Выбрать главу

Esta alusión a la cortesana conmovió al mandarín.

– Por desgracia, no será así -respondió en voz tan baja que sus palabras fueron casi inaudibles.

Zhou Haotian alzó por última vez la voz, con un esfuerzo que Di adivinó inmenso.

– Vuelva a su gongbu, Di. Tiene un informe que redactar.

El mandarín se inclinó ante su superior y salió de la sala en penumbra. Una vez fuera, dejó de lado el palanquín con la esperanza de que el paseo a pie disipara la desagradable impresión de fracaso.

Mientras recorría los interminables pasillos rojos que recortaban la Ciudad Prohibida, pensó en el pánico que iba a provocar sus conclusiones entre los cortesanos. La idea de que un arma inédita podía alcanzarlos atravesando unas paredes hasta entonces consideradas inviolables les parecería insoportable. Sin duda decidirían librarse de los médicos, o al menos imponer el terror entre esos súbditos del Dragón que habían llegado a creerse por encima de todo poder. Los arrestos que había decretado les proporcionarían el pretexto ideal.

Di regresó al día siguiente a su ministerio sin que la noche de descanso hubiese podido borrar las penosas impresiones recogidas el día anterior. Aunque regresó sin entusiasmo a sus ríos y a sus bosques, sentía un cierto alivio al ver ocupar su mente en temas más triviales. Solamente su repetición interminable le preocupaba. El aburrimiento era para su alma un veneno más letal que todos los inventados por los criminales que poblaban el Gran Servicio Médico.

A la hora de la comida, cuando la puerta de su gabinete se abrió, se disponía a ver entrar la bandeja ricamente guarnecida que le permitiría evaluar el favor del que gozaba por la calidad de los platos. Se quedó muy sorprendido cuando entró un pequeño grupo de eunucos vestidos de ceremonia, que se prosternaron ante él mientras le presentaban con ambos manos un rollo de pergamino con el sello imperial.

Después de hacer otra reverencia ante el emblema del poder supremo, Di recogió el rollo y lo desenrolló para averiguar qué decía. En él se decretaba su nombramiento para la dirección de la policía de Chang'an por recomendación de la Cancillería. Cuando los ojos del mandarín se apartaron del pergamino para contemplar a la delegación puesta de rodillas ante él, el eunuco que le había dado el mensaje profirió un grito breve, al que sus compañeros respondieron con un «Gloria al emperador» que casi hizo temblar el edificio. Nadie en el gongbu pudo ignorar que un honor insigne había recaído sobre el viceministro Di Yen-tsie. Éste manifestó su deseo de dar las gracias a la persona responsable de la recomendación.

– Me temo que eso sea ya imposible, señor -respondió el jefe de los eunucos-. El gran secretario Zhou Haotian se ha dado muerte esta noche.

La noticia causó a Di una profunda tristeza. Ése había sido por lo tanto el veredicto de la emperatriz. ¿Podía ella perdonar a su consejero que hubiese ocultado su enfermedad, que hubiese continuado entrando en el recinto de la Ciudad Prohibida pese a su estado, que habría debido apartarlo de ella por completo? El último regalo de Zhou Haotian al imperio había sido el nombramiento al frente de la policía metropolitana de la persona más competente en la que pudo pensar.

Muy impresionado por este encadenamiento de cambios bruscos, Di pidió a los mensajeros que se retiraran para recitar las plegarias con las que exhortaría a los dioses a conceder éxito y larga vida a Sus Majestades.

Permaneció solo en el gabinete donde seguramente estaría por última vez. Encendió un cono de incienso y se inclinó varias veces en dirección a los apartamentos privados del emperador. En lugar de gratitud, le obsesionaban las palabras de la cortesana. ¿Por qué había mencionado la materia secreta que se enseñaba a un número muy contado de alumnos del Gran Servicio Médico? No le cabía en la cabeza que Crepúsculo se hubiese suicidado precisamente en el momento en que él acudía a visitarla. La coincidencia resultaba demasiado llamativa para que su espíritu confuciano pudiera aceptarla. Y de pronto, comprendió.

