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Si la enfermedad del misterioso cortesano estaba ya tan avanzada que no podía disimularla, la mujer que se la había transmitido tampoco estaría fresca y rozagante. Dado que el paciente era rico, Di dedujo que la bonita mujer no debía ser de las que conceden sus favores a cualquiera.

En Chang'an los placeres más refinados se prodigaban en el caserío del norte. Sus mujeres eran apreciadas por su dominio de las bellas artes y reservaban sus servicios a los nobles, a los funcionarios, a los laureados en los exámenes oficiales, y a veces a los comerciantes más ricos. No bastaba con ser rico para que les abrieran sus puertas, era obligado formar parte de la buena sociedad.

Di decidió ir a dar una vuelta por el barrio, situado entre el mercado del este, las escuelas confucianas, el centro de examen y las viviendas de los candidatos. Su cercanía a los estudiantes decía mucho de las costumbres de esos jóvenes. En su mayoría procedían de las más opulentas familias de provincias, capaces de proporcionar largos años de estudio a sus vástagos. Ante tanta libertad, estaban ávidos de aprovechar la existencia despreocupada a la que suele aspirar la juventud dorada. Además de las alegrías del cuerpo, que podían obtener en cualquier parte y a bajo precio, esas damiselas muy selectas los iniciaban en la delicadeza y en las relaciones armoniosas entre hombres y mujeres según las normas de una sociedad elegante. Di disfrutó de su ración en la época en que preparaba sus exámenes. Su padre tuvo la precaución de ponerlo en manos de mujeres jóvenes cuyas cualidades había verificado personalmente antes de confiarles su prole. Sin duda fue ese detalle lo que apartó al mandarín de por vida de las relaciones íntimas pagadas.

Tan pronto entró en el recinto de las casas de citas, Di vio las callejuelas llenas de hermosas jóvenes espléndidamente tocadas, con el cabello recogido en un espeso moño a la última moda, seguidas por varias niñas con trajes uniformes que llevaban sus instrumentos musicales. El día que terminaban su instrucción se les regalaba un magnífico vestido y ese mismo día empezaban a practicar. Era el símbolo de su entrada en el oficio. Eran tan numerosas que el lugar parecía con su presencia un campo de flores multicolores movidas por la brisa.

Animado por su fructífera experiencia con el portero jefe de la Ciudad Prohibida, Di fue a llamar al que abría y cerraba el barrio de las delicias. [7] La recepción estuvo muy por debajo de sus esperanzas. La primera sorpresa fue descubrir que el jefe de manzana era una mujer madura, fornida y muy poco amiga de charlar con los miembros del sexo opuesto que llegaban de improviso. Seguro que sus anchas y regordetas manos debían lanzarse sin piedad al cuello de los borrachos o patanes que tenían la desfachatez de osar meter sus patas en este remanso de refinamiento. El título de viceministro no ayudó mucho al mandarín, pues la guardiana estaba acostumbrada a ver desfilar altezas y poderosos y los había tratado de demasiado cerca para tenerles el respeto al que estaban acostumbrados.

Cuando Di anunció que deseaba ver a las cortesanas enfermas, la guardiana le respondió secamente que no había ninguna. A ver si se creía que podía propagar el rumor de que se contraían enfermedades por frecuentar el lugar.

– Yo aconsejaría a Su Excelencia que fuera a informarse a los puertos y cuarteles, donde rondan las prostitutas vulgares. Aquí sólo tenemos personas de bien, a ambos lados de la puerta.

En lugar de largarse en el acto de donde su presencia parecía tan indeseable, Di se tomó el tiempo de pasear por delante de las bonitas fachadas adornadas de flores recogidas en tiestos. No era aún la hora exquisita, cuando los elegantes acudirían a gastar la fortuna acumulada por sus antepasados. De momento, no había más espectáculo que un ballet de hortelanos que venían a presentar sus más finas mercancías, floristas escoltando ramos de complicada arquitectura, y hermosas muchachas que se dirigían con pasitos apresurados a tomar sus lecciones diarias de canto, laúd, danza o poesía.

Se sentó en un escalón para disfrutar del espectáculo. De una casa vecina llegó a sus oídos el sonido de un qin [8] sobre el que unos dedos expertos se entrenaban en desgranar las notas de una canción de amor. Vio pasar a un profesor de caligrafía, cargado con sus pinceles y sus rollos de seda cruda. Por una ventana abierta vio los movimientos de abanico de una coreografía que una mujer de edad madura acompañaba con el ritmo de sus manos. Di pensó que el barrio resultaba más agradable de día, cuando parecía una gran escuela de arte para muchachas distinguidas, que de noche, cuando abría sus puertas a los ricos libidinosos, que acudían a olisquear la carne fresca so pretexto de disfrutar de banquetes encopetados.

