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Otra contrariedad esperada es el auto de fe, no para la Iglesia, que de él aprovecha un refuerzo piadoso y otras utilidades, ni para el rey que, habiendo salido en el auto estancieros brasileños, puede apropiarse sus haciendas, sino para quien lleva los zurriagazos, o quien va desterrado, o quien es quemado en la hoguera, menos mal que de esta vez salió relajada en carne sólo una mujer, no será mucho trabajo pintarle el retrato en la iglesia de Santo Domingo, al lado de otros chamuscados asados, dispersos y barridos, que hasta parece imposible cómo no sirve de escarmiento a unos el suplicio de tantos, quizá a los hombres les guste sufrir, o estiman en más la convicción del espíritu que la preservación del cuerpo, Dios no sabía en qué lío se metía cuando creó a Adán y a Eva. Qué diremos, por ejemplo, de esta monja profesa, que resultó ser judía, y fue condenada a cárcel y hábito perpetuo, y también de esta negra de Angola, caso nuevo, que vino de Río de Janeiro con culpa de judaísmo, y este mercader del Algarve que afirmaba que cada uno se salva en la ley que sigue, porque todas son iguales, y tanto vale Cristo como Mahoma, el Evangelio como la Cábala, lo dulce como lo amargo, el pecado como la virtud, y este mulato de Caparica que se llama Manuel Mateus, pero no es pariente de Sietesoles, y tiene por apodo Saramago, Dios sabe qué descendencia será la suya, y que ha salido penitenciado con culpas de insigne hechicero, y de tres mozas que decían por la misma cartilla, qué se dirá de todos éstos y de ciento treinta más que salieron en el auto, muchos irán a hacer compaña a la madre de Blimunda, quién sabe si estará viva aún.

Sietesoles y Sietelunas, pues nombre tan bello le pusieron, y bueno es que lo use, no bajaron de San Sebastián da Pedreira al Rossío para ver el auto de fe, pero no faltó pueblo en la fiesta, y de algunos que allá estuvieron, más los registros que siempre quedan, pese a incendios y terremotos, quedó memoria de lo que vieron y a quién vieron, quemados o penitentes, la negra de Angola, el mulato de Caparica, la monja judía, los religiosos que decían misa, confesaban y predicaban sin tener órdenes para hacer tal, el juez de Arraiolos con parte de cristiano-nuevo por ambas vías, en total ciento treinta y siete personas, que el Santo Oficio, en pudiendo, lanza las redes al mundo y las saca llenas, practicando así, de manera peculiar, la buena lección de Cristo cuando a Pedro dijo que lo quería pescador de hombres.

La gran tristeza de Baltasar y de Blimunda es no tener una red que pueda ser lanzada hasta las estrellas, y traer acá el éter que las sostiene, conforme afirma el padre Bartolomeu Lourenço, que va a marchar un día de éstos y no se sabe cuándo volverá. La passarola, que parecía un castillo levantándose, es ahora torre en ruinas, una babel cortada a medio vuelo, cuerdas, paños, alambres, hierros confundidos, ni siquiera quedó el consuelo de abrir el arca y contemplar el dibujo, porque el padre lo lleva en su equipaje, mañana partirá, va por mar y sin mayor riesgo que el natural de viajes, porque al fin fueron pregonadas paces con Francia, con solemne procesión de jueces, corregidores y merinos, todos muy bien montados, y atrás los trompeteros, con trompetas bastardas, luego los porteros de palacio con sus mazas de plata al hombro, y por fin siete reyes de armas, con ricas sobrevestes, y el último llevaba en la mano un papel que era el pregón de paces, leído primero en el Terreiro do Paço, bajo las ventanas donde estaban las majestades y altezas, a la vista del mar de pueblo que llenaba la plaza, formada la compañía de la guardia, y, después de echar aquí el pregón, fueron a echarlo otra vez al atrio de la Catedral, y por tercera vez en el Rossío, en el atrio del hospital, al fin están hechas estas paces con Francia, ahora que vengan otras con los demás países, Pero ninguna me va a dar la mano que perdí, dice Baltasar, Qué más da, entre tú y yo, tres manos tenemos, esto es lo que responde Blimunda.

Echó el padre Bartolomeu Lourenço la bendición al soldado y la vidente, le besaron ellos la mano, pero en el último momento se abrazaron los tres, tuvo más fuerza la amistad que el respeto, y el cura dijo, Adiós Blimunda, adiós Baltasar, cuidad uno del otro y cuidad de la passarola, que un día volveré con lo que voy a buscar, que no será oro ni diamante, pero sí el aire que Dios respira, guardarás la llave que te di, y como os vais a Mafra, acuérdate de volver por aquí de vez en cuando, a ver cómo está la máquina, puedes entrar y salir sin recelo, que la quinta me la ha confiado el rey y él sabe lo que en ella hay, y en diciendo esto, montó en la mula y partió.

Allá va, por el mar, el padre Bartolomeu Lourenço, y qué vamos nosotros a hacer ahora, sin la esperanza próxima del cielo, pues vamos a los toros, que es buena diversión, En Mafra nunca hubo, dice Baltasar, y no llegando el dinero para los cuatro días de función, que este año se remató caro el suelo del Terreiro do Paço, iremos el último, que es el fin de la fiesta, con palenques todo alrededor de la plaza, hasta del lado del río, que apenas se ven las puntas de las vergas de los barcos allí fondeados, buen lugar consiguieron Sietesoles y Blimunda, y no fue por llegar antes que otros, sino porque un gancho de hierro en la punta de un brazo abre camino tan fácil como la culebrina que vino de la India y está en la torre de San Gião, nota un hombre que le tocan la espalda, se vuelve y es como si tuviera la boca de fuego apuntada a la cara. La plaza está toda rodeada de mástiles, con banderolas en lo alto y cubiertos de volantes hasta el suelo, ondeando con la brisa, y a la entrada de la plaza se armó un pórtico de madera, pintada como si fuese mármol blanco, y las columnas fingiendo piedra de la Arrábida, con frisos y cornisas dorados. Al mástil principal le sustentan cuatro grandísimas figuras, pintadas de varios colores y sin avaricia de oro, y la bandera, de hoja de Flandes, muestra por un lado y otro al glorioso San Antonio sobre campo de plata, y las guarniciones son igualmente doradas, con un gran penacho de plumas de muchos colores, tan bien pintadas las plumas que parecen naturales y verdaderas, rematando el varal de la bandera. Están los bancos y las terrazas hormigueando gente, reservadamente acomodadas las personas principales, y las majestades y altezas miran desde las ventanas del palacio, por ahora aún están los aguadores regando la plaza, ochenta hombres vestidos a la morisca, con las armas del Senado de Lisboa bordadas en las hopas que traen vestidas, se impacienta el buen pueblo que quiere ver salir los toros, ya se acabaron las danzas, y ahora se retiran los aguadores, ha quedado la plaza como una joya, oliendo a tierra mojada, parece como si el mundo acabara de crearse ahora mismo, esperen el zurriagazo, no tardarán la sangre y los orines, y las boñigas de los toros, y el fiemo de los caballos, y si algún hombre se descarga de puro miedo, ojalá lo amparen las bragas para no hacer mala figura ante el pueblo de Lisboa y de Don Juan V.