No durmió él, ella no durmió. Amaneció y no se levantaron, Baltasar sólo para comer unos torreznos fríos y beber una jarrilla de vino, pero después volvió a acostarse, Blimunda quieta, con los ojos cerrados, alargando el tiempo del ayuno para que se le aguzaran las lancetas de los ojos, estiletes finísimos cuando al fin salieron a la luz del sol, porque éste es el día de ver, no el de mirar, que ese poco es lo que hacen quienes, no teniendo ojos, son otra categoría de ciegos. Pasó la mañana, fue la hora de almorzar, que es éste el nombre de la refección del mediodía, no lo olvidemos, y al fin se levanta Blimunda, cerrados los párpados, hace Baltasar su segunda comida, ella, para ver, no come, él ni así vería, y luego salen, el día está tan sosegado que ni parece propio de acontecimiento tal, Blimunda va delante, Baltasar detrás, para que ella no lo vea, para saber él lo que ella ve, cuando se lo diga.
Y esto le dice, La mujer que está sentada en el peldaño de aquella puerta tiene en la barriga un hijo varón, pero el pequeño lleva dos vueltas de cordón enrolladas al cuello, tanto puede vivir como morir, que eso no llego a saberlo, y este suelo que pisamos tiene encima barro encarnado bajo aquella arena blanca, luego arena negra, después gravilla, granito en lo más hondo, y en él hay un agujero grande lleno de agua, con el esqueleto de un pez mayor que mi tamaño, y este viejo que pasa está como yo estoy, con la barriga vacía, pero se le va la vista, lo contrario que a mí, y aquel joven que me miró tiene su miembro podrido de venéreo, goteando como caño, enrollado en trapos, y, pese a todo, sonríe, es su vanidad de hombre lo que le hace sonreír así, ojalá no tengas tú esas vanidades, Baltasar, y siempre te aproximes a mí limpio, y ahí viene un fraile que lleva en las tripas una bicha solitaria que él tiene que sustentar comiendo por dos o tres, por dos o tres comería aunque no la tuviese, y ahora, mira aquellos hombres y aquellas mujeres arrodillados ante el nicho de San Crispín, lo que puedes ver es la señal de la cruz, lo que oyes son golpes en el pecho, y las bofetadas que por penitencia se dan entre sí y a sí mismos, pero yo veo sacos de excrementos y de gusanos, y allí un tumor que va a estrangular la garganta de aquel hombre, él no lo sabe aún, mañana lo sabrá, y será tan tarde como ya lo es hoy, porque no tiene remedio, Y cómo voy a creer yo que todo eso es verdad si tú vas explicando cosas que yo no puedo ver con mis ojos, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Haz un agujero con tu espigón en aquel sitio y encontrarás una moneda de plata, y Baltasar hizo el agujero y la encontró, Te equivocaste, Blimunda, la moneda es de oro, Mejor para ti, y yo no debería haberme arriesgado, porque siempre confundo plata con oro, pero en lo de ser moneda, y valiosa, acerté, qué más quieres, tienes la verdad y el lucro, y si la reina por aquí pasara te diría que otra vez está preñada, pero que aún es pronto para saber si de varón o de hembra, ya decía mi madre que la matriz de las mujeres lo malo es que se llene una vez, que luego siempre quiere más, y ahora te digo que empezó a mudar el cuarto de la luna, porque siento los ojos ardiendo y veo unas sombras amarillas pasar ante ellos, son como piojos caminando, moviendo las patas, y son amarillos, me muerden los ojos, por la salvación de tu alma te lo pido, Baltasar, llévame a casa, dame de comer, y acuéstate conmigo, porque aquí delante de ti no puedo verte, y no te quiero ver por dentro, sólo quiero mirarte, cara oscura y barbada, ojos cansados, boca tan triste, hasta cuando estás a mi lado y me quieres, llévame a casa, que yo iré tras de ti, pero con los ojos bajos, porque una vez juré que nunca te vería por dentro y así será, castigada sea yo si alguna vez lo hago.
