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– Dudo además que se produzca un acontecimiento tan grave sin que palacio haya sido informado en primer lugar. Si no me abres ahora mismo, regresaré con la guardia.

– ¡No! ¡La guardia no! -oyó farfullar mientras corría el cerrojo.

La puerta se abrió lo justo para permitirle entrar en un patio desierto y luego se cerró apresuradamente a su espalda. El viento movía las hojas caídas de los árboles plantados en tiestos, todos muertos por falta de riego. Subió los peldaños de la escalinata y entró en el pabellón principal, que parecía vacío. Empezaba a pensar que la peste había acabado con la vida de todos los habitantes, cuando el lacayo le adelantó corriendo.

– ¡Un visitante de palacio! -gritaba, como si los feroces invasores manchúes estuviesen intentando un ataque con arcos-. ¡Viene de palacio!

Di oyó gritos más o menos ahogados que salían de las habitaciones cercanas. Un hombre bajo y rechoncho, de rostro pálido y expresión despavorida apareció en el umbral. El hombre se aferró al marco sin atreverse a dar un paso más. Iba vestido con un traje de un brocado magnífico, pero estaba sin afeitar ni peinar. Sus largos cabellos, que debería llevar recogidos en un moño, caían en desorden sobre sus hombros encogidos. Se arrojó a los pies del mandarín, agarrándolos con ambas manos.

– ¡Se lo suplico! ¡Perdone a mi familia!

– ¿Disculpe? -dijo Di.

El hombre alzó los ojos hasta su visitante, como si quisiera adivinar sus pensamientos a través de su expresión. Di le ayudó a levantarse. Su anfitrión miró a su alrededor y tras comprobar que la soldadesca no había invadido su casa, gritó a sus esposas que no había llegado aún el momento de suicidarse.

– Perdóneme, ya nadie viene a vernos, he creído que nos traía… -balbuceó.

Su voz se quebró, y no pudo continuar.

– La orden de acabar con su vida, lo he entendido -concluyó Di-. ¿Tendría la amabilidad de decirme qué acto aciago explica su caída en desgracia?

Un tic deformó los rasgos del desventurado.

– ¡Nada! ¡Y tres veces nada! Emití un juicio sobre un expediente relativo al envío de suministros estratégicos hacia el mar Amarillo. Había que elegir entre dos propuestas. Opté por la que me pareció mejor. Y además el prefecto de la región atravesada era amigo mío. Me alegraba poder favorecerlo.

– No veo nada reprochable en ello -dijo Di.

La cara de su interlocutor se descompuso.

– ¡Esa misma noche supe que el otro trayecto pasaba por la propiedad de un gobernador nombrado por la emperatriz! Pronto empecé a recelar cuando vi que nadie me saludaba al salir del ministerio. Era como si hubiese contraído repentinamente alguna enfermedad espantosa. Al día siguiente por la mañana, fui a toda prisa a ver a mi ministro en un intento de reparar el error. Me respondieron que estaba con Sus Majestades. Cuando llegué a mi despacho, dos guardias me impedían el acceso. ¡Me retiraron todos mis títulos, mis funciones, mi sello y mi escolta! ¡Desde entonces vivo aquí enterrado, como una rata, esperando al verdugo!

Di pensó que, si la emperatriz hubiese querido su cabeza, el pobre hombre ya estaría muerto. Se atribuía más importancia de la que su enemiga le concedía.

Asaltado por una duda terrible, Di preguntó qué puesto ocupaba antes de caer en desgracia. Con un arrebato de orgullo al recordar su gloria pasada, el funcionario destituido alzó la barbilla.

– Yo era viceministro de Obras Públicas, responsable de Aguas y Bosques. ¡Un cargo magnífico! ¡Que yo desempeñaba con celo y dedicación!

El mandarín tuvo un arranque de miedo. ¡Tenía delante de sus ojos a su predecesor! Y ése era el estado en que el palacio dejaba a sus empleados cuando hacían algo que le disgustaba. Se reprochó un poco menos haberse negado a resolver unas horas antes los diferentes asuntos que le habían presentado sus ayudantes. Algunos asuntos en apariencia anodinos era mejor mantenerlos en barbecho hasta estar más informado.

Su colega lo cogió del brazo y bajó la voz, como si hubiese espías de la emperatriz hasta en su salón. Su frente estaba húmeda y brillante.

