Di hizo una señal con la cabeza al jefe de los porteros de palacio para que acabara con sus monerías. El otro le ofreció de inmediato compartir su comida, cosa que Di aceptó sin hacerse de rogar. Así como no sabía qué conducta convenía ante todos esos consejeros de Estado tan pagados de sí, sabía perfectamente cómo debía comportarse ante la persona que poseía el verdadero saber en estos lugares. Después de tomar asiento, pidió al portero que hiciera lo propio y éste obedeció sin vacilar. Esta actitud despejaba las últimas dudas sobre sus situaciones respectivas: de los dos, era el personaje anónimo sin títulos ni prerrogativas el que tenía más poder. Él sería quien permanecería más tiempo al servicio del emperador. Era el único que no corría el riesgo de verse sustituido por un capricho de sus amos, y eso por la buena razón de que esos amos en su mayoría ignoraban su mera existencia, mientras él lo sabía todo de ellos. La sopa que ofreció al magistrado era la viva imagen del personaje en su choza: parecía un calducho servido en una vajilla barata, pero había que olerlo para darse cuenta de que se trataba en realidad del más fino y caro de los consomés. Di leyó en la mirada maliciosa de su comensal que había elegido bien. Había comprendido hacía mucho que los invisibles, las entidades prescindibles, eran más útiles para un inspector que sus patronos ignorantes o mentirosos. Con el personal, uno siempre podía entenderse.
Después de los comentarios típicos sobre el clima, el coste de la vida y la salud de toda la parentela del portero, aunque Di no conocía a ninguno de sus miembros, el visitante atacó el tema que lo traía: quería conocer los nombres de los cortesanos que en las últimas semanas habían dejado de cruzar esta puerta sin un motivo declarado.
El portero jefe estaba encantado de recibir a un personaje tan eminente. Di era el primer viceministro que se tomaba el tiempo de charlar con él en su choza. Y cuando comprendió que lo necesitaban, estuvo más encantado aún. No es que le maravillara que reclamaran su ayuda para algo que no fuera llevar el registro de entradas y salidas: proporcionar ayuda a un funcionario de rango tan elevado significaba que desde ese momento disponía de un apoyo en los círculos del poder, lo que no dejaría de serle útil algún día.
Sin molestarse en consultar sus papeles, rebuscó en su memoria quién se había dejado ver mucho y a quién no se le veía más.
– Su Excelencia ha llamado a la puerta adecuada, si me permite el atrevimiento -afirmó con una disimulada sonrisa.
Anotó tres nombres en una varita de madera pulida, que Di escondió en el pliegue de una de sus mangas. Ya sólo le quedaba lanzarse en busca de los desaparecidos.
El primero era un general cuya reputación de bravura no se había visto nunca desmen
tida a lo largo de su larga y brillante carrera. Era conocido por haber derrotado a los picaros tibetanos y a los sanguinarios turcomanos en múltiples ocasiones. Los muros de la Ciudad Prohibida habían retumbado con su paso marcial, haciendo vibrar todo a su paso. Había sido uno de los mejores apoyos del trono, tan temido como honrado. ¿Quién podía imaginar que Sus Majestades pudiesen prescindir súbitamente de sus consejos?
Di se dirigió a un barrio que había estado de moda durante el reinado anterior. Lo conocía bien por haber pasado en él parte de su juventud, en los tiempos en que su padre era consejero imperial, cuando él cursaba interminables estudios clásicos.
Un criado de primera condujo al mandarín a través de una sucesión de salas rebosantes de trofeos, desde lanzas yugures adornadas con plumas hasta los recuerdos del reino coreano de Silla, probables restos de pillajes y de matanzas necesarias a la grandeza de los Tang, sin olvidar una cabeza de japonés momificada con casco y chorrera de bronce, que habría estado más en su salsa dentro de una cámara de los horrores como las que organizaban los sacerdotes taoístas para sus ceremonias iniciáticas. Di se estremeció ante la idea de la ferocidad del tigre al que debía enfrentarse.