Vio pasar la comitiva de una cortesana que regresaba a casa con las cortinas echadas. Tras su silla de maños seguía la servidumbre cargada con cofres de cuero que seguramente contenían un sinfín de tocados, sus arpas y otros accesorios de su profesión. A una aprendiza que contemplaba la escena a poca distancia, Di le preguntó de quién se trataba. La muchacha le explicó que la pasajera del palanquín había sido antes de contraer matrimonio una damisela famosa, conocida como Crepúsculo. Sus pretendientes gastaban fortunas para conocerla.

– Siendo así, ¿por qué se casó? -se extrañó el mandarín.

– Estos fastos duran sólo un tiempo, señor. Hasta las más solicitadas terminan cayendo en apuros. La moda pasa, como la juventud. Es humillante vivir en el barrio de las más bellas cuando una ha dejado de serlo. Sólo un matrimonio ventajoso puede proporcionarnos respetabilidad.

La felicidad de ésta parecía haber terminado en seco. Su marido debía de haberla repudiado, quizá por incompatibilidad de caracteres con la Primera Esposa. La cantidad de cofres que la acompañaban sugería que no se había marchado sin una indemnización.

– Parecía la más afortunada de todas, pero al final no ha tenido suerte -concluyó la muchacha dando un suspiro.

Di supuso que en cualquier caso quedaba a salvo de penurias por mucho tiempo gracias a los regalos de su esposo. Cuando se hubiese agotado su pequeña fortuna, no le quedaría más remedio que dedicarse a formar a una o dos discípulas.

Tras esta conversación, Di pensó en acercarse a la gobernaduría municipal. Allí pidió que le mostraran el registro de licencias de prostitución, donde todas estas damas debían obligadamente registrarse. Recorría las listas en busca de un modo de dar con las que había cesado en la actividad hacía poco. Eliminó a todas las que habían dado el motivo: matrimonio, inauguración de una casa a su nombre para recibir a sus rivales, traslado a provincias, fallecimiento. Nunca constaba la palabra enfermedad, como si no existiera.

– Es un tema tabú, señor -le explicó el pasante-. Cuando algunas tienen este tipo de problemas, se retiran lejos del barrio para recibir los mejores tratamientos. Mientras están en el mercado, su alcahueta está dispuesta a gastar lo que haga falta para que vuelva a levantarse.

Di subía por la avenida Central cuando su instinto le puso repentinamente sobreaviso. Tras lanzar una discreta mirada a su alrededor, comprendió qué andaba mal. Hacía ya varias manzanas de casas que una silueta idéntica formaba parte del paisaje. El mandarín siempre había sospechado que una larga serie de cazadores estaban en el origen de su estirpe, pues una parte de su mente siempre se mantenía sensible al más insignificante cambio en su entorno, incluso estando sumido en profundas reflexiones. Ahora mismo, tenía la seguridad de que lo andaban siguiendo. «¡Es la primera vez que tengo suerte hoy!», se dijo mirando por el rabillo del ojo el recodo que necesitaba para realizar la maniobra que se le acababa de ocurrir. Se metió bruscamente en una calle perpendicular y se encogió bajo un porche que tenía unos pilares lo bastante anchos para taparlo. No tardó en oír los pasos precipitados de su perseguidor, que corría para no perderle el rastro. Adelantó entonces un pie calzado con un hermoso botín de cuero mongol, de modo que el desconocido, que tenía la vista clavada en la otra punta de la calle, efectuó un vuelo planeado antes de aterrizar sobre el polvo. Cuando quiso levantarse, el individuo se llevó una sorpresa al notar que el botín al que debía su desventura lo mantenía firmemente pegado al suelo. Todo el peso de un magistrado alto y bien alimentado recaía sin piedad sobre su columna vertebral.

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[7] Los barrios de la capital estaban diseñados de modo que pudieran permanecer cerrados de noche. Se convertían entonces en pequeños pueblos cerrados sobre sí mismos.

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[8] El qin es un instrumento de forma oblonga, con siete cuerdas de seda, que se toca como una cítara, depositado encima de una mesa.