– Las enfermedades que escondemos son las más difíciles de curar.
Du Zichun respondió con una mueca de desprecio.
– Confucio murió a los setenta y dos años. ¡Con la ayuda de un buen médico habría llegado a centenario!
– Con su ayuda, habría muerto en circunstancias abominables -le contradijo Di-. Salgo de casa de Crepúsculo, su esposa.
Du Zichun leyó en los ojos del mandarín que había comprendido todo.
– No me diga que me ha vuelto a traicionar -dijo en voz baja.
Di lanzó un profundo suspiro.
– No es ella la que le ha traicionado, sino su propia vanidad. En mi primera visita al Gran Servicio, para que yo comprendiera el gran hombre que es usted, el guía que usted me encomendó me contó que usted dedicaba día y noche a cuidar de su mujer enferma. Cuando Crepúsculo me contó que su esposo médico había hecho lo mismo por ella, no me resultó difícil acercar ambas historias.
– Entonces sabrá también que no tardaré en morir -dijo Du Zichun, con la mirada perdida.
– No creo, no -respondió Di-. No como usted cree, en todo caso.
El director dio una patada a la pared hecha de planchas junto a la que paseaban.
– ¡Cuando supe que Crepúsculo me engañaba, creí volverme loco!
– Ha enloquecido, eso es verdad. En lugar de repudiarla en el acto, usted buscó a una prostituta de baja estofa afectada por una enfermedad mortal y contagiosa. Pagó a esa ramera para que se acostara con usted hasta el día en que consiguió lo que buscaba. Y entonces transmitió la enfermedad a su esposa, fingiendo un arrebato de pasión, cuando la odiaba. Luego la echó de casa en cuanto comprobó que manifestaba los primeros síntomas. Ella comprendió qué le ocurría y usted se ofreció a cuidarla con el único fin de evitar que otro la curara. La ha visto marchitarse. Eso es lo que encuentro más espantoso: no quiso perderse nada de su agonía. Usted, en cambio, me parece que tiene un gran aspecto. Estoy seguro de que se trató desde el principio. Usted era el único qué sabía qué dolencia le afectaba, el único en condiciones de aplicarse el mejor tratamiento posible. Pero un mal más grave le corroe, contra el cual la medicina no puede nada. Orgullo, celos, cálculo, frialdad…
Los ojos del director brillaban con un furor que su venganza había dejado intacto.
– Me vengué. Tenía derecho a hacerlo.
No era Di a quien podían enseñarle el código penal de los Tang.
– Usted tenía derecho a matarla para lavar la afrenta. Tenía derecho incluso a hacer morir a su amante. Pero dudo que la Corte aprecie que haya usted atacado a uno de sus miembros, y todavía menos que se haya atrevido a introducir una enfermedad dentro de la Ciudad Prohibida. Tendrá que explicarse ante la Cancillería al respecto.
La frase pareció divertir a Du Zichun. Su boca se estiró en una sonrisa malvada.
– ¡La Cancillería! ¡En serio! ¡Ya lo veremos!
18
El mandarín Di descubre al culpable; y éste le concede una recompensa.
Había llegado el momento de informar al gran secretario Zhou Haotian de sus resultados. Di pasó por su casa para ponerse sus más hermosos atavíos y se hizo llevar en palanquín hasta el pabellón de las Virtudes Civiles.
Su socio comanditario le esperaba en un espacioso sillón. Di observó que en los quemaperfumes ardían algunos conos de incienso y que habían bajado parcialmente los postigos, de modo que la estancia se hallaba en una semipenumbra. Estos detalles conferían a la entrevista un tono de velada fúnebre.
De pie ante su impasible interlocutor, Di expuso los diferentes casos en los que había intervenido durante los últimos días, pero dejó de lado el más reciente. En su boca, la ciudad bullía de sabios que utilizaban su arte sin vacilar en sacrificar a todo aquel cuya muerte les beneficiara.
– Su Sublime Grandeza ordenará sin duda una redada general para meter en cintura a esta profesión descarriada -concluyó.
