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¿Quién los absolvía de la vergüenza de sus deseos? Una gorda.

¿Quién les enseñaba a hacer todas esas cosas que iban desde estimular las zonas erógenas hasta fingir pasión a la espera de que ésta retornara? Una mujer de Canterbury, ridícula y gorda a más no poder. Ella y nadie más que ella.

Eso era más importante que contar calorías. Si Katie Waddington estaba destinada a morir gorda, entonces sería así como moriría.

Era una noche fría, de esas que tanto le gustaban. El otoño había llegado por fin a la ciudad después de un verano abrasador, y a medida que Katie avanzaba con dificultad a través de la oscuridad, revivió, tal y como siempre hacía, los temas más importantes que se habían comentado esa noche.

Lágrimas. Sí, siempre había lágrimas, además de retorcimientos de manos, rubores, tartamudeos y mucho sudor. No obstante, también solía haber momentos especiales, momentos decisivos que hacían que el hecho de escuchar durante horas repetitivos detalles personales valiera la pena.

Esa noche el momento lo habían propiciado Félix y Dolores (apellido desconocido), que se habían apuntado a las sesiones con el claro propósito de «recobrar la magia de su matrimonio» después de haberse pasado dos años -y de haberse gastado veinte mil libras-examinando, por separado, su sexualidad. Hacía tiempo que Félix había admitido que buscaba satisfacción fuera del reino de sus promesas maritales, y Dolores había confesado sin rubor que disfrutaba mucho más con su vibrador mientras contemplaba una fotografía de Laurence Olivier caracterizado como Heathcliff que de los abrazos de su marido. Sin embargo, esa noche, cuando Félix empezó a reflexionar en voz alta sobre los motivos que podían hacer que el culo desnudo de su mujer le recordara a su madre en sus últimos años, las mujeres de mediana edad del grupo pensaron que eso era demasiado y empezaron a insultarle con una violencia tal que la misma Dolores se levantó apasionadamente para defender a su marido. Según parece, Dolores anegó la aversión que su marido sentía por su trasero con el agua bendita de sus propias lágrimas; al momento, marido y mujer se abrazaron, se besaron en los labios y gritaron al unísono: «Han salvado nuestro matrimonio», al final de la sesión.

Katie reconocía que lo único que había hecho era propiciarles un público. De todos modos, eso era lo que en verdad quería cierto tipo de gente: una oportunidad para humillarse a sí mismos o a sus seres queridos delante de otros, y así propiciar una situación de la que poder rescatar a sus seres amados o ser rescatados por éstos.

Ocuparse de los problemas sexuales de los británicos era una verdadera mina de oro, y Katie se consideraba de lo más astuta por haberse dado cuenta de eso.

Bostezó largamente y notó cómo le gruñían las tripas. Una jornada laboral larga y provechosa bien se merecía una buena cena, seguida de un baño y una cinta de vídeo. Prefería las películas antiguas por los matices románticos que tenían. Un fundido en negro en los momentos importantes la estimulaba mucho más que un primer plano de ciertas partes corporales acompañado de una banda sonora repleta de respiraciones entrecortadas. Vería Sucedió una noche: Clark, Claudette, y la exquisita tensión que se creaba entre ellos.

«Eso era lo que faltaba en la mayoría de las relaciones -pensó Katie por milésima vez ese mes-: tensión sexual. Ya no hay lugar para la imaginación en las relaciones de pareja. El mundo se ha convertido en un lugar en el que todo se sabe, todo se cuenta y todo se fotografía; por lo tanto, ya no existe la posibilidad de disfrutar de antemano ni de mantener nada en secreto.»

No obstante, no tenía motivos para quejarse. El estado del mundo la estaba haciendo rica y, por muy gorda que estuviera, nadie la desairaba cuando veía la casa en que vivía, la ropa que llevaba, las joyas que compraba o el coche que conducía.

