Se acostaron. Blimunda era virgen. Cuántos años tienes, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Diecinueve años, pero entonces su edad era otra. Corrió algo de sangre por la estera. Con las puntas de los dedos índice y corazón humedecidos en ella, Blimunda se persignó e hizo una cruz en el pecho de Baltasar, sobre el corazón. Estaban los dos desnudos. En una calle cercana oyeron voces de desafío, batir de espadas, carreras. Luego el silencio. No corrió más sangre.
Cuando, por la mañana, despertó Baltasar, vio a Blimunda tendida a su lado, comiendo pan, con los ojos cerrados. Sólo los abrió cenicientos a aquella hora, tras acabar de comer, y dijo, Nunca te miraré por dentro.
Llevarse este pan a la boca es gesto fácil, excelente de hacer si el hambre lo reclama, por lo tanto alimento del cuerpo, beneficio del labrador, probablemente mayor beneficio de algunos que entre la hoz y los dientes supieron meter manos de llevar y traer y bolsas de guardar, y ésta es su regla. No hay en Portugal trigo que baste al perpetuo apetito que los portugueses tienen de pan, parece que no sepan comer otra cosa, por eso los extranjeros que aquí viven, doloridos de nuestras necesidades, que en mayor volumen fructifican que simientes de calabaza, mandan venir, de sus propias y de otras tierras, flotas de cien navíos cargados de cereal, como estos que vienen ahora Tajo adentro, salvando la Torre de Belem y mostrando al gobernador de ella los papeles al uso, y esta vez son más de treinta mil medidas de pan que vienen de Irlanda, y es la abundancia tal, hambre convertida al fin en hartura, y bien está mientras en hambre no se torne, que, hallándose llenos los tinglados del muelle e incluso almacenes particulares, andan por ahí alquilando silos a cualquier precio, y ponen escritos en las puertas de la ciudad para que conste a las personas que los tuvieron por alquilar, conque de esta vez van a tirarse de los pelos los que mandaron venir el trigo, obligados por el exceso a bajar precios, tanto más cuanto que se habla ya de la llegada inmediata de una flota de Holanda cargada del mismo género, pero de ésta se sabrá más tarde que la asaltó una escuadra francesa casi a la entrada de la barra, y así el precio, que iba a bajar, no baja, que si es preciso se prende fuego a un silo o a dos, mandando en seguida pregonar la falta que el trigo que ardió nos está haciendo cuando creíamos que había tanto y de sobra. Son misterios mercantiles que los de fuera enseñan y los de dentro van aprendiendo, aunque éstos sean normalmente tan estúpidos, hablamos de los mercaderes, que nunca mandan venir ellos mismos las mercancías de las otras naciones, y se contentan con comprarlas aquí a los extranjeros, que se forran con nuestra simplicidad y forran con ella los cofres, comprando a precios que ni sabemos y vendiendo a otros que sabemos demasiado, porque los pagamos con lengua de a palmo y la vida palmo a palmo.
Pero, habitando la risa tan cerca de la lágrima, el desahogo tan próximo al ansia, el alivio tan vecino del susto, pasando así la vida de las personas y de las naciones, cuenta João Elvas a Baltasar Sietesoles el hermoso paso bélico de haberse armado la marina de Lisboa, de Belem a Xabregas, por espacio de dos días y dos noches, al tiempo que en tierra tomaban posiciones de combate los tercios y la caballería, porque corrió la voz de que venía una armada francesa a conquistarnos, hipótesis ante la que cualquier hidalgo, o un plebeyo cualquiera, sería aquí otro Duarte Pacheco Pereira *, y Lisboa una nueva plaza de Diu, y al fin la armada invasora resultó una flota de bacalao, que buena falta estaba haciendo, como no tardó en verse por el apetito. Mustios acogieron los ministros la noticia, risueños soltaron las armas los soldados, y más altas y estrepitosas fueron aún las carcajadas del vulgo, vengándose así de no pocas vejaciones. Al fin, peor que la vergüenza de esperar al francés y ver llegar el bacalao, sería si contáramos con el bacalao y entrara el francés.
Sietesoles concuerda, pero se imagina en la piel de los soldados que esperaban la batalla, sabe cómo late entonces el corazón, qué va a ser de mí, estaré vivo dentro de poco, se aterra un hombre por la posible muerte y vienen luego a decirle que están descargando fardos de bacalao en la Riveira Nova, si los franceses se enteran del equívoco se reirán todavía más de nosotros. Está Baltasar a punto de sentir de nuevo añoranza de guerra pero se acuerda de Blimunda e intenta averiguar de qué color son los ojos de ella, es una guerra en la que anda con su propia memoria, que tanto le recuerda un color como otro, ni sus propios ojos consiguen decidir qué color de ojos están viendo cuando los tienen delante. Se olvidó así de la añoranza que iba a sentir, y responde a João Elvas, Debía de haber un modo cierto de saber quién viene y qué trae o quiere, que lo saben las gaviotas que se posan en los mástiles, y nosotros, a quienes más importa, no lo sabemos, y el soldado viejo dijo, Las gaviotas tienen alas, también las tienen los ángeles, pero las gaviotas no hablan, y de ángeles, nunca vi ninguno.