– ¿Conoce alguna manera segura de salir de Chang'an sin tener que pasar por el control de pasaportes? [6] He intentado por el canal, disfrazado de marinero, ¡pero me descubrieron enseguida!

Di vio en su imaginación un barco de pesca cargado de damas atemorizadas, y a su cabeza un letrado en cuyos dedos no se veía un solo callo, enfundado en un traje de marinero demasiado estrecho, luchando por manejar la embarcación con mano torpe bajo las narices de soldados burlones. Prometió hacer lo posible por solucionar el problema. La esperanza volvió a aparecer en la cara de su anfitrión que una nueva oleada de angustia borró de golpe.

– ¡Dígales que lo lamento! ¡No! ¡No les diga nada! ¡Dígales que estoy muerto! ¡Que ha visto mi cadáver!

Di estuvo a punto de advertirle que eso podría darle ideas a sus enemigos.

El hombre había sido envenenado con toda probabilidad, pero no por una sustancia fatal. Era su propio terror lo que lo atormentaba. Lo tachó de la lista.

***

Su tercer sospechoso vivía en una de las mejores zonas de la capital, a orillas de uno de los estrechos canales que la regaban. El lugar correspondía a la perfección al estatus del sujeto al que Di se disponía a visitar. El marqués de Yuzhang había sido una de las mentes más brillantes de la Corte hasta hacía poco. De un día para otro, de la manera más inesperada, se retiró a su residencia sin dar ninguna explicación. Un criado vestido con una impecable librea abrió el portón de madera oscura realzada de bronce dorado y saludó con una inclinación.

– Soy Di Yen-tsie, viceministro de…

Antes de que el mandarín pudiera terminar la frase, el lacayo ya daba media vuelta hacia el interior de la casa para anunciar a gritos que un huésped de excepción acababa de llegar. Una nube de criados empezó a salir de todos los lados. La mayoría formaron una hilera de honor sin dejar de gratificar al recién llegado con respetuosos saludos, mientras los demás le invitaban a entrar en la casa, como si su señor hubiese estado esperando toda su vida conocer al eminente magistrado.

Di prefería esta bienvenida a las anteriores, aunque no entendía su sentido. Supuso que había algún error, o que el cortesano se aburría en su retiro.

La residencia era suntuosa. Toda una multitud se acercó a informarse de cómo podían complacer al viceministro. No lo habrían recibido con más miramientos si hubiese sido el canciller en persona. El marqués no tardó en salir a recibirlo, con una sonrisa en los labios, los brazos abiertos en un gesto habitualmente reservado a los tíos con suculentas herencias. Juntó las manos y se inclinó en un gesto de amistad y compunción, pese a que su altisonante título lo situaba muy por encima de su visitante.

– Soy Di Yen-tsie, viceministro, actualmente ocupado en una misión especial -dijo el investigador, más incómodo que halagado.

– ¡Venturoso! -exclamó su anfitrión, que no cabía en sí de alegría.

Se formó una ronda de criados cargados con bandejas llenas de golosinas de miel. Los dos hombres tomaron asiento sobre los cojines mientras llenaban sus cuencos con el más fino té tibetano.

– Este brebaje justifica por sí sola la invasión de esas montañas hostiles, ¿no le parece? -dijo el cortesano, en el mismo tono que debía de utilizar para divertir a Sus Majestades.

Empezaron charlando sobre asuntos sin importancia, como era habitual entre letrados. Di se mostró extasiado por la calidad de las pinturas que adornaban las paredes del elegante salón.

– ¡Coja una! -exclamó el marqués con un chasquido de los dedos.

Un lacayo descolgó de inmediato uno de los rollos de seda, lo enrolló en torno a su varilla y lo depositó en manos de Di. El mandarín se tragó entonces el cumplido sobre la delicadeza del mobiliario, por miedo a que lo obligaran a llevarse el asiento en el que estaba sentado. El marqués, considerando que ya había hecho esfuerzos suficientes para que su visitante se sintiera a gusto, adoptó la expresión de un gastrónomo que encuentra un insecto en la sopa. Rogó a Di que le disculpara por no estar al corriente de las últimas anécdotas picantes que debían de alimentar las crónicas mundanas. Lo cierto era que apenas salía ya; un lamentable contratiempo le obligaba a permanecer en casa, donde distraía su tiempo libre rogando a los dioses que conservasen a Sus Majestades en eterna salud.

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[6] No se podían cruzar las puertas de la capital sin entregar a los soldados documentos de identidad en regla.