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El rey fue a Mafra a escoger el sitio donde se levantará el convento. Será en el alto que llaman de la Vela, desde aquí se ve el mar, corren aguas abundantes y dulcísimas para el futuro pomar y huerta, que no han de ser menos en primores de cultivo los franciscanos de aquí que los cistercienses de Alcobaça, a San Francisco de Asís le bastaría un yermo, pero él era santo y está muerto. Recemos.

Hay otro hierro ahora en la alforja de Sietesoles, es la llave de la quinta del duque de Aveiro, pues habiéndole llegado al padre Bartolomeu Lourenço los ya mentados imanes, pero aún no las sustancias de que hace secreto, podía al fin ir adelantándose la construcción de la máquina de volar y ponerse en obra material el contrato que hacía de Baltasar la mano derecha del Volador, ya que la izquierda no era precisa, tan poco precisa era que el propio Dios no la tiene, conforme declaró el cura, que estudió esas reservadas materias, y bien sabrá lo que dice. Y estando la Costa do Castelo demasiado lejos de San Sebastián de Pedreira para ir y venir todos los días, decidió Blimunda dejar la casa para estar donde estuviera Sietesoles. No era grande la pérdida, un tejado y tres paredes inseguras, solidísima la cuarta, por ser muralla del castillo, hace tantos siglos implantada, si nadie por allí pasa y dice, Mira, una casa vacía, y diciendo esto no se instale en ella, apenas pasará un año sin que se caigan las paredes y el tejado, y entonces quedarán sólo unos adobes partidos o deshechos en tierra en el lugar donde vivió Sebastiana María de Jesús y donde abrió Blimunda por primera vez los ojos al espectáculo del mundo, porque en ayunas nació.

Siendo tan pocos los haberes, un viaje bastó para transportar, en la cabeza Blimunda y a las espaldas Baltasar, el fardo y el atadijo a que se resumió todo. Descansaron aquí y allá en el camino, callados, ni que decir tenían, si hasta una simple palabra sobra si es la vida la que está cambiando, mucho más si somos nosotros los que cambiamos con ella. En cuanto a la levedad del fardo, así debería ser siempre, llevar consigo mujer y hombre lo que tienen, y cada uno de ellos al otro, para no tener que volver sobre los mismos pasos, es siempre tiempo perdido, y basta.

En un rincón del cuarto de los aperos desenrollaron el jergón y la estera, a los pies pusieron el escaño, frontera el arca, como si fueran los límites de un nuevo territorio, raya trazada en el suelo y en paños levantada, suspensos éstos de un alambre, para que esto sea de hecho una casa y en ella podamos encontrarnos solos cuando estemos solos. Cuando venga el padre Bartolomeu Lourenço, podrá Blimunda, si no tiene trabajos de lavar o cocinar que a la alberca la lleven o en el horno la retengan, o si no prefiere ayudar a Baltasar pasándole el martillo o las tenazas, la punta del alambre o el haz de mimbres, podrá Blimunda estar en su resguardo de mujer hogareña, que a veces hasta a las más empedernidas aventureras apetece, aunque no sea la aventura tanta como la que aquí se promete. Sirven también los paños colgados al acto de la confesión, puesto el confesor de este lado, de fuera puestos los penitentes, uno de cada vez, del lado de dentro, precisamente donde constantes pecados de lujuria ambos cometen, aparte de ser concubinos, si no es peor la palabra que la situación, por otra parte fácilmente absuelta por el padre Bartolomeu Lourenço que tiene ante sus propios ojos un mayor pecado suyo, aquel de orgullo y ambición de alzarse un día en los aires, donde hasta ahora sólo subieron Cristo, la Virgen y algunos santos elegidos, estas partes dispersas que trabajosamente va encajando Baltasar mientras Blimunda dice desde el otro lado del paño, en voz bastante alta para que Sietesoles oiga, No tengo pecados que confesar.

Para el deber de la misa no faltarían iglesias cerca, la de los agustinos descalzos, por ejemplo, que es la más cercana, pero si el padre Bartolomeu Lourenço, como acontece, tiene obligaciones de su ministerio o atenciones y servicios en la corte que lo ocupen más que lo acostumbrado de quien no necesitaría venir aquí todos los días, si no acude el padre a espabilar el fuego del alma cristiana que sin duda habita en Blimunda y Baltasar, él con sus hierros, ella con su lumbre y su agua, ambos con el ardor que los lanza sobre el jergón, no es raro que olviden el santo sacrificio y del olvido no queden arrepentidos, con lo que resulta al fin lícito dudar si en definitiva es cristiana la supuesta alma de ambos. Viven en el chamizo, o salen a tomar el sol, los cerca la gran finca abandonada donde los frutales van volviendo a su natural condición silvestre, los zarzales cubriendo los caminos, y en el lugar del huerto se encrespan selvas de panizos y ricinos, pero ya Baltasar, con la hoz, ha rapado la mayor, y Blimunda, con la azada, cortó y sacó al sol raíces, con el tiempo aún esta tierra dará cosa debida al trabajo. Pero tampoco faltan ratos de holganza, por eso, cuando la comezón aprieta, posa Baltasar la cabeza en el regazo de Blimunda y le cata ella los bichos, que no es asombroso que los tengan estos enamorados y constructores de aeronaves, si es que tal palabra se dice ya en estas épocas, como cada vez más se va diciendo armisticio en vez de paces. Blimunda no tiene quien la expurgue. Hace Baltasar lo que puede, pero aunque le llegan dedos y mano para descubrir el insecto, le faltan dedos y mano para sostener los pesados, espesos, cabellos de Blimunda, color de miel sombría, que apenas los aparta regresan, y esconden así la caza. La vida da para todos.

No siempre el trabajo va bien. No es verdad que la mano izquierda no haga falta. Si Dios puede vivir sin ella es porque es Dios, pero un hombre necesita las dos manos, una mano lava la otra, las dos lavan el rostro, cuántas veces ha tenido ya que venir Blimunda a limpiarle la suciedad que quedó agarrada en el dorso de la mano y no saldría de otro modo, son los desastres de la guerra, mínimos éstos, porque muchos soldados hubo que quedaron sin los dos brazos, o sin las dos piernas, o sin sus partes de hombre, y no tienen Blimunda que les ayude o por eso mismo dejaron de tenerla. Es excelente el gancho para trabar una lámina de hierro o torcer un mimbre, es infalible el espigón para abrir ojales en la lona, pero las cosas obedecen mal cuando les falta la caricia de la piel humana, piensan que han desaparecido los hombres a quienes se habituaron, es el desconcierto del mundo. Por eso viene a ayudar Blimunda, y, en llegando ella, se acaba la rebelión, Menos mal que has venido, dice Baltasar, o lo sienten las cosas, no se sabe cierto.