La reacción del gran secretario estuvo muy lejos de la que cabía esperar de un alto funcionario responsable del orden público.
– ¿Así que no ha descubierto nada importante, Di? -se extrañó Zhou Haotian, que parecía sinceramente defraudado.
Era cierto, Di sólo había desenmascarado a un acupuntor cuyos pinchazos resultaban mortales, a un experto en enfermedades sexuales que animaba a sus clientes a dejar a sus cónyuges aturdidos, y a un especialista del pulmón involucrado en una estafa a gran escala. Nada de todo eso parecía interesar al consejero.
– También he descubierto los tejemanejes de un personaje muy influyente -repuso Di, como si aludiera a un detalle de pasada-. Si Su Sublime Grandeza lo desea, estoy seguro de…
– ¿Quién es? -atajó Zhou Haotian.
Di miró a su interlocutor directamente a los ojos, pasando por alto toda cortesía.
– Usted, señor -respondió.
Por lo que Di podía ver, la cara del cortesano no había movido un músculo de la cara. Como no decía nada, retomó el hilo de su exposición.
– Cuando el médico Shen vino aquí a auscultar a un enfermo anónimo, usted lo recibió en una estancia oscura de la Cancillería, con la cara tapada por un velo. Después lo llevaron a otra sala para que lo atendiera, usted se puso las ropas del cargo y fue a reunirse con él para escuchar su veredicto. Le dejó creer que el paciente iba a ser apartado de la Corte. ¿Quién si no usted tendría interés en esconder sus facciones?
Un silencio acompañó sus palabras. Zhou Haotian estaba sumido en una intensa reflexión.
– ¿Desde cuándo lo sabe? -preguntó de pronto.
– Desde el principio -respondió Di sin vacilar-. Primero pensé que me había encargado resolver este asunto para vengarse del que lo contagió. Creí que deseaba que condujera la investigación de la manera más discreta para evitar el exilio de la Corte. Me equivocaba.
El consejero rompió de golpe su inmovilidad. Se llevó una de sus manos escrupulosamente manicuradas hasta la sien, y enjugó una gota de sudor. Di observó que parecía muy fatigado. Empezaba a inspirarle piedad este hombre, aunque por su culpa hubiese recorrido la ciudad de punta a cabo durante días buscando a un asesino cuyo nombre conocía desde el principio.
– Usted hizo que siguiera el rastro del que le envenenó cuando no tenía ninguna duda de quién era -dijo el mandarín-. Deduje entonces que su objetivo era destruir su obra y su honor. No era la Corte la que deseaba la caída del Gran Servicio Médico; era usted solo.
Con sus gestos lentos, el secretario retiró su magnífico tocado bordado de perlas. Cuando lo dejó encima de la mesa, Di vio que el pelo le caía a mechones. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la falta de luz, adivinaba el hábil maquillaje destinado a esconder los estigmas de la enfermedad. Zhou Haotian ya no podría esconder mucho más tiempo su estado. Perdido por perdido, había hecho todo por destruir a su enemigo. La única persona que podía atenderlo era precisamente la misma a la que no podía pedir ayuda.
Su voz sonó triste y cansada cuando abrió la boca para responder a su investigador.
– Crepúsculo me juró que no se había acostado con ningún otro hombre aparte de mí, salvo, por supuesto, su marido. Primero tuve algunas dudas: no sabía si me decía la verdad. Du Zichun parecía gozar de excelente salud. Y en el caso en que la hubiese contagiado él, ¿había contraído la enfermedad accidentalmente? ¿Sabía acaso que estaba enfermo? ¿O era todo intencionado? Para tener la prueba de su felonía le encargué a usted esta investigación.
Por desgracia, el éxito de la maniobra significaba la perdición de quien la había puesto en marcha. Di no podía guardar el secreto para sí. Si intentaba hacerlo, su cabeza sería la primera en caer.
– No me dejarán vivir mucho tiempo -murmuró el gran secretario, cuya voz había perdido toda autoridad-. Gracias a usted, Du Zichun será castigado por atentar contra el Estado. Crepúsculo tendrá al menos la satisfacción de morir vengada.