Ya que él era el nuevo responsable de la seguridad, decidió ponerse al trabajo de inmediato y llamó al gong que tenía en su despacho. Al escriba que se presentó le ordenó que hiciera llamar a Choi Ki-Moon, ir a por un expediente en los archivos del tribunal y que le sirvieran un té. Saborear la bebida le ayudó a concentrarse en lo que iba a hacer. Cuando le anunciaron la llegada del coreano, todas las piezas del rompecabezas habían encajado en su mente.

Al saber de su promoción a la Oficina de Seguridad de Chang'an, el médico se deshizo en felicitaciones, que Di aceptó con una sonrisa amable.

– Debería nombrarle consejero especial, encargado de los análisis médicos -declaró el mandarín-. He podido comprobar que es usted muy competente en este terreno.

El sabio volvió a confundirse en palabras de gratitud, que Di detuvo con un gesto.

– Si es tan competente -continuó- es porque usted asesinó al menos a dos personas, entre ellas a su propia mujer. Y luego se las apañó magníficamente para que otro se acusara de este crimen.

Choi Ki-Moon abrió la boca para defender su inocencia.

– ¡Cállese! -exclamó Di-. Sé perfectamente qué clase de enseñanza ha recibido en el Gran Servicio Médico. Su talento le valió ser uno de los pocos elegidos para estudiar la famosa materia secreta. ¡Y esa materia secreta es la muerte! ¡Lo que no puedo perdonarle es que haya acabado con la vida de Crepúsculo delante de mis ojos!

El coreano abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡Nunca me habría permitido cometer un crimen en presencia de Su Excelencia -exclamó-. ¡Yo no asesiné a esa desdichada! Hice lo único que podía hacer para acabar con sus dolores. Crepúsculo sabía muy bien qué contenía su té. Como esposa del director Du Zichun, sabía qué enseñanzas había seguido yo.

Tal vez decía la verdad. Tal vez. Sin saberlo, Di había traído a la moribunda a la persona que más necesitaba ella para acabar con su sufrimiento. Di decidió pasar capítulo sobre la agonía de la cortesana. Quedaban los otros asesinatos. Golpeó con la yema de los dedos el informe judicial que tenía encima de la mesa.

– Durante su proceso, usted pretendió que su esposa estaba encinta. Primero pensé en exhumar su cuerpo para demostrar que no era cierto, lo cual habría arrojado una sombra sobre su defensa, y sobre la confesión póstuma de su compañero de celda, que se atribuía la paternidad de esa criatura. Por desgracia, acabo de leer aquí que usted mandó quemar el cadáver según los ritos del budismo. Constato así que ha sido muy previsor. No puedo entonces demostrar que mató a su esposa. Sí puedo, en cambio, demostrar que mató a su compañero de detención.

La expresión de Choi Ki-Moon era tan impenetrable como si estuviese practicando una delicada auscultación.

– Ruego humildemente a Su Excelencia que me explique cómo habría podido hacerlo, encerrado como estaba en la cárcel mejor custodiada del país.

– Creo que una parte de la «materia secreta» consiste justamente en enseñar todas las maneras de preparar un veneno mortal, sean cuales fueran las circunstancias en que se encuentren. Usted la fabricó allí mismo, con lo que tenía a mano. Luego se la dio a Lo argumentando que era un fármaco. ¿No fue así como se libró de su compañera?

El coreano no movió una ceja. Todo eso no eran sino palabras. Di no tenía pruebas. El ya ex viceministro extrajo dos documentos del expediente.

– Aquí tenemos la carta con la que su codetenido confiesa haber envenenado a su amante -dijo agitándola en la mano derecha-. Y aquí -continuó, agitando el otro con la mano izquierda- tenemos una de sus recetas. En ambos casos, los ideogramas han sido trazados por una persona que ha seguido la enseñanza del Gran Servicio. Que no era el caso del supuesto amante de su esposa, que no debía conocer más de cien caracteres. El hombre que ha redactado esta confesión conoce al menos dos mil. Estoy seguro de que los calígrafos no tardarán en demostrar que se trata de una sola y misma mano.