Lo llevaron hasta el barrio de las mujeres, lugar habitualmente cerrado a los foráneos. El general se había instalado en el gineceo, sin duda para que sus compañeras pudiesen ocuparse de él más fácilmente, lo cual confirmaba la hipótesis de un envenenamiento.
– Lamento molestar a tu señor si no se encuentra bien -dijo, incómodo, al mayordomo que le ofrecía un asiento-. No vale la pena que salga de la cama por mí.
El sirviente le dirigió una mirada cansada y respondió que su señor estaría encantado de recibir su visita. A Di sólo le quedaba esperar que el general, seguramente puntilloso en el terreno de sus prerrogativas, no se enfadara por una gestión que obedecía más a la curiosidad que a la cortesía.
Al cabo de lo que le pareció un rato largo, oyó a su espalda un extraño roce y se giró. Vio entrar con una lentitud propia de caracol a un viejecito encorvado vestido con ropas de interior, calzado con babuchas de lana que arrastraba penosamente por el suelo, y tocado con un gorro flexible que parecía muy suave pero que no ayudaba en nada a mejorar el cuadro. Di se incorporó de su asiento para hacer una reverencia mientras su anfitrión se dejaba caer en un sillón.
– He sabido que su Señoría lleva algún tiempo sin aparecer por la Corte -dijo el mandarín-, y he venido a interesarme personalmente por su salud.
– ¿Cómo? -gritó el general haciendo trompetilla con los dedos alrededor de la oreja.
– ¡Le pregunto que cómo se encuentra! -gritó Di.
– ¡Nunca me he encontrado mejor! -respondió su interlocutor con voz temblorosa.
Y para demostrarlo, se levantó a duras penas de su asiento, dio unos pasos vacilantes hacia un mueble, donde cogió un sable militar de adorno. Lo blandió por encima de su cabeza con mano temblorosa, clamando que aún no había nacido el hombre que pudiera derrotarlo. La escena se prolongó hasta que tres mujeres acudieron presurosas a arrebatarle la espada, sostenerlo y llevarlo de nuevo al sillón, donde se desplomó como un trapo.
– ¡Ellos me han puesto de patitas en la calle! -gimió-. ¡Nunca el glorioso Li Shimin [5] habría tratado de ese modo a ninguno de sus fieles soldados!
Después de veinte comentarios del mismo tenor sobre pasados tiempos que fueron sin duda mejores, Di empezaba a compartir la opinión de la Corte sobre la oportunidad de alejar al viejo gangoso y gimoteante que hacía tiempo se había internado en la senda sin retorno de la senilidad. Decidió que ya había visto suficiente para borrarlo de su lista de sospechosos y se despidió.
En la sala de trofeos, que cruzó en sentido contrario, en la cabeza momificada del japonés creyó ver una sonrisa vengativa. Los manes del general pronto se reunirían con los de los desdichados a los que había dado muerte. Su espíritu ya había pasado al otro lado, a medias al menos.
3
Di Yen-tsie visita a varios cortesanos caídos en desgracia; y descubre que la desgracia es una enfermedad contagiosa.
Di hizo sonar la campana del pórtico del siguiente candidato al envenenamiento. Oyó un ruido de pasos sigilosos del otro lado. La mirilla se abrió lo justo para permitir que un lacayo zafio preguntara qué quería.
– Deseo tener el honor de ver a tu amo, el señor Miao Qiang -dijo Di, sacando ya de una de sus mangas una tarjeta de visita en papel rojo.
– ¡Está muerto! -replicó el criado antes de cerrar la mirilla de un golpe seco.
Di no era hombre que se contentara con una explicación tajante por boca de un esclavo, así que volvió a golpear la aldaba de la gruesa campana de madera que representaba a un jabalí colgado del dintel. En cuanto volvió a abrirse la mirilla, empezó a demostrarle al lacayo lo ridículo que era pretender que su amo estaba muerto y enterrado cuando no había ninguna enseña de duelo colgada de la puerta, ningún bonzo merodeaba por los alrededores y ninguna voluta de incienso turbaba el aire.