– Necesitas un té -insistió-. O una sopa. O algo. Siéntate. Déjame que te traiga…
Se vio obligado.
Libby seguía hablando. Su voz era rápida. Tenía la tez colorada.
– Me imaginé que debería esperarte, ya que las llaves las tenía yo. Supongo que te podría haber esperado en mi propia casa. Bajé durante un rato, pero me llamó Rock, y cometí el error de coger el teléfono porque creía que eras tú. Dios, es tan diferente de lo que en un principio me había parecido. De hecho, quería venir a verme. Deberíamos hablar de nuestra situación, es como me lo planteó. Increíble.
Gideon la oía pero no la oía. Junto a la mesa de la cocina, se sentía inquieto y tenía frío.
Libby prosiguió, incluso con mucha más rapidez, mientras Gideon cambiaba de posición en la silla:
– Rock quiere que volvamos a vivir juntos. Evidentemente, sólo son castillos en el aire, o como quieras llamarlo, pero aunque parezca imposible, me llegó a decir: «Soy bueno para ti». Como si no se hubiera pasado todo nuestro maldito matrimonio follándose todo lo que se le ponía delante. «Sabes que nos llevamos muy bien», me dijo. Pero yo le respondí: «Gideon es bueno para mí, Rocco, pero tú, eres de lo peor». Y eso es lo que en verdad pienso, ¿sabes? Eres bueno para mí, Gideon. Y yo soy buena para ti.
Se movía de un lado a otro de la cocina. Era evidente que se había decido por la sopa, ya que inspeccionó la nevera, encontró una lata de sopa de tomate y albahaca, se la mostró triunfante y exclamó:
– Ni siquiera está caducada. La calentaré en un instante. -Sacó una cacerola y tiró la sopa dentro. La colocó sobre los fogones y extrajo un cuenco de un armario. Prosiguió hablando-: Lo que he pensado es lo siguiente: Deberíamos alejarnos de Londres durante una temporada. Necesitas un descanso. Y yo necesito unas vacaciones. Así pues, podríamos viajar. Podríamos ir a España para disfrutar del buen tiempo. O podríamos ir a Italia. Incluso podríamos ir a California, y así podrías conocer a mi familia. Ya les he hablado de ti. Saben que te conozco. Quiero decir, les he contado que vivimos juntos y todo eso. Bien, sí, más o menos. No es que en realidad vivamos juntos… pero, ya sabes…
Dejó el cuenco y una cuchara sobre la mesa. Dobló una servilleta de papel en forma de triángulo y le dijo:
– Toma.
Se subió una de las tiras del peto, que estaban sujetas por un imperdible. Mientras lo hacía, él la observaba. Usó el dedo pulgar para hacerlo, y abría y cerraba el imperdible de modo espasmódico.
Esa muestra de nervios no era propia de ella. Le dio que pensar. La observaba, confundido.
– ¿Qué? -le preguntó.
Gideon se puso en pie y le contestó:
– Necesito cambiarme de ropa.
– Ya te la traigo yo -le respondió mientras se dirigía hacia la sala de música y hacia el dormitorio que había detrás-. ¿Qué quieres? ¿Levi's? ¿Un suéter? Tienes razón. Debes cambiarte de ropa. -Y mientras él se levantaba, añadió-: Ya te la traigo yo. Espera, Gideon. Antes tenemos que hablar. Lo que te quiero decir es que necesito explicarte… -Se detuvo. Tragó saliva, y él oyó el ruido que hizo desde metro y medio de distancia. Era el ruido que hace un pez cuando aletea sobre la cubierta de un barco, cuando respira por última vez.
Entonces Gideon miró a lo lejos y vio que las luces de la sala de música estaban apagadas, lo que le sirvió para advertirle, aunque no sabía muy bien de qué. Sin embargo, se percató de que Libby no quería que él entrara en la sala. Hizo un paso hacia allí.
Libby añadió con rapidez:
– Esto es lo que quiero que entiendas, Gideon. Para mí, eres lo más importante. Y esto es lo que he pensado: ¿Cómo puedo ayudarle? ¿Qué puedo hacer para que seamos nosotros de verdad? Porque no es normal que estemos juntos pero sin estarlo del todo. Y nos iría muy bien a los dos si nosotros… ya sabes… mira, es lo que necesitas. Es lo que yo necesito. Ser cada uno lo que realmente somos. Y lo que somos es lo que somos, no lo que hacemos. Y la única forma que tenía para hacer que lo vieras y lo comprendieras, porque el hecho de hablar sin parar no lo lograba y tú lo sabes bien, era…
– ¡Oh, no! ¡Dios mío! -Gideon pasó por delante de ella, empujándola a un lado con un grito inarticulado.
Avanzó a tientas hasta la lámpara más cercana de la sala de música. La asió. La encendió.
Lo vio.
El Guarneri -lo que quedaba de él-yacía junto al radiador. El mástil estaba roto, la parte superior, destrozada, y los lados, hechos añicos. El puente estaba partido por la mitad y las cuerdas, enroscadas alrededor de lo que quedaba del cordal. La única parte del violín que no estaba destrozada era la perfecta voluta, que se curvaba con elegancia como si aún pudiera inclinarse hacia delante para rozar los dedos del violinista.
Libby seguía hablando a sus espaldas. En voz alta y con rapidez. Gideon oía las palabras, pero no el significado.
– Me lo agradecerás -le decía-. Quizás ahora no. Pero lo harás. Te lo prometo. Lo he hecho por ti. Y ahora que por fin ha salido de tu vida, podrás…
– Nunca -se dijo a sí mismo-. Nunca.
– ¿Nunca qué? -le preguntó, y mientras él se acercaba al violín, se arrodillaba junto a él, acariciaba el reposabarbillas y sentía cómo su frialdad se mezclaba con el calor de sus manos…-¿Gideon? -Su voz sonaba insistente, sonora-. Escúchame. Todo irá bien. Sé que estás disgustado, pero debes darte cuenta de que era la única manera. Ahora eres libre. Libre para ser quien eres, ya que eres mucho más que un simple tipo que toca el violín. Siempre has sido mucho más que eso, Gideon. Y ahora puedes saberlo, igual que yo.
Las palabras le abatían, pero sólo se percataba del sonido de su voz. Y más allá de ese sonido estaba el rugido del futuro a medida que se le acercaba con rapidez, elevándose cual maremoto, negro y oscuro. No pudo hacer nada por evitar que le cubriera. Se sintió atrapado y todo lo que sabía se vio reducido en un instante a un único pensamiento: lo que quería y lo que había planeado hacer le había sido negado. Otra vez. Otra vez.
– ¡No, no y no! -gritó. Se puso en pie de un salto.
No oyó los propios gritos de Libby mientras se precipitaba hacia ella. Su peso le hizo perder el equilibrio. Ambos cayeron al suelo.
– ¡Gideon! ¡Gideon! ¡No! ¡Detente! -suplicaba Libby.
Pero las palabras no eran nada en comparación con la furia que sentía. Sus manos fueron a por sus hombros, tal y como ya habían hecho en el pasado.
Y Gideon la sometió.
Elizabeth George