Levantemos ahora nuestros propios ojos, que es tiempo de ver al infante Don Francisco disparando con su espingarda, desde la ventana de palacio, a la orilla del Tajo, a los marineros que están subidos a las vergas de los barcos, sólo para probar su buena puntería, y, cuando acierta y van a caer ellos al convés, sangrando todos, alguno que otro muerto, y si la bala erró no se libran de un brazo partido, bate palmas el infante con júbilo irreprimible, mientras los criados le cargan otra vez las armas, bien puede acontecer que este criado sea hermano de aquel marinero, pero a esta distancia ni la voz de la sangre se oye, otro tiro, otro grito y caída, y el contramaestre no se atreve a mandar bajar a los marineros para no irritar a su alteza y porque, pese a las bajas, la maniobra ha de hacerse, y diremos nosotros que el no se atreve es ingenuidad de quien de lejos mira, porque lo más seguro es que ni se le ocurra pensar esta simple humanidad, Ya está ese hijo de puta a tiros con mis marineros, que van al mar a descubrir la India descubierta o el Brasil encontrado, y en vez de eso da orden de que laven el convés, y sobre esto no tenemos más que decir, que todo acabaría en repetición aburrida, que, en fin, si el marinero ha de llevar un tiro, fuera de la barra, de corsario francés, mejor es que se lo den aquí, que muerto o herido siempre estará mejor en su tierra, y hablando de corsario francés, van nuestros ojos más lejos, allá en Río de Janeiro, donde entró una armada de esos enemigos, y no precisamente a tirar un tiro, estaban los portugueses durmiendo la siesta, tanto los del gobierno del mar como los del gobierno de la tierra, y habiendo los franceses fondeado a su placer, desembarcaron, ellos sí que parecía que estuvieran en su tierra, la prueba fue que el gobernador dio luego orden formal de que nadie sacara nada de casa, sus razones tendría, al menos las que el miedo da, tanto que los franceses saquearon todo lo que encontraron, y no lo hicieron llevar a los navíos sino que armaron un zoco en medio de la plaza, que no faltó quien allá fuera a comprar lo que le habían robado una hora antes, no puede haber mayor desprecio, y quemaron la casa del fisco, y fueron al bosque, por denuncia de judíos, a desenterrar el oro que algunas personas principales habían escondido y esto siendo los franceses sólo dos o tres mil, y los nuestros diez mil, pero el gobernador estaba aconchabado con ellos, no hay más que saber, que portugueses y traidores los hubo muchas veces, aunque no todo sea lo que parece, por ejemplo, aquellos soldados de los regimientos de Beira de quienes dijimos que se habían pasado al enemigo, no desertaron, la verdad es que fueron a donde les darían de comer, y otros hubo que huyeron a sus casas, si eso es traición es lo que está ocurriendo siempre, quien quiera soldados para entregarlos a la muerte que les dé al menos de comer y vestir, mientras vivos estén y que no anden por ahí descalzos, sin trabajos de marcha y disciplina, más gustosos de poner al propio capitán en la mira de la espingarda que de desgraciar a un castellano del otro lado, y ahora, si queremos reír de lo que nuestros ojos ven, que la tierra da para todo, consideremos el caso de las treinta naves de Francia, que ya se dijo estaban a la vista de Peniche, aunque no falte quien diga haberlas avistado en el Algarve, que está cerca, y en la duda se guarnecieron las torres del Tajo y toda la marina se puso de ojo alerta, hasta Santa Apolonia, como si las naves pudieran venir río abajo, de Santarem o de Tancos, que estos franceses son gente capaz de todo, y estando nosotros tan pobres de barcos pedimos ayuda a unos navíos ingleses y holandeses que ahí están, y fueron ellos a ponerse en línea en la barra, a la espera del enemigo que ha de estar en el espacio imaginario, ya en tiempos antes contados se dio aquel famoso caso de la entrada de los bacalaos, y ahora se ha sabido que eran vinos comprados en Porto, y las naos francesas son en definitiva inglesas, que andan en su comercio, y de camino se van riendo a costa nuestra, buen plato somos para mofas extranjeras, que también las tenemos excelentes hechas aquí, y es bueno que se diga, y están tan claras a la luz del día que no fueron precisos los ojos de Blimunda, y fue el caso que cierto clérigo, cliente habitual de casas de mujeres de bien hacer y aún mejor dejar que les hagan, satisfaciendo los apetitos del estómago y liberando los de la carne, y siempre diciendo su misa con toda puntualidad, y cuando le parecía se largaba llevándose lo que encontraba a mano, y tantas hizo que un día la ofendida, a quien mucho más había robado que dado, logró orden de prisión, y yendo los oficiales y alguaciles a cumplirla, por orden del corregidor del barrio, a una casa donde el clérigo vivía con otras inocentes mujeres, entraron, pero tan desatentos a la obligación que no dieron con él, que estaba metido en una cama, y fueron a otra donde les pareció que estaría, dando así tiempo para que el cura saltase, en pelota viva y disparando escaleras abajo, a tortas y a puntapiés limpió el camino, quedaron gimiendo los alguaciles negros, pero, como pudieron, echaron a correr tras el cura pugilista y garañón, que iba ya por la Rua dos Espingardeiros, y era esto a las ocho de la mañana, bien comenzaba el día, carcajadas en puertas y ventanas, ver al cura correr como una liebre, con los negros detrás, y él con la verga tiesa, y bien armado, Dios lo bendiga, que para hombre tan dotado no es lugar servir en los altares sino en cama de servicio a las mujeres, y con este espectáculo sufrieron gran conmoción las señoras moradoras, pobrecillas, así inadvertidas, como desprevenidas y exentas estarían las que se hallaban rezando en la iglesia de la Concepción Vieja y vieron entrar al cura jadeando, en figura de inocente Adán, pero tan cargado de culpas, sacudiendo el badajo y las mantecas, a la una apareció, a las dos se escondió, a las tres nunca fue visto, que ese pase de magia lo dio la diligencia de los padres, que lo recogieron y le dieron fuga por los tejados, vestido ya, que ni esto es suceso que cause extrañeza, si en cestos izan los franciscanos de Xabregas a las mujeres para dentro de las celdas y con ellas se gozan, por su propio pie subía este cura a casas de las mujeres a quienes apetecía el sacramento, y para no salirnos de lo acostumbrado, queda todo entre el pecado y la penitencia, que no sólo en la procesión de Cuaresma salen a la calle las disciplinas excitantes, cuántos malos pensamientos habrán tenido que confesar las señoras moradoras de la Baixa de Lisboa y las devotas de la Concepción Vieja por de tan rico cura haber gozado con la vista, y los cuadrilleros tras él, agárralo, agárralo, quién pudiera agarrarlo para una cosa que yo sé, diez padrenuestros, diez salves, y diez reales de limosna a San Antonio, y estar tumbada una hora entera con los brazos en cruz, barriga abajo como a la prosternación conviene, que barriga arriba es postura de más celeste gozo, pero siempre levantando los pensamientos, no las faldas, que eso quedará para el próximo pecado.