorado. Estaba atada a una tripa de cordero llena de agua mezclada con miel que escondía entre sus ropas. Le bastaba con apretar la tripa para que brotara el elixir. Sus acólitos proclamaban a los cuatro vientos que estaban curados y los crédulos abrían sus bolsas.

– ¿Quiere librar a nuestro pueblo de charlatanes? -dijo el director-. ¿Qué son algunos delitos ridículos comparado al bien que aportamos al mundo? ¿Qué sería la medicina sin nosotros?

Di ya había visto lo que era con ellos y no estaba seguro de que valiese mucho más. Una frase de Confucio acudió entonces a su mente.