Debería bastar esto, decir de alguien cómo se llama y esperar el resto de la vida para saber quién es, si alguna vez llegamos a saberlo, pues ser no es haber sido, haber sido no es será, pero otra es la costumbre, quiénes fueron sus padres, dónde nació, qué edad tiene, y con esto se cree que uno sabe ya más y a veces todo. Con la última luz del día llegó el padre de Baltasar, João Francisco de nombre, hijo de Manuel y de Jacinta, aquí nacido en Mafra, siempre vivió en el pueblo, en esta misma casa a la sombra de la iglesia de San Andrés y del palacio de los vizcondes, y, para saber más, hombre tan alto como el hijo, un tanto curvado ahora por la edad y también por el peso del haz de leña que mete en casa. Le ayudó Baltasar a descargarlo, y el viejo lo miró de frente, dijo, Ah, hombre, reparó luego en la mutilación, pero de ella no habló, sólo esto, Paciencia, ya se sabe, quien fue a la guerra, miró luego a Blimunda, comprendió que era la mujer del hijo, le dio la mano a besar, poco después estaban ya suegra y nuera tratando de la cena mientras Baltasar explicaba cómo fue la batalla, la mano cortada, los años de ausencia, pero callando que estuvo casi dos en Lisboa sin dar noticias, las primeras y únicas sólo las habían recibido aquí pocas semanas antes, por carta que el padre Bartolomeu Lourenço escribió, a petición de Sietesoles, diciendo que estaba vivo y que iba a volver, ay la dureza de corazón de los hijos, que están vivos y hacen de sus silencios muerte. Quedaba por decir cuándo se había casado con Blimunda, si durante el tiempo de soldado, si después de él, y qué casamiento era ése, cómo y de qué modo, pero a los viejos o no se les ocurrió preguntar o preferían no saber, súbitamente conscientes del aire extraño de la muchacha, con aquel cabello rucio, injusta palabra, que su color es como la miel, y los ojos claros, verdes, cenicientos, azules cuando les da la luz de frente, y de repente oscurísimos, terreños, agua parda, negros si la sombra los cubría o sólo afloraba, por eso se quedaron callados todos, era el momento de empezar todos a hablar, No conocí a mi padre, creo que había muerto ya cuando nací, mi madre ha sido desterrada a Angola por ocho años, sólo han pasado dos, y no sé si está viva, nunca tuve noticias, Yo y Blimunda venimos a vivir aquí en Mafra, a ver si encuentro casa, No vale la pena que busques, ésta da para los cuatro, ya vivió más gente aquí, y por qué han desterrado a tu madre, Porque la denunciaron al Santo Oficio, padre, Blimunda no es judía ni cristiana-nueva, esto del Santo Oficio, de la cárcel y del destierro fue cosa de unas visiones que su madre tenía, y revelaciones, y que también oía voces, No hay mujer que no tenga visiones y revelaciones y que no oiga voces, las oímos todo el día, para eso no hay que ser bruja, Mi madre no era bruja, ni yo lo soy, También tienes visiones, Sólo las que todas las mujeres tienen, madre, Eres mi hija, Sí, madre, juras entonces que no eres judía ni cristiana-nueva, Lo juro, padre, Siendo así, bienvenida seas a la casa de los Sietesoles, Ella se llama ya Sietelunas, Quién le puso el nombre, El cura que nos casó, Cura que tales ocurrencias tiene no suele ser fruta que se dé en las sacristías, y todos se echaron a reír, unos sabiendo más, otros menos. Blimunda miró a Baltasar y ambos vieron en la mirada del otro el mismo pensamiento, la passarola deshecha por el suelo, el padre Bartolomeu Lourenço saliendo por el portón de la quinta, caballero en su mula, camino de Holanda. Quedaba en el aire la mentira de no tener Blimunda costilla de conversa, si mentira era, cuando de estos dos sabemos el poco caso que hacen de tales casos, que por salvar mayores verdades se miente a veces.
El padre dijo, Vendí la tierra que teníamos en la Vela, no es que la vendiera mal, trece mil quinientos reales, pero la vamos a necesitar, Entonces por qué la vendió, El rey la quiso, la mía y otras, Y para qué las quiso el rey, Va a construir ahí un convento de frailes, no oíste hablar de eso en Lisboa, No señor, no oí nada, Dice ahí el párroco que fue por mor de una promesa que el rey hizo si le nacía un hijo, quien va a ganar ahora buen dinero será tu cuñado, van a necesitar albañiles. Comieron habones y col, apartadas las mujeres y de pie, y João Francisco Sietesoles fue a la saladera y sacó un tajo de tocino que partió en cuatro tiras, puso cada una en su rebanada de pan y las distribuyó alrededor. Se quedó mirando alerta para Blimunda, pero ella recibió su parte y empezó a comer tranquilamente, No es judía, pensó el suegro, Marta María la había mirado también, inquieta, luego clavó los ojos con severidad en el marido, como si le recriminara la astucia. Blimunda acabó de comer y sonrió, no adivinaba João Francisco que igual habría comido el tocino aunque judía fuera, es otra verdad que hay que salvar.