Se estaba acercando a ese coche precisamente, al lugar en el que lo había dejado por la mañana: un aparcamiento privado que estaba al otro lado de la calle junto a la clínica en la que pasaba sus días. Mientras se detenía en la acera para cruzar, se percató de que respirar le costaba más de lo habitual. Apoyó la mano en una farola y sintió cómo el corazón pugnaba por seguir funcionando.

Quizá debería considerar el programa de pérdida de peso que le había sugerido el médico, pensó. Sin embargo, tan sólo un segundo después, descartó la idea. ¿Para qué estaba la vida sino para disfrutarla?

Una ligera brisa se levantó y le apartó el pelo del rostro. Sintió cómo le refrescaba la nuca. Lo único que necesitaba era descansar un momento. Cuando recobrara el aliento, se sentiría tan bien como de costumbre.

Permaneció en pie y escuchó el silencioso barrio. Era comercial y residencial a la vez: constaba de pequeños negocios que ya estaban cerrados a esas horas y de casas que ya hacía tiempo que se habían convertido en pisos, y en cuyas ventanas ya se habían corrido las cortinas para protegerse de la noche.

«¡Qué extraño!», pensó. Nunca se había dado cuenta de la tranquilidad y del vacío que reinaba en esas calles cuando ya había caído la noche. Miró a su alrededor y se percató de que en un lugar como aquél podría suceder cualquier cosa -tanto buena como mala-y que si alguien llegaba a presenciarlo sería tan solo fruto de la casualidad.

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Más le valdría seguir avanzando. Bajó de la acera y empezó a cruzar.

No vio el coche del final de la calle hasta que éste encendió las luces y la cegó. Se precipitó hacia ella emitiendo un sonido parecido al bramido de un toro.

Intentó avanzar a toda velocidad, pero el coche se abalanzó sobre ella. Era evidente que estaba demasiado gorda para esquivarlo a tiempo.

GIDEON

16 de agosto

Me gustaría empezar diciendo que creo que este ejercicio va a ser una pérdida de tiempo y, tal y como intenté explicarle ayer, si hay algo que no me sobra en este momento es precisamente tiempo. Si quería que confiara en la eficacia de esta actividad, me podría haber explicado el paradigma sobre el que, según parece, se basa para definir el concepto de «tratamiento» en su libro. ¿Qué importancia tiene el tipo de papel que use? ¿O qué clase de libreta? ¿O qué bolígrafo o lápiz utilice? ¿Qué más da dónde me encuentre al escribir estas tonterías que me ha pedido que escriba? ¿No le basta que haya aceptado tomar parte en este experimento? No importa. No me conteste. Ya sé lo que me respondería: «¿De dónde viene toda esa ira, Gideon? ¿Qué hay detrás de todo eso? ¿Qué le viene a la memoria?».

Nada. ¿No lo ve? No recuerdo nada en absoluto. Por eso mismo he venido.

«¿Nada? -me preguntará-. ¿Nada de nada? ¿Está seguro de que está en lo cierto? Después de todo, sabe cómo se llama y, según parece, también reconoce a su padre; recuerda el lugar en el que vive, cómo se gana la vida y a sus compañeros más cercanos. Por lo tanto, cuando dice que no recuerda nada, debe querer decir que no recuerda…»

Nada que sea importante para mí. De acuerdo. Lo diré. No recuerdo nada que considere de importancia. ¿Es eso lo que quiere oír? ¿Cree que usted y yo deberíamos hacer hincapié en ese pequeño detalle desagradable de mi carácter para ver qué quiero decir con esa afirmación?

No obstante, en vez de responderme a esas dos preguntas, me dirá que empezaremos por escribir todo lo que recordemos, al margen de que sea o no importante. Pero cuando diga «empezaremos», en realidad querrá decir que yo empezaré por escribir, y que lo que yo anote será lo que yo recuerde, porque tal y como expresó de forma sucinta con su voz objetiva e intocable de psiquiatra: «Lo que recordamos suele ser la clave de lo que hemos elegido olvidar».

Elegido. Supongo que ha seleccionado la palabra de forma deliberada. Quería que reaccionara. Ya se lo explicaré, debería pensar. Ya le explicaré a esa pequeña arpía todo lo que recuerde.