Atravesaba el Terreiro do Paço el padre Bartolomeu Lourenço, que venía de palacio, adonde había ido por instancia de Sietesoles, deseoso de que se enterara de si habría o no pensión de guerra, si es que tanto vale una simple mano izquierda, y cuando João Elvas, que de la vida de Baltasar no sabía todo, vio aproximarse al cura, dijo continuando la conversa, Ese que ahí va es el padre Bartolomeu Lourenço * a quien llaman el Volador, pero al Volador no le crecieron bastante las alas, y así no podemos ir a espiar las flotas que vienen y las intenciones o negocios que traen. No puede Sietesoles responder porque el cura, sin acercarse demasiado, le hizo señal para que se aproximase, así queda João Elvas estupefacto al ver a su amigo envuelto en efluvios del Palacio y de la Iglesia, y pensando ya si de esto podría sacar ventaja un soldado vagabundo. Y para que, entre tanto, algo fuera adelantándose ya, tendió la mano pidiendo limosna, primero a un hidalgo, que se la dio sin más, y luego, por distracción, a un fraile mendicante que pasaba exhibiendo una imagen ofreciéndola a los ósculos devotos, por lo que João Elvas acabó por dejar lo que había recibido, Mal rayo me parta, será pecado maldecir, pero alivia mucho.
Dijo el padre Bartolomeu Lourenço a Sietesoles, Hablé con los curiales de tu caso y me dijeron que lo iban a ponderar, por ver si vale la pena que hagas petición, pronto me darán respuesta, Y cuándo será eso, padre, quiso saber Baltasar, ingenua curiosidad de quien acaba de llegar a la corte e ignora los usos de ella, No te puedo decir, pero, con el tiempo, tal vez pueda hablar yo unas palabras a su majestad, que me distingue con su estima y protección, Puede hablar con el rey, se asombró Baltasar, y añadió, Puede hablar con el rey y conocía a la madre de Blimunda, que fue condenada por la Inquisición, qué cura es este cura, palabras estas últimas que Sietesoles no habrá dicho en voz alta, sólo inquieto las pensó. Bartolomeu Lourenço no respondió, lo miró sólo a los ojos, y así quedaron parados, el cura un poco más bajo y de apariencia más joven, pero no, tienen los dos la misma edad, veintiséis años, como de Baltasar ya sabíamos, pero son vidas diferentes, la de Sietesoles de trabajo y guerra, una acabada, otro que tendrá que volver a empezar, la de Bartolomeu Lourenço, que en Brasil nació y joven vino por primera vez a Portugal, mozo de tanto estudio y tanta memoria que, a los quince años prometía, y mucho hizo de cuanto prometió, soltar de coro todo Virgilio, Horacio, Quinto Curcio, Suetonio, Mecenas y Séneca, para adelante y para atrás, o donde le apuntaran, y dar la definición de todas las fábulas que se escribieron, y a qué fin las fingieron aquellas gentes griegas y romanas, y también decir quiénes fueron los autores de todos los libros de versos, antiguos y modernos, hasta el año mil doscientos, y si alguien le decía una poesía, respondía él de propósito con diez versos suyos allí mismo compuestos, y prometía también justificar y defender toda la filosofía y los puntos más intrincados de ella, y explicar la parte de Aristóteles, aunque extensa, con todos sus embarazos, términos y medios términos y responder a todas las dudas de la Sagrada Escritura tanto del Viejo Testamento como del Nuevo repitiendo de memoria, a hilo corrido o salteado, como quisieran, todos los Evangelios de los Cuatro Evangelistas, para atrás y para adelante, y lo mismo hacía con las Epístolas de San Pablo y de San Jerónimo, y los años de profeta a profeta y cuántos de vida tuvo cada uno de ellos, y lo mismo de todos los reyes de la Escritura, y lo mismo, para abajo y para arriba, a izquierda y derecha, con los Libros de los Salmos, de los Cantares, del Éxodo y de todos los Libros de los Reyes, y que no son canónicos los dos Libros de los Esdras, que al fin no parecen muy canónicos, dicho sea aquí, entre nosotros y sin otras desconfianzas, este sublime ingenio, estas prendas y memoria nacidas y criadas en tierra a la que sólo hemos pedido el oro y los diamantes, el tabaco, el azúcar y las riquezas de la selva, y lo demás que aún ha de encontrarse en ella, tierra de otro mundo, mañana y por los siglos de los siglos que vendrán, sin contar con la evangelización de los tapuias, que sólo con esto ya tendríamos ganada la eternidad.