Se callaron los hombres, indignados, de las monjas no se oía ahora ni un suspiro, y Sietesoles declaró, En la guerra hay más caridad, La guerra es algo que aún está empezando, es como un niño, dudó João Elvas. Y, no habiendo más que decir tras esta sentencia, se aprestaron todos a dormir.
Doña María Ana no irá hoy al auto de fe. Está de luto por su hermano José, emperador de Austria, víctima en pocos días de la viruela, y muerto de ella cuando sólo tenía treinta y tres años, pero el motivo de quedarse al resguardo de los aposentos es otro y no ése, muy mal andarían los Estados si una reina flaqueara por una menudencia así, cuando para tan grandes y mayores golpes son educadas. A pesar de ir ya en el quinto mes, todavía sufre de los mareos naturales que, sin embargo, tampoco bastarían para desviarle la devoción y los sentidos de la vista, olfato y oído de la solemne ceremonia, tan edificante de almas, acto tan de fe, la procesión acompasada, la descansada lectura de las sentencias, las figuras decaídas de los condenados, las voces lastimosas, el olor de la carne restallando cuando le llegan las llamas y va pingando en las brasas la poca grasa que tras las cárceles le ha quedado. Doña María Ana no estará en el auto de fe porque, pese a estar preñada, tres veces la han sangrado, y ha sido esto causa de gran debilidad, añadida a los achaques que viene sufriendo desde hace muchos meses. Le habían demorado las sangrías como le demoraron la noticia de la muerte del hermano, que querían los médicos asegurarla más, siendo la preñez aún reciente. En verdad, no andan buenos los aires en palacio, como se acaba de saber al darle al rey un flato grave, y se sabe que pidió confesión y que en seguida se la dieron, por el bien que siempre trae al alma, pero habrán sido imaginaciones suyas pues todo se desató en un buen suceso cuando lo purgaron, que al fin sólo era tripa empedernida. Está el palacio triste, sobre la tristeza en que de costumbre está, con el luto que el rey ordenó en toda su casa, y mandato expreso de que los títulos y oficiales de ella lo pusieran, como él mismo lo puso, cerrándose ocho días y ordenando seis meses de duelo, tres de capa larga y tres de capa corta, en demostración del gran sentimiento por la muerte del emperador su cuñado.
No obstante, hoy es día de alegría general, quizá la palabra sea impropia porque el gusto viene de más hondo, tal vez del alma, mirar esa ciudad saliendo de sus casas dispersa por plazas y calles, bajando de las lomas, juntándose en el Rossío para ver cómo ajustician a judíos y cristianos-nuevos, a herejes y hechiceros, aparte de otros casos menos corrientemente calificables, como los de sodomía, molinismo, forzar mujeres y solicitarlas y otras menudencias merecedoras de exilio y hoguera. Son ciento cuatro las personas que hoy salen, las más de ellas venidas de Brasil, fértil terreno en diamantes e impiedades, siendo cincuenta y uno los hombres y cincuenta y tres las mujeres. De éstas, dos serán relajadas al brazo secular, en carne, por relapsas, que quiere decir reincidentes en la herejía, por convictas y negativas, y esto quiere decir protervas y obstinadas a pesar de todos los testigos, por contumaces, y esto quiere decir persistentes en su error que es su verdad, sólo que desacertada en tiempo y lugar. Y habiendo pasado ya dos años sin que se quemara gente en Lisboa, está el Rossío lleno de gente, dos veces festiva por ser domingo y por haber auto de fe, que nunca se llegará a saber de qué gustan más los moradores, si de esto, si de las corridas de toros, incluso cuando sólo éstas se usen. En las ventanas que dan a la plaza hay mujeres, vestidas y tocadas con primor, a la alemana por gracia de la reina, con su bermellón en la faz y en el escote, haciendo muecas con la boca para aparentarla pequeña y exprimida, visajes varios y todas vueltas hacia la calle, a sí mismas preguntándose las damas si estarán seguros los lunares en el rostro, el de la comisura o besador, el de bajo el ojo o desatinado, el del hoyuelo o encubridor, mientras el pretendiente confirmado o suspirante pasea abajo, pañuelo en mano y dándole aire a la capa. Y siendo el calor tanto, se van refrescando los asistentes con la conocida limonada, el jarrito de agua, tan común, la tajada de sandía, que no por morir aquéllos van a consumirse éstos. Y si el estómago pide relleno más sustancioso, no faltarán altramuces y piñones, quesadas y dátiles. El rey, con los infantes, sus hermanos y sus hermanas las infantas, comerá en la Inquisición, finalizado ya el auto de fe, y aliviado de su incomodo honrará la mesa del inquisidor-general, soberbísima de cazuelas de caldo de gallina, de perdigones, de pechos de ternera, de pastelones, de pasteles de carnero con azúcar y canela, de cocido a la castellana con todo cuanto le compete, y azafranados, manjar blanco, y al fin dulces fritos y fruta del tiempo. Pero es tan sobrio el rey que no bebe vino, y como la mejor lección es siempre el buen ejemplo, todos lo toman, el ejemplo, no el vino.