Baltasar dijo, Tengo que buscar trabajo, y Blimunda trabajará también, no podemos quedarnos así, Para Blimunda, no hay prisa, quiero que se quede aquí en casa un tiempo, quiero conocer a mi nueva hija, Está bien, madre, pero yo tengo que buscar trabajo, Y qué trabajo harás con esa mano de menos, Tengo el gancho, padre, que es una buena ayuda cuando uno está habituado, Será, pero cavar no puedes, segar no puedes, cortar leña no puedes, Puedo cuidar animales, Sí, eso sí puedes, Y también puedo ser carretero, para asegurar la soga basta el gancho, la otra mano hará el resto, Hijo, estoy muy contento de que hayas vuelto, Y yo debería haber vuelto antes, padre.
Aquella noche Baltasar soñó que andaba arando con una yunta en lo alto de la Vela y que tras él iba Blimunda clavando en el suelo plumas de ave, después éstas empezaron a agitarse como si fueran a alzar el vuelo, capaz la tierra de ir con ellas, surgió el padre Bartolomeu Lourenço con el dibujo en la mano, indicando el error cometido, vamos a empezar de nuevo, y la tierra apareció otra vez por arar, estaba Blimunda sentada y le decía, Ven a acostarte conmigo, que ya he comido el pan. Era aún noche cerrada cuando Baltasar despertó, atrajo hacia sí el cuerpo dormido, tibia frescura enigmática, ella murmuró su nombre, él dijo el de ella, estaban acostados en la cocina, sobre dos mantas dobladas, y silenciosamente, para no despertar a los padres que dormían en el cuarto de al lado, se entregaron el uno al otro.
Al día siguiente llegaron, a festejar la llegada y a conocer a la nueva parienta, Inés Antonia, hermana de Baltasar, y el marido, que en suma se llamaba Álvaro Diego. Trajeron a los hijos, uno de cuatro años, otro de dos, sólo el más viejo cuajará, porque al otro se lo llevarán las viruelas antes de que pasen tres meses. Pero Dios, o quien allá en el cielo decide la duración de las vidas, tiene escrúpulos de equilibrio entre pobres y ricos, y, siendo preciso, hasta a las familias reales va a buscar contrapeso para ponerlo en la balanza, la prueba es que, compensando la muerte de este chiquillo, morirá el infante Don Pedro cuando llegue a la misma edad, y como, queriendo Dios, cualquier causa de muerte sirve, la que ha de llevarse al heredero de la corona de Portugal será el haberlo destetado, sólo a un delicado infante le ocurriría algo así, que el hijo de Inés Antonia, cuando murió, ya comía pan y lo que hubiera. Equilibrada la cuenta, se desinteresó Dios de los funerales, por eso en Mafra fue sólo el entierro de un angelito, como a tantos otros sucede, que apenas repara la gente en el suceso, pero en Lisboa no podía ser así, fue otra pompa, salió el infante de su cámara metido en su pequeño ataúd y llevado por los consejeros de Estado, lo acompañaba toda la nobleza, e iba también el rey, y los hermanos, y si iba el rey sería por dolor de padre, pero principalmente por ser el fallecido hijo primogénito y heredero del trono, son las obligaciones del protocolo, fueron bajando hasta el patio de la capilla, todos cubiertos, y cuando colocaron el ataúd en las andas que lo habían de llevar, se descubrió el rey y padre, y, habiéndose descubierto y cubierto otra vez, volvió a palacio, es la deshumanización del protocolo. Allá siguió el infante solo hasta San Vicente de Afuera con su lucido acompañamiento y sin padre ni madre, delante el cardenal, luego a caballo los maceros, los oficiales de la casa real y títulos, después, clérigos y mozos de capilla, menos los canónigos, que ésos esperaban el cuerpo en San Vicente, todos con hachones encendidos en las manos, y luego la guardia en dos hileras, delante los tenientes, y, ahora sí, ahí viene la caja, cubierta por una riquísima tela encarnada que cubre también el coche de Estado, y detrás del ataúd sigue el duque de Cadaval viejo, por ser mayordomo mayor de la reina, que, si entrañas de madre tiene, estará llorando a su hijo, y, por ser de ella estribero mayor, va también el marqués de Minas, por las lágrimas se contará el amor, no por los títulos que la sirven, y tales paños, más los arreos y cubiertas de los machos, quedarán para los frailes de San Vicente como es costumbre antigua, y por la serventía de los machos, que son de los dichos frailes de San Vicente, se pagarán doce mil reales, es un alquiler como cualquier otro, no nos extrañe, que los machos no son humanos, aun machos siendo, y también los alquilan, y todo esto junto es pompa, circunstancia y solemnidad, por las calles por donde el entierro pasa cubren carrera los soldados, más los frailes de todas las órdenes, sin excepción, aparte de los mendicantes, como dueños de la casa que recibirá al niño muerto de destete, privilegio que los frailes merecen cumplidamente, como han merecido el convento que va a ser construido en la villa de Mafra, donde hace menos de un año fue enterrado un chiquillo de quien aquí ni se llegó a saber el nombre, y que llevó acompañamiento completo, iban los padres, los abuelos, los tíos y otros parientes, cuando el infante Don Pedro llegue al cielo y sepa esta diferencia va a tener un disgusto mayúsculo.