Otro ejemplo, pero éste de provecho al alma, si el cuerpo tan repleto está, se dará hoy aquí. Empezó a salir la procesión, van al frente los dominicos, con el pendón de Santo Domingo, y los inquisidores después, todos en una larga fila, hasta aparecer los sentenciados, ya fue dicho que ciento cuatro, llevan cirios en la mano, al lado los acompañantes, y todo son rezos y murmullos, por diferencias de copete y sambenito sábese quién va a morir y quién no, aunque otra señal haya que no miente, que es ir el alzado crucifijo de espaldas a las mujeres que acabarán en la hoguera, y al contrario mostrando su benigna y sufridora faz a aquellos que de ésta van a salir con vida, maneras simbólicas de entender todos lo que a cada cual espera, si no reparasen en el vestido que llevan, que, ése sí, es traducción visual de la sentencia, el sambenito amarillo con la cruz de San Andrés en rojo para quienes no han merecido la muerte, el otro con las llamas vueltas hacia abajo, llamado fuego revuelto, si confesando sus culpas la evitaron, y la zamarra cenicienta, lúgubre color, con el retrato del condenado cercado de diablos y llamaradas, cosa que, trasladado a lenguaje, significa que aquellas dos mujeres van a arder de inmediato. Predicó fray João dos Mártires, provincial de los frailes de la Arrábida, y ciertamente nadie lo estaría mereciendo más si recordamos que arrábido fue el fraile cuya virtud Dios coronó engravidando a la reina, así aproveche la prédica a la salvación de las almas como aprovecharán a la dinastía y a la orden franciscana en sucesión asegurada y prometido convento.
Grita el buen pueblo furiosos improperios a los condenados, chillan las mujeres asomadas a los alféizares, dicen su perorata los frailes, la procesión es una serpiente enorme que no cabe derecha en el Rossío y por eso se va curvando y recurvando como si decidiera llegar a todas partes u ofrecer el espectáculo edificante a toda la ciudad, aquel que allí va es Simeão de Oliveira e Sousa, sin menester ni beneficio, pero que del Santo Oficio declaraba ser calificador, y siendo secular decía misa, confesaba y predicaba, y al mismo tiempo que esto hacía se proclamaba hereje y judío, nunca se vio confusión tal, y para que fuera mayor unas veces se hacía llamar padre Teodoro Pereira de Sousa, otras fray Manuel da Conceição, o fray Manuel da Graça, e incluso Belchior Carneiro, o Manuel Lencastre, quién sabe qué otros nombres tendría y todos verdaderos porque debería ser un derecho de hombre elegir su propio nombre y cambiarlo cien veces por día, que un nombre no es nada, y aquél es Domingos Afonso Lagareiro, natural y morador que fue de Portel, que fingía visiones para que lo tuviesen por santo y hacía curas usando bendiciones, palabras y cruces, y otras tales supersticiones, imagínense, como si hubiera sido él el primero, y aquel otro es el padre Antonio Teixeira de Sousa, de la isla de San Jorge, por culpas de solicitar mujeres, manera canónica de decir que las palpaba y fornicaba, empezando sin duda por la palabra en el confesonario y terminando el acto en el recato de la sacristía, por ahora no va corporalmente a acabar en Angola, adonde irá degradado de por vida, y ésta soy yo, Sebastiana María de Jesús, un cuarto de cristiana-nueva, que tengo visiones y revelaciones, pero dijeron en el Tribunal que era fingimiento, que oigo voces del cielo, pero me explicaron que era efecto demoníaco, que sé que puedo ser santa como los santos son, o aún mejor, pues no alcanzo diferencia entre yo y ellos, pero me reprendieron que eso es presunción insoportable y monstruoso orgullo, desafío a Dios, y aquí voy blasfema, herética, temeraria, amordazada para que no se me oigan las temeridades, las herejías y las blasfemias, condenada a ser azotada en público y a ocho años deportada en el reino de Angola, y habiendo oído las sentencias, las mías y las de quienes conmigo van en esta procesión, no oí que se hablase de mi hija, es su nombre Blimunda, dónde estará, dónde estás, Blimunda, si no fuiste presa después de mí, aquí has de venir a saber de tu madre, y yo te veré si en medio de esa multitud estás, que sólo para verte quiero ahora estos ojos, la boca me amordazaron, no los ojos, ojos que no te verán, corazón que siente y sintió, oh corazón mío, me salta en el pecho si Blimunda ahí está, entre esa gente que me escupe y me tira cascas de sandía e inmundicias, ay qué engañados están, sólo yo sé que todos podrían ser santos, si así lo quisieran y no puedo gritárselo, al fin el pecho me da la señal, gimió profundamente el corazón, voy a ver a Blimunda, voy a verla, ahí, allí está, Blimunda, Blimunda, Blimunda, hija mía, y ya me ha visto, y no puede hablar, tiene que fingir que no me conoce o me desprecia, madre bruja y marrana aunque sólo un cuarto, ya me vio y a su lado está el padre Bartolomeu Lourenço, no hables, Blimunda, mira sólo, mira con esos tus ojos que todo son capaces de ver, y aquel hombre quién será, tan alto, que está cerca de Blimunda y no sabe, ay, no sabe, quién es él, de dónde viene, qué va a ser de ellos, poder mío, por las ropas soldado, por el rostro castigado, por la mano cortada, adiós, Blimunda, que no te veré más, y Blimunda le dijo al cura, Ahí va mi madre, y luego, volviéndose hacia el hombre alto que estaba junto a ella, preguntó, Cuál es su gracia, y el hombre dijo, naturalmente, reconociendo así el derecho de esta mujer a hacerle preguntas, Baltasar Mateus, también me llaman Sietesoles.